REVISTA FÉNIX | Nro. 18


Sumario: Octubre 2005



1| PALABRA EN EL TIEMPO
Autor
Título
Alejandro Bekes
2| POESÍA
Autor Título
Héctor Bianciotti El poema de las tres experiencias | Claridad desierta |
Paulina Vinderman | Hospital de veteranos |
Enrique Parma | Brooklyn Bridge | Imagen | Fotografías | Dos mujeres | Tus pies | Venecia |
3| ESCRITURAS
Autor Título
José Ignacio Foronda Escrito en el aire
4| LA TRADUCCIÓN POÉTICA
Autor Título
Alfonso Berardinelli
(traducción de Pablo Anadón)
Martín Zubiría Dos poemas filosóficos de Schiller: "La fiesta eleusina" y "Las antigüedades en París"
5| PIEDRA DE TOQUE
Autor Título
Nicolás Magaril Presencia de Paul Valéry (Paul Valéry)
Rogelio Demarchi Leer y escribir sin reverencias (Juan José Hernández)
Antonio Requeni Una poesía honda y transparente (Alejandro Bekes)
Marimé Arancet Ruda Rara fiesta de visiones (Jacobo Fijman)
Víctor Gustavo Zonana La desafiante levedad del devenir (Cristina Piña / Clelia Moure)
Un nuevo aporte sobre las vanguardias históricas (Carlos García / Dieter Reichardt)
Pedro Mairal El arte de la flotación (Cecilia Romana)
Pablo Anadón Inventario de un lugar del mundo (Néstor Groppa)
Prosas de Fernando Pessoa (Fernando Pessoa)
Elisa Molina Notas sobre la poesía de Roberto D. Malatesta (Roberto D. Malatesta)
Cecilia Romana Un canto a la permanencia (Lucrecia Romera)
Áspera anacronía en la mesa de los poetas (Mercedes Araujo)
Martín Greco Palabras de lo irrecuperable (Bettina Caron)
José Luis García Martín Noticias de la poesía desde España:
La gozosa variedad del mundo (Ángel Crespo)
Páginas de un diario poético (Eloy Sánchez Rosillo)
Aprendizaje de la piedra (José Watanabe)
Trabajo contra el tiempo ( Luis Muñoz)
Berta Piñán, vida y literatura (Berta Piñán)
El placer de las metamorfosis (Jesús Aguado)
1

PALABRA EN EL TIEMPO

Por Alejandro Bekes
Leer el Quijote

Leer un libro no debería, en principio, requerir comentarios ni conferencias inaugurales; la bella iniciativa que han tenido aquí de leer completo el Quijote 1 tiene el mérito de ha cer oír la palabra de Cervantes, y no meramente los comentarios y conferencias que nosotros podemos hacer acerca de ella. Es cierto que la lectura de un libro que tiene cuatro siglos requiere alguna destreza del lector, y que esta destreza no se adquiere sin ayuda; y es cierto también que la lectura de un libro clásico tiene sus peculiaridades; no es muy fácil que podamos hacer una lectura desprejuiciada del Quijote, una lectura a ojo desnudo, tanto es lo que creemos saber de la obra antes de adentrarnos en ella. Sin embargo, para lograr esa lectura despojada bastará con que nos dejemos llevar por el libro, entregándonos a él con la inocencia de sus primeros lectores, que no sabían que estaban leyendo una obra inmortal, ni se sentían obligados de antemano a que les gustara, ni pensaban que al hacerlo cancelaban algún tipo de deuda escolar o cultural, sino que lo leían por el puro y elemental placer de escuchar una buena historia, de andar sin apuro por esas páginas, donde a cada paso les aguardaba una sorpresa, un atinado pensamiento, una situación cómica o una sutil emoción. Alguien dirá que me contradigo, pues precisamente lo que estoy exponiendo no hace sino aumentar el palabrerío que sobre el Quijote se ha escrito en los últimos cuatro siglos: discutible tesoro, que no cabe en ninguna biblioteca que esté al alcance de una vida humana.

    Sería tolerable, sin embargo, un nuevo ensayo sobre el Quijote, con tal que no pretendiera instruir a los lectores sobre la mejor forma de leerlo, ni alertarlos sobre lo que presuntamente deben encontrar en el libro, sino despertar su curiosidad. O en todo caso, sería tolerable este ensayo si se dirigiera a quienes ya han frecuentado la obra, ya se han formado de ella un juicio y están dispuestos a compartir con otros las impresiones de su aventura, como viajeros que se encuentran al regresar de una excursión y que se miran unos a otros, como admirados de estar de vuelta y ser todavía los mismos, o casi los mismos, que eran antes de partir.

    Quizá el rasgo de estilo que primero salta a la vista, si leemos sin prevenciones el Quijote, es su aire de improvisación. Pese a que el narrador propone cada tanto algunos avances de capítulos futuros, la impresión general es que va inventando sobre la marcha. Así, en el capítulo IX de la Primera Parte la acción se interrumpe por completo, para plantear una cuestión de autoría. Sin otro anuncio que aquella declaración (en el Prólogo) de que el autor “no es padre, sino padrastro” de don Quijote, de pronto el lector se encuentra con la novedad de que la historia que está leyendo es obra de un autor arábigo llamado Cide Hamete Benengeli, y que el Cervantes que figura como autor en la portada no sería, según esto, otra cosa que un editor. Este motivo de la doble autoría de la historia narrada, que reaparecerá muchas veces, suspendiendo aquí y allá la sucesión de los episodios, echa una luz nueva sobre lo leído en los capítulos anteriores, pues crea una especie de juego de espejos que aumenta la sensación de ficción perpetua; pero el autor no parece haber calculado demasiado este efecto, como podemos comprobar si releemos esos capítulos previos buscando alguna pista de la doble autoría. No la hay; incluso en el II, notoriamente, dice el narrador: “Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día...” etcétera. De lo que se podría concluir que a Cervantes no se le había ocurrido, al principio, lo de Cide Hamete, y que esa patraña le vino a la mente (y podemos imaginar la sonrisa con que la habrá recibido) cuando ya iba bien avanzada la novela. Me parece que lo mismo podríamos suponer de otros episodios de la Primera Parte, en particular la historia del cautivo y la novela del Curioso Impertinente, intercalados allí por su autor, para nuestro deleite, como digresiones de la historia principal. (Agreguemos que la citada novela, que lee el cura en los capítulos XXXIII a XXXV de la Primera Parte, por ser una ficción de segundo grado hace ganar realidad a la historia principal; en contraste con Anselmo, Lotario y Camila, estilizados a la manera renacentista, don Quijote y Sancho parecen rudamente reales). 
    De manera explícita, en el citado capítulo II, en el IV, después del episodio de Andresillo y Juan Haldudo, o en el XXI, después de la aventura del yelmo de Mambrino, don Quijote deja a Rocinante la decisión sobre el rumbo que ha de tomar. Pero podemos ver que esta es la actitud general del caballero andante, y que la invención del autor la imita o finge imitarla. Ambos, al parecer, se dejan llevar; uno, por la fuerza de sus aventuras; el otro, por los sucesos de su fantasía. No es objeción a esto el hecho, fácilmente comprobable, de que esta fantasía es orgánica, de que hay aventuras cuya solución ha quedado pendiente y que se completan mucho más tarde, como la del propio Andresillo, que reaparece cuando ya el lector se había olvidado de él, en el capítulo XXXI, y muchísimas otras, en especial las de la Segunda Parte. La sensación —insisto— es que Cervantes, cuando empieza a escribir, no sabe adónde lo lleva su obra, ni cómo va a acabar su personaje; la escritura es entonces un acto de fe. Mejor dicho: la fe en su héroe, o en sus dos héroes, es suficiente garantía. Por eso, su plan de composición consiste en armar caballero a don Quijote y luego dejarlo andar. Yo creo que es ésta una decisión genial: no me importa saber que el esquema es también el de las novelas de caballería, el de la picaresca y el de todas las formas de narrativa extensa de la época. La gran diferencia es que en todas aquellas el personaje es un maniquí al que se le cuelgan anécdotas (y el Lazarillo, con toda su fresca originalidad, no es excepción, como no lo es tampoco El Licenciado Vidriera, especie de boceto del futuro Quijote); don Quijote y Sancho son seres vivos a quienes las aventuras van modelando, reformando, convirtiendo. Las aventuras, y más aún la desventuras, los convierten —como diría Píndaro— en lo que son. Las aventuras los trabajan y los definen ontológicamente; no, quizá, porque la existencia preceda a la esencia, sino porque la esencia sólo se manifiesta existiendo. 
  A lo largo de la obra, también la relación del autor con sus personajes va cambiando, como van cambiando los rostros a lo largo de una amistad duradera, de modo tal que los rasgos del amigo pasan a formar parte de nuestro repertorio mental y nos modifican, y por tanto se modifican también, sin que lo advirtamos. Así es que también el autor cambia a lo largo de la obra; se va perfeccionando, va hallando honduras insospechadas, a medida que comprende más y más el carácter y la condición de sus héroes. Y de este modo cambia también su relación con el lector. Y hace cambiar al lector, desde luego. Pero importa saber que esas posibilidades ya estaban en el origen; la improvisación (si es que podemos darle ese nombre) es orgánica porque la obra nace del corazón del creador y ha sido compuesta con su vida entera. Su destino está escrito en su modo de andar. Crece desde su semilla como un árbol, se desarrolla libre pero armoniosamente, como todo ser vivo, y sus dimensiones están ya determinadas en el germen. La impresión de espacio ilimitado que nos dejan sus páginas no depende de la extensión, sino que ésta es una consecuencia de aquélla. Muchas cosas fue descubriendo Cervantes en esa extensión; la de que lo sublime pueda convivir con lo cómico, no es sin duda la menor. Desde luego, y como cualquier otro esquema de ficción, éste ofrece problemas narrativos que deben ser resueltos. Cada palabra, cada giro sintáctico, cada figura y cada suceso deben estar encaminados a no perder el asentimiento del lector. ¿Cómo mantiene Cervantes su estupenda libertad de creación, justificándola al mismo tiempo ante un lector celoso de sus fueros, un lector que exige cierto grado constante de verosimilitud para aceptar lo que le cuentan? La clave de tal armonía es la parodia. La parodia es el ancho hábito debajo del cual se puede ser libre y estar también al abrigo de esa intemperie que acecha al narrador, y que es la incredulidad de sus lectores. Debajo de esa ropa holgada caben los disparates del estilo arcaico, las equivocaciones y los equívocos, el esbozo de centón y los versos de cabo roto del prólogo, la crítica literaria bajo la especie de un auto de fe... y aun la inclusión del nombre de Cervantes entre los autores que lee Alonso Quijano. Esto último es decisivo: el personaje lee a su autor, y con ello el autor juega a desbaratar su propio juego, por la intromisión del peligroso mundo real en el mundo ficticio. Tan ancha es la tela de la parodia, que le es posible dar cuchilladas dentro de ella sin temor a que se le rasgue. Pero esos filos hieren las sensibles entrañas del lector, advirtiéndole como al soslayo que bajo el juego gracioso hay significado, o como decía nuestro Hernández, intención. 
     La parodia, desde luego, es mucho más que un artificio; incluso es más que la declarada razón de ser de la obra; pues ésta noes simplemente la parodia de un género literario, sino un jaque sutil y mayúsculo a nuestro principio de realidad. A diferencia de la pura evasión que propone la novela de caballerías y la mayor parte de las novelas que se han escrito antes y después del Quijote, éste tiene, al fin y al cabo, la forma general de una parábola. Nadie se escandalice por esto. No hay gran obra literaria que no encierre, en algún sentido, su didascalia. Sólo que en el gran arte la enseñanza debe ser descubierta por el lector, y por eso es profunda, mientras que en el mediocre está a la vista y por eso es trivial. El Quijote desmonta el entero aparato cultural de su época. No es casual que su autor fuese un escritor marginal y olvidado; al momento de publicar la Primera Parte, casi un proscripto en la república de las letras. Parece que sólo este tipo de escritor puede ver el revés de la trama del tapiz de su tiempo. 
    Permítaseme recordar las palabras del cura y del barbero:


—... Pero ¿qué libro es ése que está junto a él?

La Galatea de Miguel de Cervantes —dijo el barbero. —Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que este se ve, tenedle recluso en vuestra posada.


    ¿Una queja? ¿Una recóndita insatisfacción? ¿Un desahogo lírico? Todo eso, sin duda, y más: un modo soberano de poner al propio libro que se está leyendo, a la propia novela El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, por encima de toda la producción novelesca de la época, haciendo de uno de sus personajes, el cura de la aldea, juez de todos los demás libros, inclusive los del propio autor de éste. Esto, por cierto, tampoco es mero artificio. Para quien conozca la literatura del Siglo de Oro, es evidente que el Quijote representa un salto cualitativo sobre cualquier otra obra en prosa de ese tiempo, aun las del propio Cervantes. Lo que a mi juicio confirma lo que venimos diciendo sobre la sabia “improvisación orgánica”: quiero decir que la vida propia de don Quijote y Sancho se impuso de manera mágica a la conciencia del escritor. Cervantes gastará sus postreras energías creadoras en una novela difícilmente comprensible para nosotros, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, que sin embargo él juzgaba fundamental y suprema. (Dejo aparte el brevísimo prólogo de esa novela, que es la última página de don Miguel y que debería ser el padrenuestro de todos los escritores del mundo.) En fin: es asombroso que el juicio crítico del cura, creación de Cervantes, pueda parecernos superior al juicio del propio Cervantes... Pero no tan asombroso para quien haya auscultado alguna vez el enigmático corazón de la fantasía creadora, cuyo hondo pulso se oculta a la conciencia del artista.

   El Quijote puede verse también, por cierto, como una summa del pensamiento renacentista. Hay en él ecos del humanismo, de la filosofía de amor, de las discusiones sobre poética y retórica, de cuestiones relativas al mejor modo de gobernar y de hacer justicia, a la tolerancia religiosa, a la difusión del saber, a la buena y la mala lectura, a la buena y la mala vida; y sobre todo, y en todo momento, se subraya la diferencia entre la verdad y su apariencia, entre virtud e hipocresía, entre el arte y la falsificación del arte. Recoge todos los géneros literarios de la época, parodiados con maestría, revisados desde su raíz y a veces superados definitivamente. Sobre el entramado básico de la novela de caballerías, se bordan los hilos de la poesía amatoria, de la novela pastoril y de la novella psicológica al estilo italiano, sin hablar del romancero y del cuento popular, que surgen a cada paso; la novela llamada “bizantina”, la “sentimental” y la picaresca son recreadas y superadas por Cervantes, en historias como la del cautivo, la de Cardenio y Luscinda, la de la desenvuelta Altisidora, la de Ginés de Pasamonte. El noble bandolero Roque Guinart es una creación memorable y sirve para mostrar, por contraste, una verdadera vida de aventuras y de peligro, sobre el fondo ilusorio de las andanzas caballerescas. 
   En el Quijote hallamos también infinidad de recuerdos de la poesía antigua y medieval, evocados con sincero amor, un amor no agriado por la ironía que a veces lo acompaña. Pues la armonía de lo sublime con lo ridículo es el gran secreto del arte de Cervantes, inimitable conocedor de la vida: pensemos, por ejemplo, en la extraña emoción que nos deja el viaje de don Quijote a la cueva de Montesinos, que tiene tanto de descenso infernal, al estilo de los héroes clásicos, y que está sin embargo puesto en la picota de la burla y de lo imposible; porque a nuestro novelista le agrada jugar con los límites, llevar su ficción hasta los bordes de lo verosímil y de este modo parodiar el mundo, como si la realidad misma fuese ficción.
   Profundicemos entonces en el sentido que tiene la parodia dentro del estilo barroco y en la época de Cervantes. Don Quijote es un hombre que está loco porque reemplaza el mundo real por su fantasía, o en otras palabras, porque quiere imponer su fantasía personal a la fantasía colectiva; vigorosamente, arremete contra todo aquello que se parezca a lo que en sus libros, en su fantasía libresca, se oponía a los personajes admirados. Don Quijote está loco por haber leído demasiado, como lo estaba San Pablo a juicio del gobernador romano en Cesarea, Porcio Festo (Hechos, 26: 24). En todo caso, su confusión entre ficción y verdad no está sola en su época; la acompañan, desde una isla enemiga, la locura fingida de Hamlet y la locura real de Lear; en la propia España, el príncipe Segismundo opinará que la vida es un sueño, en lo que coincide con Próspero, el mago de La tempestad. Es ésta una época conturbada; la Inquisición mantuvo por cinco años en un calabozo a Fray Luis de León, por el delito de traducir poéticamente el Cantar de los Cantares. Antes había quemado vivo a Giordano Bruno por una teoría astronómica, y por la misma causa obligó a Galileo a cometer perjurio. La nueva ciencia física, por su parte, sin que ningún tribunal pudiera impedirlo, empezaba a socavar los cimientos metafísicos del mundo. No en vano se compuso, en fecha próxima a la publicación del primer Quijote, el siguiente soneto, atribuido indistintamente a los hermanos Argensola, Lupercio y Bartolomé:


Yo os quiero confesar, don Juan, primero,
que aquel blanco y color de doña Elvira 
 no tiene de ella más, si bien se mira, 
 que el haberle costado su dinero.

Pero tras esto confesaros quiero
que es tanta la beldad de su mentira 
 que en vano a competir con ella aspira 
 belleza igual de rostro verdadero.

Mas ¿qué mucho que yo perdido ande
por un engaño tal, pues que sabemos 
 que nos engaña así Naturaleza?

Porque este cielo azul que todos vemos

ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande 
 que no sea verdad tanta belleza!


    Este soneto nos presenta a la madre Naturaleza como una mujer que se maquilla y engaña; nos dice que lo natural es artificioso, que la desnudez se enmascara y que la verdad miente; o en todo caso, que verdad y belleza, contra lo que sostenía y amaba el neoplatonismo renacentista, no coinciden. Y si verdad y belleza no coinciden, estará bien que don Quijote ame a una Dulcinea perpetuamente ausente, y que no la reconozca cuando tampoco la vea, aunque finja reconocerla para no reconocer que el mundo se volvió loco.


    Por esos años, la filosofía europea (de la que Pascal, ab uno disce omnes, bien podría ser el símbolo) trataba de acusar, si no de aliviar, el certero golpe que las novedades del cielo, vistas a través del telescopio, le habían dado al universo esférico, concéntrico, aristotélico, panóptico, cerrado y perfecto de la escolástica. El descubrimiento de América, el viaje alrededor del mundo, la aparición de la imprenta, la Reforma Protestante, la Contrarreforma, las guerras de religión y los autos de fe, no eran cuestiones menores. Agreguemos a este panorama general la incipiente pero ya inexorable decadencia española, que cabe entera en estas palabras, desnudas y reveladoras, de una de las últimas cartas de Quevedo: “... que hay muchas cosas que, pareciendo que existen y tienen ser, ya no son nada sino un vocablo y una figura.” En tal contexto, ¿cómo extrañarnos de que el pobre don Quijote, loco por definición, acepte el engaño de su escudero, y se postre ante una fea y mugrienta aldeana para declararle su amor inmarcesible? ¿Acaso fue real alguna vez Dulcinea? ¿Acaso es real el cielo azul que todos vemos? ¿Acaso es cierta la belleza del mundo? ¿No es un sueño la vida, no es una locura, de la que sólo podemos curarnos para morir? Pero en medio de tanta sofistería, el amor verdadero se levanta. Si Dulcinea es imposible, no es imposible Aldonza Lorenzo; tan posible es, que no se puede salvar de las pullas de Sancho Panza. Leamos, si no, aquello que dice don Quijote en el capítulo XXV de la Primera Parte:

—... a lo que yo me sé acordar, Dulcinea no sabe escribir  ni leer, y en toda su vida ha visto letra mía ni carta mía, porque   mis amores y los suyos han sido siempre platónicos, sin  estenderse a más que a un honesto mirar. Y aun esto, tan de   cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce  años que ha que la quiero más que a la lumbre destos ojos que ha de comer la tierra, no la he visto cuatro veces; y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba: tal es el recato y encerramiento con que su padre Lorenzo Corchuelo y su madre Aldonza Nogales la han criado. 
 —¡Ta, ta! —dijo Sancho—. ¿Qué la hija de Lorenzo Corchuelo es la señor Dulcinea del Toboso, llamada por otros nombres Aldonza Lorenzo? 
 —Ésa es —dijo don Quijote—, y es la que merece ser señora de todo el universo. —Bien la conozco —dijo Sancho—, y sé decir que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo. Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante, o por andar, que la tuviere por señora. ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! [...] Ahora digo, señor Caballero de la Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras por ella, sino que con justo título puede desesperarse y ahorcarse; que nadie habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le lleve el diablo...

    Miguel de Unamuno, aquel otro quijote vizcaíno, nos ha hecho ver el fondo de la agonía amorosa del pobre Alonso Quijano, con más los secretos y sutiles vínculos que unían su amor a su apetito de gloria. Nos ha mostrado que precisamente el hecho de ser Aldonza real y posible era la tragedia de aquel tímido incurable, que, incapaz de confesarle sus sentimientos, se volvió loco para ver si así se animaba a encontrarse con ella. Y la vistió de princesa, y la llamó Dulcinea, acaso para volverla imposible y dejarla a salvo de la miseria y la escoria de la realidad, o para volverse imposible y quedar a salvo de la verdad del amor. Del amor, que es suprema felicidad y supremo tormento; que es suprema cordura y suprema locura, porque todos los contrarios le convienen, y en él coinciden y se identifican. Ya había escrito antes Camões:


Amor é um fogo que arde sem se ver;
é ferida que dói e não se sente;
é um contentamento descontente;
é dor que desatina sem doer...

   Y ¿no es esto una locura, a los ojos secos de la razón, a los ojos de mercaderes, sobrinas, venteros, barberos, curas y duques? ¿Cómo extrañarnos de que el enamorado caballero busque compañía entre los pastores, que de algún modo restañaron el tiempo y continúan en la Edad Dorada, y entre los jóvenes, que como sabía Aristóteles, aprecian más la amistad que el dinero, y entre los bandoleros, que como quería Nietzsche, viven peligrosamente? Bien lo había dicho, un siglo antes del Quijote, uno de los maestros de Cervantes, Erasmo de Rotterdam: sólo la locura regocija a los hombres, que sin excepción cultivan su trato y gozan de su beneficio. Y mejor aún lo había dicho San Pablo, quince siglos antes de Erasmo: “a lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios”, y “lo necio de Dios es más sabio que la sabiduría de los hombres”.

    Sin embargo, Cervantes fue lo bastante sabio para poner al lado de su loco a un hombre no menos ingenioso, pero afincado en el suelo de la vida, como que es un hijo del pueblo y se ha ganado siempre el pan con sus manos. Ese hombre, el escudero Sancho Panza, no sólo logra mantener vivo a su amo, sino que dialogando con él, acuciándolo con su sentido común, con su velada sorna y con sus refranes, lo va llevando a descubrirse a sí mismo; es decir, lo ayuda a llegar al fondo del abismo de su maravillosa locura. Gracias a Sancho, Cervantes pudo también desarrollar su magnífico arte del diálogo. Y ese diálogo tiene por tema de fondo la tenaz, la irreductible libertad de la conciencia humana. La fe ciega, el arrebato y el deseo de gloria son las notas dominantes del caballero; las de Sancho son la moderada ambición, la ironía recóndita y la capacidad de comprensión. La última, por supuesto, es la que finalmente sobresale. Recordemos aquel pasaje de la Segunda Parte en que dialogan los dos escuderos, en medio de la noche:

—No hay camino tan llano —replicó Sancho—, que no tenga algún tropezón o barranco; en otras casas cuecen habas, y en la mía, a calderadas; más acompañados y paniaguados debe de tener la locura que la discreción. Mas si es verdad lo que comúnmente se dice, que el tener compañeros en los trabajos suele servir de alivio en ellos, con vuesa merced podré consolarme, pues sirve a otro amo tan tonto como el mío.
—Tonto, pero valiente —respondió el del Bosque—, y más bellaco que tonto y que valiente. 
 —Eso no es el mío —respondió Sancho—; digo que no tiene nada de bellaco, antes tiene un alma como un cántaro; no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna; un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día, y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga.

   He aquí, pues, la profesión de fe de Sancho Panza. Él tiene fe en la ingenua bondad de su amo, lo que es otro modo de decir que le tiene compasión, la compasión del amigo cuerdo por el amigo loco, la compasión de quien ha sentido en sus lomos la triste realidad del mundo, por aquel que vive engañado y feliz de su engaño. Sin embargo, el continuo trajinar por los caminos, el encantamiento de Dulcinea, la morbosa y desalmada ironía de los duques, irán llevando al andante caballero más y más cerca de la cordura. Es fácil ver el momento de crisis, el momento en que él se ve a sí mismo y comprende su situación con toda claridad; es el pasaje famoso del encuentro con las imágenes de los santos, cuando don Quijote, después de nombrarlos a todos y de narrar sus hazañas, dice a quienes las llevan:

—Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo.

“No sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos” dice don Quijote. Triste confesión, que lo deja a un paso de la cordura y de la muerte. Mucho más triste para nosotros, porque esa incertidumbre es la nuestra. Nosotros, a diferencia de los santos, no nos conquistamos el cielo. Nosotros, como el Caballero de la Triste Figura, no sabemos qué cosa ganamos con nuestra brega. Debemos andar y bregar a tientas. Y nuestros guías son ciegos, ciegos que guían a otros ciegos. ¿Cómo podremos encaminar nuestros pasos por mejor camino? El fatal Caballero de la Blanca Luna nos acecha. Vencidos, tendremos que regresar a nuestro lugar, con las armas sobre el rucio, fantasmas del fantasma que éramos, sombras de nuestro sueño inconcluso. El camino que seguimos sólo lleva a la fosa. A esto se reduce, tal vez, nuestra pobre cordura. Pero ¿es cordura la muerte? Oigamos estas conmovidas y conmovedoras voces finales:


—¡Ay! —respondió Sancho llorando—. No se muera v. m., señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado; quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más que v. m. habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser vencedor mañana. 
 —Así es —dijo Sansón—, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad destos casos. 
 —Señores —dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el bueno. Pueda con vs. ms. mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía...

    Voces finales, con las que Cervantes nos deja, como al pasar, algunas más de sus sencillas y profundas lecciones: por ejemplo, la de que las verdades últimas de la condición humana pueden caber en las comunes palabras del hablar cotidiano; que no hay que perder el humor ni aun en las más graves y tristes circunstancias, como no lo pierde el autor, que pone en boca del lloroso Sancho esa sutil ironía sobre los libros de su amo; que hay ciertas cosas que no tienen remedio, y la vida y la muerte están entre ellas.

    No nos asuste llorar con un libro cómico, o supuestamente cómico. No nos asuste si entre las lágrimas se nos desliza una sonrisa. La gracia de este libro es que se parece tanto a la vida, que también la muerte de su héroe nos acongoja; y es porque él está vivo, y porque ha sabido ganarse nuestro corazón. Por eso entendemos tan bien el agregado, inútil en apariencia, que Cervantes hace a la noticia de la muerte de don Quijote. Y no me equivoco cuando digo “Cervantes” y no “el narrador”; porque es el viejo y solitario Cervantes el que escribió —no conironía, no con burla, sino con íntimo y sincero dolor:


En fin, llegó el último de don Quijote, después de recibidos todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Hallóse el  escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don  Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí  se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió.

   La historia del buen Alonso Quijano es la de muchos de nosotros; es la historia de los que, como él, persistimos en el error de creer que en el mundo hay caballeros andantes, princesas encantadas, castillos y cuevas mágicas, endriagos y gigantes, justicia e injusticia, verdad y mentira, honor y dignidad. Y que por creerlo vamos a los golpes, mientras los sensatos, sean venteros o duques, bachilleres o curas, doctores o intendentes, senadores o diputados, saben muy bien que todo se mueve por una cosa que nada tiene que ver con la poesía, ni con la caballería andante, ni con la ética; ellos saben que nosotros, arremetiendo contra los molinos de viento, no lograremos cambiar la realidad de los molinos, sino rompernos la lanza y quizá la crisma. Pero lo que los sensatos no podrán hacer nunca es vivir poéticamente, como vivió don Quijote. Ellos no van por las aventuras, sino por dinero; no quieren deshacer entuertos ni liberar doncellas ni rescatar huérfanos; no quieren servir a su república, sino que quieren dinero. Y el dinero puede comprar obsecuencia, pero no amor; adulación, pero no amistad; poder, pero no grandeza. Miguel de Cervantes vivió y murió pobre; conoció las miserias de la guerra, del destierro y de la cárcel; tuvo que ejercer, para sobrevivir, oficios ingratos; pero el riente tesoro de su espíritu nos enriqueció para siempre. Mientras tanto, la usura destruyó su España, como destruyó nuestra Argentina y como está destruyendo la tierra entera.

    Sabato ha escrito que es misión del gran arte despertar a quien duerme. En todo caso, el Quijote nos despierta de una ilusión demasiado ingenua y finalmente suicida. Nos enseña a ser precavidos, a educar nuestra locura, a convivir con los bachilleres y con los duques y con toda la nutrida calaña de los hombres sensatos, que sólo tienen fe en el papel moneda. Al montar el tablado de la locura, Cervantes desmontó la cordura y mostró de qué miserable sustancia está hecha: la cordura, que no es más que la cara visible, la cara presentable o hipócrita de la insondable locura humana. También se creó a sí mismo. Sin don Quijote, Cervantes no sería Cervantes. Cada uno fue a la vez padre e hijo del otro. Pero si la muerte del ingenioso hidalgo Alonso Quijano el Bueno nos conmueve como la muerte de un amigo, es porque adivinamos que don Quijote es el propio Cervantes. Nada de extraño hay en esto. No habría podido crear un Quijote quien no lo hubiera sido, quien no lo hubiera padecido y admirado en sí mismo. 
    De todas las palabras de Cristo —solía decir Antonio Machado— hay una que las resume todas, y es ésta: “Velad”. Por eso también don Quijote no duerme, como no va a dormir hoy en Concordia, ni dormirá mañana.

Sus arreos son las armas,

su descanso el pelear; 
 su cama son duras peñas, 
su dormir, siempre velar.

   Y en cambio dormirá Sancho. “Duerme tú, Sancho, que naciste para dormir.” Si el bueno del escudero no durmiera esa noche, ¿quién se ocuparía mañana de los prosaicos menesteres cotidianos, sin los cuales no hay caballería andante, porque no hay vida? Sobre su sueño vela el absorto don Quijote, pensando siempre en su Dulcinea ausente, manteniéndola viva en su pensamiento. Porque es digno el descanso de quien con su trabajo lo merece, y no es de este descanso que necesitamos despertar, ni es el motivo del velar quijotesco. Lo que pide vigilia es la duermevela de quienes le tienen miedo al desengaño, de quienes carecen de coraje para mirar la verdad y prefieren seguir comprando la bazofia que otros les venden. Lo que paraliza las fuerzas del espíritu es ese sueño medio despierto de los que están encadenados, mirando atentamente las sombras que otros proyectan sobre el fondo de una caverna (un fondo de pantalla, con destellos azules); ese soñar estéril que prefiere dejarse llevar por imágenes ajenas antes que crear las propias. De ese sueño es del que quisiéramos que don Quijote nos despertara, aunque como él mismo ha dicho, “no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad”. Él es el que vela cuando todos duermen, el que se mantiene despierto en la noche, vigilando el sueño aborregado de un pueblo que no da muchas muestras de querer despertar.

Concordia, 29 de septiembre de 2005 


NOTAS


[1]Entre la noche del 29 de septiembre (día de San Miguel y probable fecha natal de Miguel de Cervantes) y la del 1 de octubre, se hizo en Concordia una lectura pública, continua y completa de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. El “maratón” de lectura, que se llamó “Don Quijote no duerme”, duró 47 horas y fue organizado por un grupo de alumnos y docentes de uno de los dos profesorados de Letras que existen en la ciudad. Participaron 169 lectores voluntarios, de todas las edades, entre los 10 y los 75 años; el Municipio y diversas instituciones brindaron su colaboración. Acompañaron la lectura números teatrales y musicales, una infinidad de dibujos y pinturas y varias aproximaciones ensayísticas, como la presente. El primer capítulo fue leído por el obispo de la diócesis, y el último, por la profesora Celia Moulins, alma mater del proyecto. De los 124 restantes se hicieron cargo todos los que quisieron leer. Sólo hubo una interrupción, entre la primera y la segunda parte de la obra, que se destinó a ensayos y conferencias. Quienes participamos del acto, en la plaza central de Concordia, durante tres noches y dos días, pudimos sentir la mágica irrupción de la poesía en el trivial contexto de la vida real; un río de voces humanas, destinadas a callar un día para siempre, hizo sonar las palabras de Cervantes, y don Quijote volvió a mostrar su noble facha estrafalaria en medio de la plaza ignorante, donde de a ratos se congregaban niños y adolescentes más o menos atentos, y luego gente madura que venía a escuchar, y en la madrugada los pocos fieles que resistían al frío para no perder el hilo de las aventuras. Así volvió a tener voz una de las más altas obras poéticas concebidas por la mente de un hombre; el sonido de los nombres inventados por el viejo soldado de Lepanto, sonando en el aire de la triste ciudad, la transfiguraron durante algunas horas y, como por arte de encantamiento, conciliaron lo que parecía inconciliable. Lo que aquí se lee fue leído como conferencia inaugural. Le siguieron las siguientes palabras: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...

2

POESÍA

Por Héctor Bianciotti

 

El poema de las tres experiencias (1949)

1. Experiencia cósmica


Eran mi edad el día y la experiencia
del ojo y de la mano sobre el lodo,
cuando salí a otear esta existencia
con el afán de adivinarlo todo.


Guardaba prieta y tersa en la mirada
la idea de la rosa que abre o cierra
su círculo de sangre moderada,
oscilante entre el céfiro y la tierra.


Y el deleite del mar que en las barrancas
se resuelve en un temblor de espumas,
y allí copia un murmullo de alas blancas:
Epifanía límpida de plumas.


Ya había cosechado la tristeza
tras los cristales de mi mundo muerto,
cuando vi un raro signo de belleza
en la nave vecina de mi puerto.


La comandaba Él. (Puesto yo a bordo,
sentí que me pesaba su sosiego...).
Alguien dijo su Nombre: Yo fui sordo...—,
y señaló su Rostro: Yo fui ciego...


Y fui un hereje más. Retorné al mundo,
al cuadro gris de proporción corriente,
y seguí por el suelo, vagabundo.
(Tras un velo de sangre iba la mente).


Sujeto en la medida y la presencia,
no intuía la cifra de las cosas.
Cuando avisté al amor dual —sangre y ciencia—
—(flecha de luz que atravesó dos rosas)—


sufrí el afán de condensar su esencia
en un instante con mis brazos fuertes.
Pero vino el vacío de la ausencia,
y el corazón llegó a contar mil muertes.


En libertad ya mis deseos presos,
ordenaron las diástoles fatales
de un borbotón de sangre y estos huesos
en un rito de oscuros arrabales.


(Los muertos de mis venas se dolían
de no encontrarse en el festín nocturno
donde suicidas glóbulos bullían
aguardando su riguroso turno).


Mas, se apagó la rosa de aquel lecho,
y la acritud siguió al triste derroche.
Acunando un vacío sobre el pecho
me fui a mirar el cielo. Fue una noche.


Y cuando alcé los ojos a los astros,
vi cifrarse un extraño magisterio
de altura y de pureza entre sus rastros...
Y adiviné el prestigio del misterio.


2. Experiencia poética


Era la fruición dulce de la rosa
en forma, peso, olor y colorido,
cuando vi con sorpresa luminosa
la visión de mi canto amanecido.


No pude no decir y dije el verbo
de la experiencia que encerró la mano:
lo que era dulce, lo que sentí acerbo,
la medida con un compás humano.


La sombra que vio el ojo, el manifiesto
volumen prieto en sus tres dimensiones.
Lo cercano: esta lágrima, aquel gesto,
y ese latido de dos corazones.


Vi, concebí y dije el pensamiento,
y sobre él la metáfora gloriosa.
Sólo más tarde floreció mi intento
la perfección rotunda de una rosa.


Y fue la imagen, unidad que entraña
en sí la idea y su ilusión extrema.
(Ya acabada sus horas la mañana
y el mediodía alzaba su diadema...).


Así mi anhelo se alejó del suelo,
del volumen, la forma y la presencia
y alzó en la eterna limpidez del cielo
la danza virgen de la inteligencia.


(Danza ideal que en aires de acrobacia
ofrendó en ademán de flor y vuelo
el número perfecto de su gracia,
por la cifra interior de mi desvelo...).


Y huyendo de la tierra que dormía
trazó sobre el espacio su estructura,
—áureo milagro de la artesanía—
con una sola proporción: La altura.


Y hoy sigue en la ascensión del intelecto
la búsqueda del verbo alto y exacto
que llega en la labor por lo perfecto,
o en el azar mental... Arte que, abstracto,


intemporal, de sí mismo consciente,
se cierne sobre el fausto de la historia,
llevando en su extrahumano ser presente,
y en bastarse a sí mismo, toda gloria.


Pero a veces mi verbo dolorido
en obstinada perfección no alcanza
a valorar el tiempo en él vertido...
Y es sobre el ayer de mi esperanza:


Pálida concreción, ilusión trunca,
pese al rigor del tiempo perfectivo;
débil columna que no alcanza nunca
la proporción del sueño primitivo.


Por eso el verbo que logró su intento
de alzar un canto limpio y vertical,
tiende a inclinar un lapso su tormento
en la molicie de la horizontal.


Mas el anhelo puro no transige
y avizora en la noche audibles rastros
de la alta matemática que rige
la danza incognoscible de los astros...


Pues desde el límite del universo
a veces se desprenden los impactos
de una cifra que geometriza el verso
con un rumor de números exactos.


3. Experiencia divina


Cuando bajó la Danza yo ostentaba
el pie enredado al baile de la vida.
Su navidad fue oscura. Sollozaba
en el cielo una estrella dolorida.


Tenía mis ojos vinculados
con música terrestre al cuerpo loco.
Yo era sordo. Mas, ritmos desolados
anunciaron la Danza poco a poco.


Mi canto era de huesos hechos trizas
y de sangre. (¡La Danza era tan rara...!)
y en las manos me ardían las cenizas
que un incendio de rosas germinara.


A su paso de flor y de paloma,
el labio de sorpresa enmudecido,
—en lo precario de su rico idioma—
no pudo pronunciar su alto sentido.


Y la carnal pupila enceguecida,
llena de formas tridimensionales,
pidió línea, color, peso y medida
en sus asombros sobrenaturales.


(Yo era una llama más entre la gente
quemada con los bailes y en el juego
de la sangre. Fue un día. Tristemente...
yo estaba loco, mudo, sordo y ciego).


Y la Danza era el eco en resonancia
de la armonía de la Esencia Trina.
Su música: un silencio en la distancia,
y una sola Palabra alta y divina.


Ah..., la Danza era abstracta, era un reflejo
de Voluntad, de Amor y de Obediencia,
—Padre, Espíritu y Verbo— en un espejo
de oscura luz y de cifrada ciencia.


(Yo no la vi y se fue. Hasta que un día,
cansado de este baile y su diseño
de carnes en tensión y eterna orgía,
sobre el cansancio recliné mi sueño).


Y en medio de la noche, en campo raso,
bajó la Danza y abolió canciones
y bailes... Yo la vi y rocé su paso
con un tumulto de interrogaciones.


Entonces Ella me llevó en su vuelo
a un inmenso desierto enamorado...
Estábamos la Danza, yo y el cielo...
Yo me sentía presantificado.


Allí en la soledad, detrás del mundo,
aprendí de los labios de la herida
—(el cielo estaba azul meditabundo...)—
cómo pulsar la clave de la vida.


Y vi que estaba en el dolor la ciencia
y en el placer una indecible pena.
Así aprendí en la Cruz de la Obediencia
la casta beatitud de la azucena.


(Y arrepentido formulé el reproche
de la carne y su amor en dura prueba;
y borré los conceptos de la noche
con los trazos de luz de un alba nueva).


Forzado por el muro de distancia,
aprendí la oración ilusionada,
cifra, elogio y prístina fragancia
de la altiva razón enamorada.


Y me ajusté yo mismo las cadenas,
y sembré indiferencia entre las cosas,
y gérmenes de lirios en las venas
hasta apagar las llamas de sus rosas.


Y me vestí de blanco en el consuelo
del perdón... ¡Oh, la nueva vestidura
de Gracia que elevó mi carne al cielo,
hasta los pies de la Divina Altura!


¡Oh, alegría del sacro amor vivido
que rebalsando el límite del alma
estremece las fibras del sentido
con la tensión de una indecible calma!).


Y ya olvidada la terrena orilla,
llegué donde terminan las escalas,
a los pórticos puros donde brilla
un alto porvenir de flechas y alas.


Y era el punto —ese espacio— que une el cielo
con la tierra y el tiempo con Dios mismo.
Detrás de mí moría, triste, el suelo,
y a mis ojos se abría un nuevo abismo...


Y adiviné en la luz de aquella hondura
que rebalsaba el sueño y la esperanza,
—indecisa entre abismo ser o altura—
las formas primigenias de la Danza.


(Y... oh, sobre el espacio en que reinaba
la medida infinita de la luz,
como el sacro blasón de Dios se alzaba
la tenuísima sombra de una Cruz...).


Luz de Signo, de Amor y de Obediencia,
—Padre, Espíritu y Verbo— confundidos
en una música de paz y ciencia
con números de amores presentidos.


Entonces intenté ofrendar un canto
pleno de ritmos verificadores,
en que brillasen plenamente el llanto
y el repudio de mis viejos amores...


Quise decir... Mas, no. Todo era vano:
La Luz ya sonreía a mi verdad
de infamia... Entonces le mostré en mi mano
sólo el quebranto de mi indignidad.


La Danza suplió al baile de la vida
ayer, y como ayer, cuando presencio
a su Bondad cerrándome una herida,
doblo la frente y digo mi silencio.

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*


Claridad desierta (1972)

1

Tu sombra barre la luz de nuestras galerías,
desciendes las escalas,
te pierdes para siempre en la penumbra de los corredores
y entras sin una lámpara
en tu noche de carbón apagado.

2

Uno a uno
te despojas de los gestos
como ornamentos, como alhajas
y entras desnuda en el agua del suplicio.
No estoy
—responde el gran silencio cóncavo
dentro de ti.

3

Debajo de la piel
Este silencio
—en el que tú no estás
ni nadie—
como la superficie de un lago
acechando la piedra.

4

Los perros de la luz han devorado
tus follajes de bruma
y estás tendida al aire
en el valle de piedra
oh última del sueño.

5

Los puentes, un paisaje, ciertas calles,
un mueble en una alcoba, un sueño trunco,
esta enumeración, un terciopelo
en un armario de caoba, rostros,
y ahora tú.
(La luz clava su daga en el árbol nocturno,
alguien cierra las puertas de mi infierno apagado).

6

Ahora todo es piedra,
noche anónima,
todo es silencio y unidad ajena.
Las palabras te dejan,
nunca has sido.
Ni siquiera un relieve funerario
dará su pobre desmentido a tu ausencia.

7

Aquí se pierden las huellas del destino,
ya nadie te contempla,
ya estás fuera
—tiniebla para siempre inacabada—.

8

Rodeada de silencio y opacidad
ya toda de la noche
verás tu rostro
un solo instante
y te desvanacerás
los años hechos polvo
para empezar a ser
todo lo oscuro que habitaba en ti
furiosamente.

9

Quédate inmóvil
—arenas implacables castigándote el rostro—
allí donde mis manos te dejaron
una mañana de nubes y extraños pájaros.

10

Abolir el rostro
que te di al mirarte:
sé la otra,
la terrible desconocida sin ojos que te aguarda.

11

Miras tus uñas, sabes
que crecen, si las cortas
no sientes que son una parte de ti; ni tus cabellos.
Acaso palmo a palmo, podrías llegar a desconocerte
enteramente.

12

Incesablemente
descendíamos gradas
y de improviso nos volvimos:
el último rayo de luz moría
tras las murallas.

13

Al final de su vuelo
los pájaros de Persia han desgarrado
la trama de la luz
y moran ciegos en las ramas
de la otra oscuridad.

14

Torres de oro verbal,
estancias de palabras,
muerte de todo fuego.

15

Cómo vivir sin el recuerdo
de tu voz que no fue,
de los jardines que no recorrí,
que nunca fueron.

16

Una puerta a lo lejos
y el vaivén de otra puerta.
La luz tiembla. Ella vuelve:
arrojada de un sueño
vuelve a entrar en el mío.



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2

POESÍA

Por Paulina Vinderman
Hospital de veteranos

1



La ventana del hospital
da a un baldío espeso de pasto y de botellas rotas
(como cicatrices de batallas).
Un sauce milagroso crece en la esquina que
da al cuartel.
Hospital de otro siglo, el dolor que me ata
a la silla despintada también es de otro siglo.
Las enfermeras corren con los orinales
por corredores hundidos y no reparan en él.
No estoy acá para curar mi vieja herida ni mi insomnio.
Soy hija, se supone que las hijas tienen salud.



En plena noche los azulejos blancos destilan
una luz primitiva. Puedo seguir un camino entre las
camas sin titubear.
Esa es mi luna, también la que imagino
sobre las botellas como un spot.
Comprendo su soledad (sin hermanos)
en medio del cielo.
Comprendo las mareas, comprendo a la locura
como un exceso de blanco.

He sido amada (no comprendida),
he sido aquel perro solitario de mi primer poema,
que atravesó la calle para ser mi amigo.
“¿Podríamos jugar mañana, cerca del sauce?”



El amanecer está en un punto muerto,
suspendido por una memoria que semeja un barco
sin mascarón de proa.



(Igual que mi vida).



2



En estos días nunca despierto del todo,
me siento en el borde del sueño
a punto de caer de bruces, y me dedico a
espiar el cuento en su final.
Hay una tormenta en la cabeza calva
sobre la almohada
y un patio desnudo en la mía.
La noche fue un pizarrón
donde escribí mi piedad más ordenada,
la más benigna.



Ojalá nevara.


El ruido de los jarros de aluminio
con el té con leche, es mi llamado en la
mañana, aclara mi mente tímida, mi
grave respiración.
El día es opulento,
lleno de manchas en el piso,
estoy atrapando el adiós:
el ojo de mi “halcón de vida”,
“no por su ojo sino por su alegría”
piso la nieve que cae, en otro lugar.



3



El gato asoma por detrás de la tapia
entre los vidrios rotos.
Se eleva sobre la marejada de la memoria,
girando en el oscuro verano, cortando
los tallos que me sujetan a la tierra.
Sé que mi tibieza no le es suficiente, hay
demasiado miedo en nuestros pelajes revueltos.
Y en nuestro esfuerzo por vivir, no
queda tiempo para lunaciones.
Sólo una mirada celebratoria, un enlace
sin traducción bajo una luz perfecta.
Los vidrios parecen hierbas a la distancia
y el raído saco de hilo que me cubre,
azúcar sucia.
Nos iremos de inmediato a nuestros asuntos
por detrás de la vida,
como si ella fuera la tapia, o un telón suntuoso
(tierra de nadie entre bastidores).



4



A golpes de estrellas, a golpes de luna,
¿cuánto hace que parezco un castor,
manteniéndome a flote en los rápidos del río?
Soy el guardián de mi padre, el guardián
del lenguaje, títulos nobiliarios sacudidos
por el temporal.
El amor es un objeto antiguo, valiosísimo,
encerrado en un museo babilónico, expuesto
a la artillería del invasor.
Bajo mis dedos crecen metáforas como hongos.
Días vacíos, quemados por un viento dorado.

Detrás del cielo azul pastel, habita una negrura
de cuervo.
Pobre cuervo, alisando sus plumas sobre
el alambrado; él, como el castor, bebe de este mundo
el agua posible.



5



Pongo un vaso y una flor
en la mesita atestada junto a su cama,
pero él no los mira.
En realidad lo hago para mí.
La vida todavía debe ser para mí,
el viento que insiste en abrir la ventana
aún puede dejar un poema en la escudilla.
La crueldad de haber arrancado la flor
a su madre planta, para mi egoísmo?
verla morir en un escenario sórdido?
es un anzuelo limpio (carece de rencor.)



Del otro lado, la bolsa de sangre lanza
destellos azules, mal copiados, de mi flor.
Para avisarme que ella es la vida por ahora:
una paciencia de color azul.



(La lluvia que veo caer sobre los tubos
de oxígeno en el patio, también es para mí.)



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2

POESÍA

Por Enrique Parma
Brooklyn Bridge

Prepara tus ojos para el Brooklyn Bridge,
despéjalos de historias.
Que ellas duerman profundas en el East River
mientras caminas sobre el puente soñado.
Que sus cables de acero te sugieran
una nave sin prisa
anclada en la noche de verano.
Mira como la ciudad eclipsa la luna
y piensa en los sueños de los demás
que duermen y se elevan como el tuyo.
Respira con tranquilo respeto,
será tu parte en el trato,
para que esa primera vez te bese
como un golpe del cielo.

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*


Imagen

Te he visto como entre las velas de un barco
agitadas por el viento.
Y sobre las ventanas oscuras del metro.
Sé que tu mirada es inexorable.
Ya casi no recuerdas al chico de historietas
que se dejaba embarcar
donde su ángel guardián le proponía.
Tu expresión es más triste.
Cuando observas tus manos
piensas en las de tu madre,
a quien seguramente has perdido.
Te agobian ciertos ritmos,
te pesan como el hierro ciertos lugares.
El tiempo no ha dorado tu frente.
Digamos, para seguir con los metales,
que sabes que el amor es de mercurio
y ahuecas tus manos
como tu madre te enseñó de niño
para jugar con esas gotas brillantes.



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*


Fotografías

La inclinación de la tarde,
y cierta disposición de nuestros cuerpos,
ternura en la voz, ángulos de la mirada.
Los viejos muebles y sus espejos
o un latido profundo
nos convocaron
y abrimos los cajones de las fotografías
por última vez.
Ubicamos algunos patios y jardines.
Tu memoria precisa
identificó parientes en veranos remotos.
Mujeres de sonrisa brillante
recuperaron sus nombres pasados de moda.
El gesto poderoso
de evocar fantasmas en el papel.
Quedaron incógnitas.
Ejercitamos nuestro viejo juego.
A cada luz correspondió una zona de sombras.



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*


Dos mujeres

Dos mujeres que la penumbra acerca.
Lazos de sangre, historias de familia.
En la quietud lejana de una tarde
veo sus ceremonias y sus artes.
Brilla en las tazas el té, la vieja sala,
algún espejo repite los perfiles.
Con su habitual cadencia las palabras
tejen la trama habitual y nadie ignora
límites, ni cortesía, ni tabúes.
En ese juego feliz sin vencedores
surgen paisajes, colores, desventuras,
aires de mar desmienten la clausura,
y recreado en esa tibia bruma
un eco nos alcanza y continúa.



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*


Tus pies

Cuánto tiempo pasará hasta que vuelva a ver tus pies
así como ahora,
como una lejana región de tu cuerpo conquistada,
incorporada sin piedad,
bienvenida como el agua o la mañana.



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*


Venecia


Venecia devuelve las ciudades perdidas.
La penumbra que descuida las líneas,
cambia campos en patios,
y en desvanes oscuros palacios.
En sus canales es fácil recuperar los rostros,
antiguos amores,
las voces de las madres.
Las redes nunca vuelven vacías de Venecia.
El oro y las especias
cedieron su lugar a los recuerdos
que esperan como el ámbar.


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4

LA TRADUCCIÓN POÉTICA

Por Alfonso Berardinelli
(traducción de Pablo Anadón)
La arcaica modernidad de Schiller
—Traducción de Pablo Anadón—


La fama del discurso schilleriano Sobre la poesía ingenua y sentimental realmente no es inmerecida. Publicado entre 1795 y 1796 en la revista Die Horen, que él mismo dirigía, sintetiza en un esquema elemental, pero de gran sugerencia, la hipótesis crítica que influiría en mayor medida en la subsiguiente teoría romántica de la literatura. Por esto, aunque en una forma que podría sonar arcaica, en esas páginas ya está escrito el destino ideológico de la entonces futura poesía moderna. Una poesía que no domina sino que persigue su propia esencia, en contradicción consigo misma y con el propio tiempo, vinculada indisolublemente a la conciencia infeliz de una humanidad que sabe que no puede escapar a la lógica de la Historia.
    Schiller se halla motivado en este ensayo (verdadero prototipo de la crítica militante moderna) por un intento de autodefinición y de polémica. La lectura de la Crítica del juicio de Kant, la amistad y el intenso intercambio intelectual con Goethe, son los presupuestos del discurso. En su ardua y desventajosa confrontación con el amigo Goethe, maestro y antagonista, Schiller trata de establecer la propia identidad, de dar una imagen eficaz y perspicaz de la propia vocación. Si las Cartas sobre la educación estética del hombre desarrollan de manera teóricamente acuciante y sistemática el nexo entre belleza y verdad, entre dimensión estética y dimensión moral, el ensayo Sobre la poesía ingenua y sentimental gira en torno de dos temas diferentes, a veces complementarios y a veces distintos: la confrontación (más indirecta que explícita) entre la propia poesía y la goetheana, y el problema de la modernidad en la poesía.
    La tesis de Schiller es conocida. Si lo ingenuo es naturaleza, lo sentimental aspira a la naturaleza: una naturaleza perdida que debía ser reconquistada y que mientras tanto es perseguida en la investigación y en la nostalgia. La poesía antigua era naturaleza ingenua, sensualidad satisfecha, forma e imagen enteramente presentes a sí mismas. La poesía moderna es autoconciencia, nostalgia, distancia, reflexión sentimental y aspiración a lo infinito. Y si Goethe es el genio pleno y solar que posee todavía en sí, como los griegos, las potencias de la naturaleza, el sentido vivo de la necesidad y del presente (pero esta imagen luego es articulada hasta su inversión), Schiller es en cambio el genio de la inquietud y de la revuelta, de la libertad y de la historia: en su obra poética no se expresa la pacificación del dominio de sí y de una relación armónica con el mundo, sino la tensión ética y especulativa hacia una meta ideal proyectada en el futuro. La presencia o la ausencia de la naturaleza en la historia, y la relación entre necesidad y libertad obsesionan a Schiller:

En todas partes los poetas son, por definición, los custodios
de la naturaleza. Donde ya no pueden serlo del todo y advierten
en sí mismos la influencia destructiva de formas arbitrarias
y artificiales, o bien han tenido que combatirlas, aparecerán
como testigos y vindicadores de la naturaleza. O
serán naturaleza, o buscarán la naturaleza perdida. De aquí
surgen dos poéticas completamente diferentes, que cubren y
agotan el entero campo de la poesía. Todos los poetas, que
son realmente tales, pertenecerán, de acuerdo con la época
en la cual florezcan, o de acuerdo con la influencia que circunstancias
casuales ejerzan sobre su instrucción general o
sobre su estado de ánimo transitorio, o a los ingenuos o a los
sentimentales.

    Pero en el ensayo de Schiller no hay esto solo. Resumirlo haciendo más rígida la posición inicial del problema es poco menos que malentenderlo. En realidad, la posición de Schiller es más matizada, incierta y problemática. Los desarrollos secundarios de la argumentación, y sobre todo algunas conclusiones, iluminan de manera diversa todo el diseño del discurso. Las mismas ideas de ingenuo y sentimental son menos claras y distintas de lo que parecen.
    Lo ingenuo, por ejemplo, considerado como sensibilidad, no es total y ciega coincidencia con la naturaleza, sino más bien complacencia en la naturaleza, y contiene por lo tanto un elemento reflejo. No es infancia real, es infancia reencontrada. Y por otra parte, la verdadera poesía, el genio poético auténtico, no puede sino ser ingenuo. El poeta sentimental, entonces, si es verdadero poeta, al menos en la medida en que lo es, vuelve a ser justamente por eso ingenuo. Su búsqueda de la naturaleza es premiada por la poesía. Todo poema es, en efecto, realización, no puede quedar en aspiración, y al menos en las leyes de su necesidad formal tenemos que la naturaleza vuelve a estar presente. Tampoco los antiguos pueden ser clasificados en su totalidad como poetas ingenuos. Muchos de ellos son poetas sentimentales (los griegos a partir de Eurípides, los latinos con Virgilio), mientras que no son pocos o secundarios los poetas de la Europa moderna que Schiller define como ingenuos. Más aún, uno de los puntos notables del discurso schilleriano es cuando se afirma que precisamente los máximos autores de la literatura europea —de los cuales con posterioridad se extraerá la poética romántica— son considerados poetas ingenuos: Dante, Shakespeare, Cervantes, Sterne.
    Una vez más el lector queda desconcertado. La guía conceptual que Schiller había proporcionado con un arte del contraste tan decidido y brillante, cuando se lo aplica a los autores parece hecho más para confundir que para aclarar las cosas. En algunos casos la tipología schilleriana presenta un carácter estático, apriorístico. En otros, el tipo ingenuo y el tipo sentimental se muestran como una simple distinción histórica (y entonces el contraste entre antiguos y modernos sustituye el contraste entre arquetipos).
   En realidad, y más sustancialmente, las dos categorías adquieren un carácter dinámico y dialéctico, que presupone una progresión evolutiva desde lo ingenuo a lo sentimental, desde lo inmediato a lo reflejo, y anuncia la superación de la dicotomía bajo el signo de la preeminencia histórica de lo sentimental —o, como se precisa en las últimas frases de la argumentación, de un tertium ideal, por el momento inalcanzable (“Tenemos que admitir, en fin, que ni el carácter ingenuo ni el sentimental, considerados por separado, consuman plenamente el ideal de humanidad bella que puede brotar sólo de la íntima unión de ambos”).
   Así, la descripción de los dos tipos, la elemental radicalidad del contraste, pierde su nitidez. Y el ensayo asume, como ha sido observado por Peter Szondi, un sesgo de work in progress gnoseológico, que agrega a la claridad icástica y polémica de la confrontación entre dos modos de ser, dos épocas, dos tipos psicológicos y dos estilos, el atractivo de una apertura problemática que roza lo irresoluble y lo laberíntico. La teoría de los géneros literarios, en fin, es sustraída por Schiller a toda rigidez preceptista y clasificatoria, y se vincula con el concepto de genio, con la psicología, la ética y la filosofía de la historia.

    Es gracias a esta corrección, a esta superación de las categorías kantianas, que Schiller anticipa la reflexión de sus continuadores no kantianos: los Schlegel, Hölderlin, Hegel. Lo sentimental, que en un primer momento es presentado como lo contrario de lo ingenuo, tiende cada vez más a mostrarse como una anticipación de aquella Aufhebung futura que se realizará con una tercera categoría, la categoría sintética de lo ideal. Al mismo Goethe le es arrancado el privilegio de la ingenuidad, y se declara sentimental, es decir reflejo, su consciente esfuerzo racional de reconquistar Grecia.
   Además, como ocurrirá cabalmente en la Estética hegeliana, la reflexión teórica sobre el arte pasa ya con Schiller de un nivel sistemático a otro histórico-sistemático. Historia y sistema se compenetran. Y lo sentimental se presenta como la categoría estética que define lo moderno. Lo sentimental es, entonces la poética de la conciencia histórica del presente como nostalgia e indagación del pasado (la antigüedad de Winckelmann, la naturaleza de Rousseau), que se resuelve en un impulso moral y racional hacia el futuro. Como la naturaleza no puede volverse accesible más que a través de la autorreflexión de la cultura, así la ingenuidad es posible en la época moderna sólo pasando por el pensamiento, el arte y la autorreflexión del sujeto.
    Adoptando la fórmula de Peter Szondi, se podrá por lo tanto decir que “lo ingenuo es lo sentimental”. Si por un lado la investigación moderna de lo ingenuo no puede sino ser sentimental, en cuanto búsqueda y no posesión, por el otro todo auténtico genio poético, en cuanto genio —y entonces aunque sea moderno y estilísticamente sentimental—, pertenece a lo ingenuo. A una prioridad cualitativa de lo ingenuo se contrapone una prioridad histórica y ética de lo sentimental. Entre estas dos afirmaciones complementarias y contradictorias está encerrada toda la problematicidad conceptual del escrito schilleriano. Luego, “poniendo lo sentimental como la reconquista de lo ingenuo con los condicionamientos de su alteridad, la reflexión”, “son superadas asimismo la estética funcional de Kant y del iluminismo, y la problemática personal de la rivalidad con Goethe.” 1
    El problema de la modernidad poética es, desde Schiller en adelante, el problema de la conciencia histórica y de la unidad de crítica e inspiración. La unidad originaria (ingenua) quebrantada no puede ser recompuesta inmediatamente, ni siquiera con la fuerza de la creación artística. Esta misma fuerza lleva los signos de la fractura y de la pérdida. El creador moderno persigue infinitamente una integridad que ha sido perdida en todo el universo social, y que también para él será inaccesible hasta que la humanidad entera no se haya reapropiado de ella. En Schiller, la estética estrecha así un pacto definitivo con la ética y con una filosofía de la historia fundada en los principios de libertad y razón. Almas del movimiento histórico, libertad y razón también son momentos a través de los cuales la naturaleza podrá nuevamente ser alcanzada en un largo, fatigoso, heroico proceso.
   La dilatación historicista, idealista, humanista, que la poesía y la figura del poeta sufren en Schiller, por un lado contrapone su pensamiento a la estética moderna del artificio, de la bizarría, del sueño, de la magia técnica y del arte por el arte (los malentendidos son posibles, si bien no muy fundados), pero por otro lado lo coloca como el fundamento de ese imponente edificio de pensamiento dentro del cual ha nacido el espíritu de la vanguardia. ¿Qué es lo sentimental si no el antepasado humanista y progresista de todas las poéticas que han declarado la obligatoriedad o la fatalidad, para el escritor moderno, del nexo entre invención formal y conciencia histórica? (Pero con Baudelaire y Rimbaud lo “absolutamente moderno” se separa de la idea de una historia universal progresiva. La imagen de la liberación relampaguea en ellos destructivamente, y la promesa de felicidad se despide de la historia, opone al tiempo histórico el espacio antihistórico de la videncia).
   La fuerza específica de la poesía sentimental está, según Schiller, en la prioridad del pensamiento sobre la emoción y sobre la representación. Sensación, emoción y facultad mimética enceguecen al poeta frente al problema de la propia época y lo exponen al riesgo cada vez más amenazante de la vulgaridad naturalista, que se limita a reproducir un mundo degradado. En el poeta sentimental, en cambio, el objeto y la emoción están mediatizados por la idea, no valen por sí mismos, les falta autonomía. “El poeta sentimental, entonces, se encuentra siempre ligado a dos ideas y sentimientos contrastantes, con la realidad como confín y con su idea como infinito, y el sentimiento mixto que él suscita siempre testimoniará esta doble fuente”.
   La convicción de que, a partir de un cierto momento de la historia, ya no es posible la creación sin la autoconciencia histórica (y que el proceso mismo de la creación debe contener en su interior un principio reflexivo que media entre historia y lenguaje), ha caracterizado a muchos autores de la literatura moderna, sobre todo en el siglo XX. En este sentido podemos decir que todo lo moderno está signado por la conexión trascendental de arte e historia.
   La conciencia del poeta moderno es, para usar los términos de Schiller, compresencia, separación y tensión no resuelta de “objeto” e “idea”. ¿Quién podría negar que los mayores ejemplos de literatura contemporánea tienden hacia las formas que Schiller indica como típicas de lo sentimental, es decir, la Sátira, la Elegía y el Idilio? Bajo el signo de la disonancia, de la ausencia o de la proyección visionaria, la poesía moderna, a pesar de los proyectos activistas de las vanguardias organizadas, ha representado la imposibilidad de salir de la necesidad histórica por la vía estética: de esta realidad histórica ha registrado la estructura lacerada entre elementos estéticamente inconciliables. Como Walter Benjamin lo entendió en los años Treinta, la estetización de la praxis, o una praxis estetizante, no podían ser remedios reales para esta situación: la falsa realización de la utopía que proporcionaban era sólo un narcótico al servicio de la conservación o de la reacción.

   A través del concepto de poesía sentimental, lo que le interesa a Schiller es poner en relación el espíritu del artista con el espíritu de la Historia Universal. Así el poeta podrá contribuir, incluso con perfecta autonomía con respecto de la praxis (véanse las Cartas sobre la educación estética del hombre), a hacer posible la lucha por la realización de una esencia humana alienada de la historia, y que sólo a través de la historia puede ser reconquistada en el futuro.
  Lo que vuelve unitaria a la historia, lo que, sustrayéndola a una condición fragmentaria, disorgánica y discontinua, la restituye a una dimensión de totalidad, es justamente la conciencia filosófica y moral de los contemporáneos.
  “Nuestra historia universal —escribe Schiller— no sería nunca pues sino una yuxtaposición de fragmentos, que no merecería el nombre de ciencia. Aquí llega la ayuda de la comprensión filosófica, la cual, relacionando esos fragmentos con nexos artificiales, hace de la yuxtaposición un sistema y un todo racionalmente coordinado”. Por esto el hombre “extrae esa armonía de sí mismo y la trasiega afuera, al orden de las cosas, es decir, pone un fin racional al proceder del mundo y un principio teleológico a la historia universal”. Se trata de una visión de la historia unitaria y de sentido único, optimista y progresista, que culmina en la triunfal autoconciencia que el presente debe tener de sí mismo: “Todas las épocas precedentes —sin saberlo y sin ponérselo como fin— se han esforzado por generar nuestro siglo humano”.
   Con Schiller, pues, el arte se conquista un puesto nuevo y central en la estructura del espíritu y en el desenvolvimiento de la historia humana. Gracias al arte y a la belleza, la libertad, en sí misma abstracta, se vuelve perceptible. En la concepción schilleriana, el arte media entre la razón pura y la razón práctica, entre la verdad y la libertad. La función central que ocupa según Schiller la educación estética, deriva del hecho de que las obras de arte y de poesía permiten al hombre tomar conciencia, percibir y contemplar la entera gama de las propias facultades y posibilidades. Con la estética de Schiller estamos por lo tanto en el centro de la conexión entre arte, filosofía e historia: antes de que la dialéctica de la modernidad diera lugar, con el fin del siglo XIX, a lo que Herbert Marcuse definirá como una deformación de la actitud estética “en la atmósfera irreal de los museos y de la bohème”.

   Hoy el arte ha entrado en una dimensión social y política aun diferente. El decaimiento del sentido del pasado y del futuro hace nacer pequeños delirios acerca de la realizabilidad presente de la utopía lúdica schilleriana. Nuestra incapacidad de hacernos una idea de la historia hace emerger de nuevo la idea de que la historia ha terminado. Y la alianza entre el “queremos todo” de la nueva middle class y la reducción sin residuos del arte a juego, a un propio juego, alimenta el nuevo conservadurismo y la nueva apología de lo existente con los restos de una cultura crítica y alternativa ya inerte y puramente retórica. Las actuales tendencias a la disolución de la autonomía estética por vía estética no hacen más que preparar el terreno a una estetización o espectacularización de la política tal como no se veía desde los años Treinta, con el nacimiento de los regímenes autoritarios de masa. La victoria de la imaginación es sólo aparente. O mejor: la imaginación se pone al servicio de quien ya ha triunfado, y más que actuar el juego como “libertad de los fines”, finaliza lo estético a lo político. Sobre este tipo de asociación entre arte y política Schiller ya se había pronunciado: “tanto hombres singulares como pueblos enteros, que ayuden a la realidad mediante la apariencia estética o a la apariencia estética mediante la realidad (las dos cosas van a menudo juntas), demuestran al mismo tiempo su vulgaridad moral y su impotencia estética”.

   La situación actual es entonces todavía iluminada, al menos en parte, por una confrontación con las teorías de Schiller. En un ensayo reciente Jürgen Habermas ha reivindicado con vivacidad polémica la relación, problemática pero real, que nos vincula todavía con el proyecto iluminista de una sociedad justa, racional y libre.2 La estética de Schiller es la forma más completa y coherente de reflexión sobre la relación entre literatura y antropología histórica que hemos heredado del clasicismo alemán de fines del siglo XVIII.
   Muchas dificultades actuales de la reflexión sobre la literatura y sobre el arte nacen precisamente de nuestras relaciones ambiguas (entre creer y no creer) con el iluminismo y la tradición moderna. Ya no logramos ni relegar del todo la poesía a un ámbito de perfecta autonomía estética, indiferente a la historia, ni a encontrar un vínculo creíble y dinámico entre poesía e historia, bajo el signo de la utopía y del progreso. La actual “irrelevancia histórica” de la poesía puede ser una categoría polémica y provisoria: pero nos vuelve clara esta dificultad. Desde Kant y Schiller, hasta Breton y Marcuse, se ha desarrollado una vicisitud que ha dado en los años ’60 sus últimos resplandores y que hoy ya está concluida. Nos encontramos en un momento de negaciones. Y quizá de nuevas posibilidades. Pero, ¿quién estaría en grado de sostener de modo convincente una eficacia iluminístico-pedagógica de la poesía? ¿Quién hablaría aún de esto como del lugar en el cual se reflejan las laceraciones radicales de la época? ¿Quién afirmaría la existencia de un nexo inmanente, si bien paradojal, entre poesía y utopía, entre la autonomía de la forma estética y una promesa históricamente fundada de felicidad y de libertad?
   El subjetivismo de masa, la “democratización” del arte, la “creatividad” difundida (hasta las escuelas de creative writing), si han propuesto un nuevo, inédito problema social de la poesía, también han privado a ésta de su objetividad, de su alteridad y distancia crítica y utópica con respecto de lo existente. Schiller puede ser considerado entonces actual sólo por su inactualidad. Los presupuestos conceptuales de su discurso sobre la poesía son inutilizables, si los tomamos al pie de la letra. La lectura de los clásicos puede ser considerada muy a menudo, hoy, más “creativa” que la escritura de obras nuevas. Ella requiere, en efecto, de una capacidad de atención y de imaginación que es cada vez más difícil de encontrar entre los escritores. Escribe y lee poesía sólo quien está en grado de distinguir y conectar idea y cosa, cotidianidad e historia, tiempo lineal y tiempo circular. Pero una humanidad que ha demolido y consumido sus ideas, tanto de Naturaleza cuanto de Razón, amonesta Schiller, es una humanidad sin leyes: presa tan sólo de sus propias fantasmagorías.

(De Alfonso Berardinelli, La poesia verso la prosa. Controversie
sulla lirica moderna, Bollati Boringhieri, Turín, 1994)

NOTAS

[1] SZONDI, Peter: L’ingenuo è il sentimentale (1973), en Poetica dell’idealismo tedesco, Einaudi, Turín, 1974, pág. 80. [2] Cfr. HABERMAS, Jürgen: “Moderno, Postmoderno e Neoconservatorismo”, en Alfabeta, 22, marzo 1981, págs. 15-17.




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4

LA TRADUCCIÓN POÉTICA

Por Martín Zubiría
Dos poemas filosóficos de Schiller:

"La fiesta eleusina" 
y "Las antigüedades en París"

“La fiesta eleusina” apareció en el Almanaque de las Musas del año 1799 bajo el título de “Canción de los ciudadanos” (“Bürgerlied”). Los elementos míticos proceden de las fábulas n° 147 y 154 de la colección de Higino, un autor griego del que apenas si se sabe que vivió antes del siglo III d.C. y cuya obra pasa por ser, como la célebre Biblioteca de Apolodoro, uno de los mejores manuales mitográficos que nos ha legado la Antigüedad.
    Según las enseñanzas históricas, Eleusis, en el Ática, era el lugar más importante del culto tributado a la diosa griega Deméter (lat. Ceres). Los llamados “grandes misterios” eran celebrados anualmente durante nueve días en el mes de Setiembre, el mes de la siembra. Para participar de ellos y festejar así el encuentro de Deméter con su hija Perséfona, 1 se realizaba desde Atenas, distante poco más de veinte kilómetros, una procesión solemne hasta Eleusis. Se sabe que la participación del culto secreto de los misterios estaba supeditada a una “iniciación” y a la aceptación posterior del neófito por parte del círculo de los iniciados. Estos podían contemplar la acción ritual e incluso a la misma diosa, por lo que recibían el nombre de “epoptas” (“videntes”), pero pesaba sobre ellos una severa ley de silencio. El participar de los misterios era considerado un acto de purificación moral que les prometía a los “videntes” una vida dichosa en el más allá. Este culto, de una antigüedad poco menos que mítica, gozó siempre de un altísimo prestigio en Atenas y se penaba con los delitos más duros toda falta contra el mismo.
    Acerca del sentido general del poema, Guillermo de Humboldt, en su ensayo titulado “Sobre Schiller y el curso de su desarrollo espiritual”, cuya versión castellana hemos publicado en otro lugar, 2 dice lo siguiente: “Una idea de la que Schiller se ocupaba gustosamente y en particular era la de la formación del hombre natural en toda su rudeza, como él lo suponía, mediante el arte, antes de que pudiese ser entregado por la razón en manos de la cultura. Ha desarrollado esa idea numerosas veces, tanto en prosa como poéticamente. 3 También los comienzos mismos de la civilización, el tránsito de la vida nómade a la agraria, la alianza digna de fe fundada, como tan bellamente lo dice, con la tierra piadosa y maternal, eran temas predilectos de su fantasía. Lo que la mitología le ofrecía al respecto, lo hacía suyo con avidez; sin apartarse en nada de la estela dejada por la fábula, dio forma a Deméter, la figura principal dentro de este ámbito, al aunar en el pecho de la diosa sentimientos humanos y divinos para hacer de ella un personaje tan maravilloso como profundamente conmovedor. Un plan favorito, abrigado por Schiller durante largo tiempo, fue el de tratar épicamente el comienzo de la cultura en el Ática, por obra de las inmigraciones foráneas. La ‘Fiesta eleusina’ ocupó el lugar de ese plan, que no llegó a desarrollarse.” 4
    El hecho de que el poema tenga por tema el tránsito de la barbarie a la cultura justifica a los ojos del propio Schiller la denominación de “filosófico”, sin que por ello deba entendérselo como una suerte de “filosofía en verso”. Él nunca quiso hacer algo semejante y es por eso que también designaba este género de poemas con el título menos “escolar” de “lírica de pensamiento” (Gedankenlyrik).
   Desde el punto de vista formal, el poema consta de veintisiete octavas u octavillas agudas. Una clase de estrofa integrada, en este caso, por versos plurimétricos: eneasílabos, decasílabos y endecasílabos. En cuanto a la rima, lo habitual es que el poeta, tratándose siempre de la octava, la disponga según su gusto, de donde resulta un gran número de variantes “que tienen por característica común las terminaciones agudas en las rimas del cuarto y octavo versos. Un corte del sentido que, por lo general, se presenta después del cuarto verso, divide la estrofa en dos semiestrofas simétricas.” 5 En el poema de Schiller, estas semiestrofas son, por lo que atañe a la rima, unidades independientes.
    Si nuestra traducción ha renunciado a la rima, mantiene la estructura estrófica del original y, en la mayor parte de los casos, la misma disposición sintáctica de los miembros de la oración. Hemos observado, en efecto, que, de un modo completamente injustificado, según nuestro parecer, algunos traductores de este género de poesía adoptan el criterio escolar de hacer comenzar las oraciones por el sujeto, con la pérdida consiguiente del efecto “artístico” buscado por el autor, que evita ex profeso, como ocurre en el caso de Schiller, los usos normales de la prosa.
    Ello es que, además de la fidelidad estrófica y sintáctica, nuestra traducción se presenta en forma rítmica, porque ha sido forjada, como verá el atento lector, en eneasílabos que alternan con dodecasílabos y hexasílabos. Dado que los acentos de estos tres versos caen de manera regular en las mismas sílabas: la segunda, la quinta y la octava (esto último no vale, claro está, en el caso del hexasílabo), el valernos de ellos nos ha permitido mantener en nuestra versión, de principio a cabo, la unidad rítmica del poema. A pesar de nuestro propósito general de salvar no sólo el sentido, sino hasta “la letra” de Schiller, en la medida en que lo permita la idiosincracia de nuestra lengua, el “suave yugo” del ritmo nos ha obligado a sustituir, en un par de ocasiones, los nombres latinos de los dioses griegos, usados por el poeta, por su equivalente griego.
   El breve poema “Las Antigüedades en París”, dos sextillas octosilábicas cuyos versos tercero y sexto son agudos, se publicó por primera vez en 1803 y se refiere a los actos de rapiña bélica cometidos en Roma el año 1797 por las fuerzas napoleónicas, que se apoderaron de obras artísticas de la Antigüedad Clásica como parte de su botín. En la segunda estrofa se alude al mito de Pigmalión.
    La traducción que aquí ofrecemos ha sido hecha en endecasílabos blancos.
   Este poema integra, como el de “La fiesta eleusina”, el apartado de los “Poemas filosóficos” en la edición G. Fricke y G. Göpfert, 6 sobre la que descansa nuestra versión.

El Challao, Mendoza, 16 de agosto de 2005

NOTAS


1 No creemos necesario, porque el poema no se ocupa de él, detenernos en esta brevísima nota preliminar en la narración mítica propiamente dicha, que el curioso lector podrá encontrar en una buena enciclopedia. El mismo Schiller se ocupó del tema del rapto de Perséfona por parte de Hades y del dolor de Deméter en otro de sus poemas "filosóficos": "El lamento de Ceres" ("Die Klage des Ceres"), escrito un par de años antes que éste que ahora traducimos. 2 Johann Wolfgang VON GOETHE, Wilhelm VON HUMBOLDT, Jakob BURCKHARDT, Escritos sobre Schiller seguidos de una Breve Antología Lírica. Selección, traducción, introducción y notas de Martín ZUBIRÍA, Madrid, Hiperión, 2004. 3 Por ejemplo en las Cartas sobre la educación estética del hombre y en su magno poema doctrinal titulado "Los artistas". 4 Cf. nota 2, pág. 51 s. 5 R. Baehr, Manual de versificación española, trad. y adapt. de K. Wagner y F. López Estrada, Madrid, Gredos, 1973, pág. 291. 6 Schiller, Sämtliche Werke, Auf Grund der Originaldrucke hrsg. von Gerhard Fricke u. Herbert G. Göpfert in Verbind. mit Herbert Stubenrauch, 5 Bde., 8. Aufl., Munich 1987; vol. 1: Gedichte /Dramen I.

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Friedrich Schiller

La Fiesta Eleusina

*

Las antigüedades en París

——

Das Eleusische Fest

*

Die antiken zu Paris

Versiones de Martín Zubiría

Das Eleusische Fest


Windet zum Kranze die goldenen Ähren,
Flechtet auch blaue Cyanen hinein!
Freude soll jedes Auge verklären,
Denn die Königin ziehet ein,
Die Bezähmerin wilder Sitten,
Die den Menschen zum Menschen gesellt
Und in friedliche, feste Hütten
Wandelte das bewegliche Zelt.


Scheu in des Gebirges Klüften
Barg der Troglodyte sich,
Der Nomade ließ die Triften
Wüste liegen, wo er strich,
Mit dem Wurfspieß, mit dem Bogen
Schritt der Jäger durch das Land,
Weh dem Fremdling, den die Wogen
Warfen an den Unglücksstrand!


Und auf ihrem Pfad begrüßte,
Irrend nach des Kindes Spur,
Ceres die verlaßne Küste,
Ach, da grünte keine Flur!
Daß sie hier vertraulich weile,
Ist kein Obdach ihr gewährt;
Keines Tempels heitre Säule
Zeuget, daß man Götter ehrt.


Keine Frucht der süßen Ähren
Lädt zum reinen Mahl sie ein,
Nur auf gräßlichen Altären
Dorret menschliches Gebein.
Ja, so weit sie wandernd kreiste,
Fand sie Elend überall,
Und in ihrem großen Geiste
Jammert sie des Menschen Fall.


“Find’ ich so den Menschen wieder,
Dem wir unser Bild geliehn,
Dessen schöngestalte Glieder
Droben im Olympus blühn?
Gaben wir ihm zum Besitze
Nicht der Erde Götterschooß,
Und auf seinem Königssitze
Schweift er elend, heimatlos?


Fühlt kein Gott mit ihm Erbarmen?
Keiner auf der Sel’gen Chor
Hebet ihn mit Wunderarmen
Aus der tiefen Schmach empor?
In des Himmels sel’gen Höhen
Rühret sie nicht fremder Schmerz,
Doch der Menschheit Angst und Wehen
Fühlet mein gequältes Herz.


Daß der Mensch zum Menschen werde,
Stift’ er einen ew’gen Bund
Gläubig mit der frommen Erde,
Seinem mütterlichen Grund,
Ehre das Gesetz der Zeiten
Und der Monde heil’gen Gang,
Welche still gemessen schreiten
Im melodischen Gesang.”


Und den Nebel teilt sie leise,
Der den Blicken sie verhüllt,
Plötzlich in der Wilden Kreise
Steht sie da, ein Götterbild.
Schwelgend bei dem Siegesmahle
Findet sie die rohe Schar,
Und die blutgefüllte Schale
Bringt man ihr zum Opfer dar.


Aber schaudernd, mit Entsetzen
Wendet sie sich weg und spricht:
“Blut’ge Tigermahle netzen
Eines Gottes Lippen nicht.
Reine Opfer will er haben,
Früchte, die der Herbst beschert,
Mit des Feldes frommen Gaben
Wird der Heilige verehrt.”


Und sie nimmt die Wucht des Speeres
Aus des Jägers rauher Hand,
Mit dem Schaft des Mordgewehres
Furchet sie den leichten Sand,
Nimmt von ihres Kranzes Spitze
Einen Kern, mit Kraft gefüllt,
Senkt ihn in die zarte Ritze,
Und der Trieb des Keimes schwillt.


Und mit grünen Halmen schmücket
Sich der Bogen alsobald,
Und so weit das Auge blicket,
Wogt es wie ein goldner Wald.
Lächelnd segnet sie die Erde,
Flicht der ersten Garbe Bund,
Wählt den Feldstein sich zum Herde,
Und es spricht der Göttin Mund:


“Vater Zeus, der über alle
Götter herrscht in Äthers Höhn,
Daß dies Opfer dir gefalle,
Laß ein Zeichen jetzt geschehn!
Und dem unglücksel’gen Volke,
Das dich, Hoher, noch nicht nennt,
Nimm hinweg des Auges Wolke,
Daß es seinen Gott erkennt!”


Und es hört der Schwester Flehen
Zeus auf seinem hohen Sitz,
Donnernd aus den blauen Höhen
Wirft er den gezackten Blitz.
Prasselnd fängt es an zu lohen,
Hebt sich wirbelnd vom Altar,
Und darüber schwebt in hohen
Kreisen sein geschwinder Aar.


Und gerührt zu der Herrscherin Füßen
Stürzt sich der Menge freudig Gewühl,
Und die rohen Seelen zerfließen
In der Menschlichkeit erstem Gefühl,
Werfen von sich die blutigen Wehre,
Öffnen den düstergebundenen Sinn
Und empfangen die göttliche Lehre
Aus dem Munde der Königin.


Und von ihren Thronen steigen
Alle Himmlischen herab,
Themis selber führt den Reigen,
Und mit dem gerechten Stab
Mißt sie Jedem seine Rechte,
Setzet selbst der Grenzen Stein,
Und des Styx verborgne Mächte
Ladet sie zu Zeugen ein.


Und es kommt der Gott der Esse,
Zeus’ erfindungsreicher Sohn,
Bildner künstlicher Gefäße,
Hochgelehrt in Erz und Thon.
Und er lehrt die Kunst der Zange
Und der Blasebälge Zug,
Unter seines Hammers Zwange
Bildet sich zuerst der Pflug.


Und Minerva, hoch vor allen
Ragend mit gewicht’gem Speer,
Läßt die Stimme mächtig schallen
Und gebeut dem Götterheer.
Feste Mauern will sie gründen,
Jedem Schutz und Schirm zu sein,
Die zerstreute Welt zu binden
In vertraulichem Verein.


Und sie lenkt die Herrscherschritte
Durch des Feldes weiten Plan,
Und an ihres Fußes Tritte
Heftet sich der Grenzgott an,
Messend führet sie die Kette
Um des Hügels grünen Saum,
Auch des wilden Stromes Bette
Schließt sie in den heil’gen Raum.


Alle Nymphen, Oreaden,
Die der schnellen Artemis
Folgen auf des Berges Pfaden,
Schwingend ihren Jägerspieß,
Alle kommen, alle legen
Hände an, der Jubel schallt,
Und von ihrer Äxte Schlägen
Krachend stürzt der Fichtenwald.


Auch aus seiner grünen Welle
Steigt der schilfbekränzte Gott,
Wälzt den schweren Floß zur Stelle
Auf der Göttin Machtgebot,
Und die leichtgeschürzten Stunden
Fliegen ans Geschäft, gewandt,
Und die rauhen Stämme runden
Zierlich sich in ihrer Hand.


Auch den Meergott sieht man eilen,
Rasch mit des Tridentes Stoß
Bricht er die granitnen Säulen
Aus dem Erdgerippe los,
Schwingt sie in gewalt’gen Händen
Hoch, wie einen leichten Ball,
Und mit Hermes, dem Behenden,
Thürmet er der Mauern Wall.


Aber aus den goldnen Saiten
Lockt Apoll die Harmonie
Und das holde Maß der Zeiten
Und die Macht der Melodie.
Mit neunstimmigem Gesange
Fallen die Camönen ein;
Leise nach des Liedes Klange
Füget sich der Stein zum Stein.


Und der Tore weite Flügel
Setzet mit erfahrner Hand
Cybele und fügt die Riegel
Und der Schlösser festes Band.
Schnell durch rasche Götterhände
Ist der Wunderbau vollbracht,
Und der Tempel heitre Wände
Glänzen schon in Festespracht.


Und mit einem Kranz von Myrten
Naht die Götterkönigin,
Und sie führt den schönsten Hirten
Zu der schönsten Hirtin hin.
Venus mit dem goldnen Knaben
Schmücket selbst das erste Paar,
Alle Götter bringen Gaben
Segnend den Vermählten dar.


Und die neuen Bürger ziehen,
Von der Götter sel’gem Chor
Eingeführt, mit Harmonien
In das gastlich offne Thor,
Und das Priesteramt verwaltet
Ceres am Altar des Zeus,
Segnend ihre Hand gefaltet,
Spricht sie zu des Volkes Kreis:


“Freiheit liebt das Tier der Wüste,
Frei im Äther herrscht der Gott,
Ihrer Brust gewalt’ge Lüste
Zähmet das Naturgebot;
Doch der Mensch, in ihrer Mitte,
Soll sich an den Menschen reihn,
Und allein durch seine Sitte
Kann er frei und mächtig sein.”


Windet zum Kranze die goldenen Ähren,
Flechtet auch blaue Cyanen hinein!
Freude soll jedes Auge verklären,
Denn die Königin ziehet ein,
Die uns die süße Heimath gegeben,
Die den Menschen zum Menschen gesellt.
Unser Gesang soll sie festlich erheben,
Die beglückende Mutter der Welt!


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La Fiesta Eleusina


Tejed en guirnalda las áureas espigas,
y azules centauras en ellas trenzad,
en toda mirada que brille alegría,
pues llega la reina, 1
aquélla que amansa los usos salvajes,
que el hombre a los hombres allega,
y en fijos albergues en paz afianzados
el toldo errabundo logró transformar.


Huraño, del monte en la honda quebrada,
oculto vivía el feroz troglodita,
el nómade yermos dejaba
pasturas y vegas por donde pasaba,
armado del arco y los dardos,
corría el cazador por los campos;
y ¡ay! forastero, si acaso las olas,
de la desventura a la playa te echaron.


Y así saludó en su camino,
buscando errabunda, de su hija la huella,
Deméter, la costa desierta.
Mas, ¡ah!, no verdecen allí los eriales,
y para poder detenerse confiada
asilo ninguno se ofrece,
ni gratas columnas de un templo
señal de que se honra a los dioses.


No hay fruto ninguno de dulces espigas
que al ágape puro la invite,
en aras horrendas tan sólo
humanas ofrendas se queman.
Y cuanto más lejos marchó, peregrina,
miseria encontró por doquier,
y al ver la caída del hombre
gimió desgarrada en su gran corazón.


“¿Al hombre así encuentro otra vez,
a quien nuestra imagen prestamos,
aquella de miembros hermosos
que allá en el Olimpo florecen?
¿No fue que le dimos por suya
la tierra, el seno divino,
y mísero yerra
sin patria en su reino?


¿No hay dios que piedad con él tenga,
ninguno del coro dichoso
con brazos que son un milagro
de tanta ignominia lo alza?
Del cielo en sublimes alturas
ajeno dolor no los toca,
mas penas y angustias del hombre
a mí el corazón me traspasan.


A fin de que el hombre un hombre se vuelva, 2
eterna una alianza sancione
leal con la tierra inocente,
su suelo materno,
que honre la ley de los tiempos
y el sacro marchar de las lunas
que avanzan calladas con pasos medidos
siguiendo un melódico canto.”


Y aparta ella suave la niebla
que así a las miradas la oculta;
de pronto en el corro salvaje
se yergue la imagen del dios.
Del triunfo al festín entregada
la bárbara horda la encuentra
y llena de sangre
le brindan la copa en ofrenda.


Mas ella de horror y de espanto
se aparta diciendo:
“Banquetes sangrientos de tigres
no mojan los labios de un dios.
Ofrendas más puras él quiere,
los frutos que obsequia el otoño,
con dones del campo, inocentes,
el santo es honrado.”


Y toma la espada robusta
de la áspera mano de aquel cazador;
del arma mortal con el pomo
va arando en la arena liviana,
desprende de su alta corona
un grano colmado de fuerza,
lo hunde en el surco delgado
y el brote en el germen asoma.


Y pronto los tallos el suelo
de verde engalanan,
y cuanto se extiende la vista
un bosque dorado parece que ondea.
Sonriendo la tierra bendice,
un haz, el primero, ella anuda,
se escoge por lar una piedra del campo
y abre la diosa sus labios:


“¡Zeus padre que a todos los dioses
en lo alto del éter gobiernas!
si grata te es esta ofrenda,
¡que un signo suceda ahora mismo!
Y al pueblo que aquí, desdichado,
a ti, oh Supremo, aún no te nombra,
aparta la nube que cubre sus ojos,
¡que así, a su dios reconozca!”


Y escucha el rogar de la hermana
sentado el gran Zeus en su alto sitial,
tronando en azules alturas
arroja su rayo dentado.
Comienza a llamear crepitando,
del ara se alza entre giros
y encima con círculos amplios
su águila rauda se cierne.


Y así, conmovida a los pies de la diosa,
dichosa se arroja de aquellos la turba,
y, toscas, las almas se ablandan
en un sentimiento, del hombre el primero;
arrojan las armas sangrientas,
desatan la mente sombría,
y acogen divina doctrina
oyendo la voz de la reina.


Y dejan sus tronos los seres
celestes y todos descienden,
la marcha en persona abre Temis,
y con el bastón justiciero
asigna a éste y a aquél sus derechos,
coloca ella misma la piedra lindera
y como testigos
invoca a las fuerzas que oculta la Estigia. 3


Y llega ya el dios de la fragua, 4
de Zeus aquel hijo inventor,
maestro en artísticos vasos,
perito en el bronce y la arcilla,
y el arte él enseña de usar las tenazas
y el aire que soplan los fuelles
y bajo el violento martillo
primero el arado se forja.


Y Palas erguida entre todos
la lanza robusta blandiendo,
emite su voz poderosa
y manda en la tropa divina.
Fundar quiere firmes murallas
que sean de todos amparo,
y el mundo disperso reunirlo
confiado en un círculo íntimo.


Y guía los pasos augustos
del campo en la vasta extensión
y en pos de sus pasos
va Término, el dios;
midiendo, el cordón ahora tiende
en torno al verdoso confín de aquel monte
y el lecho también de impetuosa corriente
encierra en el sacro recinto.


Las ninfas y oréades todas
que van tras la rápida Ártemis
por sendas de montes bravíos
blandiendo el venablo montero,
alléganse todas, y todas
se afanan, y el júbilo suena,
y al golpe eficaz de sus hachas
crujiendo el pinar se desploma.


También de sus ondas verdosas
asciende de juncos el dios coronado,
empuja hasta el sitio la balsa pesada,
que así lo ha ordenado la diosa,
y sueltas de ropas las horas
ligeras se dan al quehacer
y pronto en sus manos se tuercen
graciosas las ásperas varas.


Y pronto aparece el señor de los mares, 5
al súbito golpe que da su tridente
arranca las pétreas columnas
que guarda la tierra en su entraña.
Sus manos potentes las alzan
lo mismo que un leve balón
y junto con Hermes, el hábil,
remata por fin la muralla. 6


Mas ya con el áureo cordaje
Apolo atrae la armonía,
y el dulce compás de los tiempos,
amén de tu vasto poder, Melodía.
Son nueve las voces del canto
que hacen vibrar las Camenas, 7
y al son de ese himno, en silencio,
la piedra a la piedra se junta.


Y pone las hojas del vasto portal
con mano maestra
Cibele 8 y ajusta los goznes
y el perno del firme cerrojo.
Divinas las rápidas manos
muy pronto acabaron la obra asombrosa,
y claros del templo los muros
ya brillan con pompa festiva.


Con una corona de mirto
avanza la diosa y la reina;
conduce a un pastor, el más bello,
hacia una pastora, también la más bella;
la misma Afrodita y su tierno rapaz 9
a esta primera pareja engalana,
los dioses trayendo sus dones
a los desposados bendicen.


Y llegan los nuevos vecinos
que el coro dichoso de dioses
precede, al son de armonías
cruzando el abierto portal generoso,
y oficia de gran sacerdote,
de Zeus ante el ara, Deméter,
juntando sus manos bendice
y al pueblo reunido así habla:


“Se goza en ser libre la fiera en la estepa
y libre el dios solo en el éter impera,
los goces vehementes que abrigan sus pechos
modere Natura con firme mandato.
El hombre entre ambos empero
unirse a los hombres precisa,
y sólo su norma moral
hacerlo podrá grande y libre.”


Tejed en guirnalda las áureas espigas,
y azules centauras en ellas trenzad,
en toda mirada que brille alegría,
pues llega la reina,
la misma que, dulce, una patria nos diera,
aquélla que el hombre a los hombres allega,
festivo la honre también nuestro canto
a ella, del mundo la madre dichosa.

NOTAS


1 La reina es la diosa Deméter (lat. Ceres), la "madre tierra", una de las más veneradas de todas las divinidades griegas, protectora de la fertilidad y del crecimiento y, en particular, de los trabajos agrícolas y de los cereales. Entre las grandes diosas representaba el aspecto de la condición maternal y por ello la honraban ante todo las mujeres. En el tiempo otoñal de la siembra se la celebraba en toda Grecia con las "tesmoforias", una fiesta de la que los hombres estaban excluidos. 2 Este verso enuncia un pensamiento fundamental de toda sabiduría, esto es, de todo saber acerca del destino del hombre: el hecho de que éste está llamado a diferenciarse respecto de sí mismo, de que su "salvación" consiste en abandonar el estado de la vida inmediata en que siempre y desde luego se halla, en favor de otro, el de la vida propiamente humana, que sólo se alcanza, para decirlo con una justa expresión de Max Scheler, al precio del "martirio escultórico de sí mismo". 3 I.e., los dioses del mundo subterráneo. 4 Hefesto 5 Poseidón. 6 Según Homero (cf. Ilíada, VII, 452s.; XXI, 446s.) Poseidón construyó (junto con Apolo) las murallas de Troya. 7 Según la mitología romana, las Camenas eran, como las ninfas griegas, divinidades protectoras de las fuentes. Desde los tiempos de Livio Andrónico (s. III a.C.) se las identifica con las Musas. 8 Divinidad de origen frigio que no es difícil identificar con la Deméter de los griegos. Schiller apela a un rasgo poco conocido de la misma: su condición de fundadora de ciudades. "Cibeles", se dice entre nosotros y también en España, pero la "s" es incorrecta y el nombre debería acentuarse como palabra esdrújula: Cíbele (cf. J. VICUÑA y L. SANZ de ALMARZA, Diccionario de los nombres propios griegos debidamente acentuados en español, Madrid, Ediciones Clásicas, 1998, ad voc.); mantenemos aquí la forma grave por razones rítmicas. 9 El nombre griego de la diosa, de cuyos amores con Ares nació el "tierno rapaz" (Eros = Cupido), nos permite mantener el ritmo del verso.
Die antiken zu Paris

Was der Griechen Kunst erschaffen,
Mag der Franke mit den Waffen
     Führen nach der Seine Strand.
Und in prangenden Museen
Zeig er seine Siegstrophäen
    Dem erstaunten Vaterland!


Ewig werden sie ihm schweigen,
Nie von den Gestellen steigen
     In des Lebens frischen Reihn.
Der allein besitzt die Musen,
Der sie trägt im warmen Busen,
   Dem Vandalen sind sie Stein.


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Las antigüedades en París

Lo hallado por el arte de los Griegos
bien puede ahora el Franco con sus armas
llevarlo hasta las márgenes del Sena,
y con ostentación en los museos
que muestre de la guerra sus trofeos
ante el asombro inmenso de la patria.


Han de callar por siempre para él,
jamás han de bajar de los estantes
al animado corro de la vida.
De las Musas es dueño sólo aquél
que en su ardoroso pecho las posee.
Para el vándalo son tan sólo piedra.
5

PIEDRA DE TOQUE

Por Nicolás Magaril
Presencia de Paul Valéry

Paul Valéry, Diálogo del Árbol
Ediciones del Copista, Col. “Fénix”, Córdoba, 2005
Traducción, prólogo y notas de Rodolfo Alonso


I. Datos: Valéry en la Argentina

Algunos años antes de proclamarlo símbolo disidente del pensamiento en una era “bajamente romántica” (melancólica modernidad en la cual se despachaban parejamente psicoanálisis, surrealismo, materialismo dialéctico y nazismo), Borges 1 se ocupó de Paul Valéry en las crónicas de El Hogar: le dedicó una biografía sintética en 1937 y una reseña (o refutación) al volumen original que registra el curso de Poética que ofreciera en el Colegio de Francia en 1938. Irónicas y reticentes, esas páginas dicen menos del autor de El cementerio marino que de su propia pericia estilística y su universo de preferencias y rechazos. Juan José Saer revisó puntualmente esta cuestión en “Borges francófobo” 2. Lo cierto es que inauguran en la Argentina, junto con una nota temprana de Victoria Ocampo en Sur (1934), el interés por un escritor que a mediados de los Cincuenta alcanzará, dada la singularidad de su obra, un grado apreciable de difusión y reconocimiento; que declina en decenios sucesivos, desplazado por la presencia teórica, política y académica de otras corrientes.
   Hasta 1940, sin embargo, no fue sino un grupo más o menos reducido el que estaba al tanto de la imprevisible producción intelectual de Valéry. Cabe suponer que aquel insigne silencio que duró veinte años aún irradiaba su intriga en ciertos cenáculos atentos a la novedades europeas. Un silencio distinto del de otros escritores; no sabía esencialmente concluida o frustrada su obra: la estaba preparando. Nunca, en realidad, dejó de hacerlo. Solamente, y según confiesa, a instancias de terceros, se fueron imprimiendo los subproductos derivados de un método de composición y meditación virtualmente infinito. Como sea, en 1940 Losada publica bajo el título Política del espíritu, con prólogo oportuno de Guillermo de Torre, la primera traducción al castellano de una selección de ensayos de Varieté 3 y, unos pocos meses después, los diálogos El alma y la danza y Eupalinos el Arquitecto. De aquel año data asimismo la intención de publicar Miradas al mundo actual, que debió ser postergada por suficientes razones (la Guerra y el fallecimiento del autor) hasta 1954, año en que el mencionado sello inicia su segunda serie de traducciones. Le siguieron: La idea fija (1954), Mi fausto (1956) y Variedad I y II (1956). Entre una y otra edición el interés fue creciendo, tal como indica el número homenaje de la revista Sur.
    El caso mas significativo de la recepción valeriana en la Argentina es indudablemente el de Carlos Mastronardi. Ya en los Cuadernos de 1930 encontramos referencias que serían desarrolladas largamente, en consonancia con su propia situación de escritor, y resueltas al cabo en el ensayo Valéry o la infinitud del método (Raigal, 1955): una joya extraviada en la historia de las ideas estéticas; acaso el eslabón que nos permite remontar, desde una producción vernácula, la gran tradición moderna del poeta-crítico, hasta Poe.
   En la entraña del “costoso y franciscano empeño” de Valéry, observó Mastronardi, “alientan muchas virtudes educativas: por eso es bueno celebrarlo en América”. Cincuenta años después, Rodolfo Alonso vuelve a recomendar “para nuestro propio país” aquellas virtudes, “la resonancia cultural (...) de su actitud y de su obra”. La reciente traducción de Diálogo del Árbol, que completa la trilogía de diálogos lírico-filosófico neoclásicos (editados conjuntamente por primera vez en 1944), se inscribe en aquella continuidad menguante, pero que despunta eventualmente hasta la actualidad 4.
II. Motivos: la Danza, la Arquitectura y el Árbol
Sócrates y Fedro observan la declinación de un banquete. El médico Erixímaco, empachado después de la vianda y precisando de repente “cosas serias y enteramente espirituales”, reconoce al maestro y se acerca. Es bien recibido. La filosófica mansedumbre los gana de inmediato. Meditan, discurren. Como conviene al festín que se celebra más allá, se interesan por la digestión. Luego en las medicinas del cuerpo y del alma. Irrumpen las bailarinas y, entre ellas, la reina, la “suma danzante Actité”. Asisten a la función y deslizan algún comentario picante. Sócrates pregunta qué es la danza: ...el acto puro de las metamorfosis...el fuego inminente que se reemplaza a sí mismo...el instante que engendra la forma y viceversa... La mayéutica localiza la verdad del objeto o su contorno pero los hechos hablan mejor que el hombre: Actité comienza a girar y girar. Los tres amigos se sorprenden. Ella no deja de girar con velocidad sobre sí misma, y ya casi “inmóvil en el propio centro”, cae desvanecida. No ha muerto. Se incorpora. Sócrates le pregunta “¿de dónde vuelves?” y Actité responde: “Estaba en ti, oh movimiento, más allá de todas las cosas”.
    De nuevo, Sócrates y Fedro: son espectros eternos en un “imperio transparente”. Sócrates se ha apartado. Alcibíades, Zenón, Menexeno y Lisis preguntan por él. Ha buscado en soledad el non plus ultra de su dominio, la ribera del río del tiempo, donde las cosas humanas y las formas naturales “se mueven según la franca celeridad de su esencia”. Lo acucia un pensamiento, que habrá de seguir indefectiblemente hasta su término, pues la reflexión es en los muertos indivisible: “Está la verdad frente a nosotros, y ya nada comprendemos”. Así lo encuentra Fedro. Juntos recuerdan, ay, haber departido en el templo de Artemis, junto al altar de Bóreas. Fedro conoció en vida a quien fuera su constructor: Eupalinos de Megara. La doctrina y los preceptos del Arquitecto interesan a Sócrates y animan una refinada dialéctica sobre la utilidad, la duración y la belleza de la forma erguida, en el límite del tiempo.
    El diálogo platónico (no su filosofía) le permite a Valéry recrear la velocidad y la dinámica ideal del pensamiento. La Antigüedad como tono propicio, cierta lírica morosidad en la exposición, equidistante del amaneramiento y la aridez conceptual. La memoria de Grecia es un filtro que devuelve otra modalidad al lenguaje y sus combinaciones: solidaridad en la duda y sabiduría en la respuesta. El alma y la danza y Eupalinos desarrollan aquella escena capital de la Historia que imaginó Borges en uno de sus últimos textos, titulado En el principio: dos griegos están conversando, conviene, dice, que no sepamos nunca sus nombres, no pretenden polemizar, ganar o persuadir. Están de acuerdo en una sola cosa: “saben que la discusión es el no imposible camino para llegar a una verdad” 5. Acaso el diálogo sea una de las formas más altas de la honestidad, el autor desdobla y cede su voz, tampoco pretende polemizar o persuadir sino expresar la mutua solicitud de las ideas.

    Como “fantasía en forma de diálogo pastoral”, definió Valéry su Diálogo del Árbol. Si los recién esbozados guardan una ascendencia platónica, éste se inscribe en la huella bucólica de Virgilio. De nuevo, la forma antigua adecuada a las solicitudes de una reflexión presente, pero permanente por obra de ese reflujo: en el vaivén neoclásico se juega su encanto. La concepción valeriana de “clasicismo” resuena en esta opción estética: las convenciones del arte, la nitidez de su estructura, suponen una reorganización lúcida de los medios de expresión y proceden de un sutil entendimiento de las condiciones del goce intelectual sin mezcla 6. En La Idea fija, el diálogo contemporáneo de Valéry, los interlocutores son ocurrentes, polemizan, acaso piensan en ganar o en perder, el diálogo es ágil y entrecortado, sagaz, irónico, interesante. Valéry se sustrae de malentendidos y atribuciones mecánicas; sabe sortear su propia teoría y procura faltar donde esperábamos encontrarlo.
   Lucrecio encuentra al pastor Titiro a la sombra de un haya, tentando con su flauta la figura musical de la brisa, la forma fugitiva, la idea del Árbol y el instante. Desde el inicio queda establecida la doble dimensión del intercambio, el doble dominio fluctuante de la percepción, las posibilidades de corresponderse la mente y la materia. Titiro es la sensualidad y el asombro, la intuición y el canto, la recreación del enigma. Lucrecio es la reducción del enigma, la abstracción, la suficiencia de la razón y el discurso. Ambos se escuchan con admiración y deleite, también con recelo: cada uno es la fracción inexplorada del otro. Las cosas y la naturaleza de las cosas, las metamorfosis y la división analítica, la experiencia y el juicio, la inspiración y el método, la Fábula y la Idea. Titiro es la comprobación física de lo real en su manifestación inmediata, “la corteza del mundo”, la “vida humilde y quieta”; Lucrecio concibe allí “un extraño anhelo de trama universal”.
   Se entienden. El diálogo encuentra su cauce y celebra los puntos de reunión sin cancelar la diferencia. ¿Qué sabes tú de esa haya?, pregunta Titiro. Entonces Lucrecio hace su elogio del árbol, remonta la forma visible hacia las “fuerzas en bruto”, la “poderosa madera”, “el agua de la tierra espesa y maternal”, las “potencias de una extraña voluntad subterránea”. Mientras escucha, Titiro sueña en el Amor: la palabra de Lucrecio ha tocado ese punto común, esa zona de entendimiento, el “nudo profundo del ser, donde lo uno reside y de allí irradia en nosotros, y alumbra al entero universo con un mismo pensar, el tesoro secreto de sus similitudes”. Árbol y Amor se corresponden, a la manera de Baudelaire. De la misma manera, hacia el final del coloquio, la fábula del Árbol Infinito relatada por Titiro alienta en Lucrecio el deseo de cantar, una nueva embriaguez; el pastor deja al filósofo en ese estado admirable: “tú mismo te vuelves un árbol de palabras”, dice, y le recomienda cuidarse del frío, que rápido se acerca...
   A lo largo del encuentro se miden, distinguen y reconcilian las mitades enemigas. Pero si bien ambos personajes proyectan una visión definida del mundo, no son encarnaciones alegóricas: Titiro revela al cabo un amplio escepticismo, una comprensión instintiva del carácter maleable y relativo de la verdad, de las deficiencias congénitas de todo lenguaje, de la diferencia entre lo real y la realidad, esta última siempre infinitamente más rica, pues comprende “la cantidad de engaños, de cuentos, de mitos y de creencias pueriles que necesariamente el espíritu humano produce”. “Vas lejos para ser un pastor”, tiene que reconocer Lucrecio.
   En fin, se trata de una dualidad epistemológica establecida en el fundamento de nuestra cultura, pero también una metáfora de la poesía y las divergencias que atraviesan el pensamiento estético del siglo XX: fiesta y derrota del intelecto, resumió Hugo Friedrich, pero enfatizando aquí la conjunción copulativa, no la disyunción.

   Pensando vagamente en un poeta “a lo Paul Valéry”, Juan de Mairena comentaba a sus alumnos que algún día “estarán frente a frente poeta y filósofo —nunca hostiles— trabajando cada uno en lo que el otro deja”.

Nicolás Magaril
5

PIEDRA DE TOQUE

Por Rogelio Demarchi
Leer y escribir sin reverencias


Juan José Hernández, Escritos irreberentes,
Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2003


La anécdota ha sido narrada en las más diversas circunstancias por Juan José Hernández: daba una conferencia sobre Leopoldo Lugones y una señora sintió que ofendía la memoria y la obra del poeta con sus opiniones. “Usted es un irreverente”, le dijo. En su respuesta, Hernández negó tamaño predicado y se justificó apelando a su “ser lector”. Aquel duelo verbal es el sustrato del título del libro que reúne sus ensayos: Escritos irreberentes sostiene así la irreverencia de aquel lector hasta en la subversión que propone de la ortografía como un primer gesto harto simbólico.
   Segundo gesto: en estas páginas, no hay espacio para la veneración ni siquiera, y fundamentalmente, del propio Hernández. Si bien fueron publicados a lo largo de años en diferentes medios, los artículos carecen de un ancla temporal explícita que permita fechar su producción (las excepciones son los leídos en dos conferencias, una de 1973 y la otra de 1993, lo que demuestra indirectamente que abarcan un extenso periodo); y el conjunto no incluye un prólogo que dé cuenta de las intenciones del autor al reunirlos ni si ha operado una suerte de selección que produjera algún descarte.
   De modo que la estética, la ética y hasta la política que regulan la escritura de estos textos deberá extraerse de la lectura porque no hay declaración de principios, lo que constituye un tercer gesto: librado a su propia suerte, el lector queda en idéntica situación de potencial irreverencia.
  Cuarto gesto: Hernández entiende que no es “estrictamente un crítico literario” y que sus opiniones “estarán impregnadas de apreciaciones personales y anecdóticas”. No se trata de falsa modestia, sino de un escritor cuyo saber no está institucionalizado y que no quiere ser confundido con los académicos de la literatura, a quienes les reclama que reconozcan que “hasta las verdades científicas expresadas en lenguaje matemático necesitan de la aprobación del poder para subsistir”.
   ¿Cómo lee Hernández? Con la convicción de que no hay lectura que sea posible sin establecer relaciones con otros textos y discursos, a saber: el marco sociohistórico en que se produjo lo que leemos, o sea que si leemos bajo otras coordenadas históricas éstas también determinan nuestra lectura; la ideología del autor, su trayectoria, su lugar de producción, etc.; y la literatura, entendida como institución (sus tradiciones y su historia, las teorías y las críticas literarias) y como biblioteca (las lecturas que afirman, en tanto práctica, al lector empírico).
   Toda lectura es, a un mismo tiempo, estética y política, y aquí de lo que se trata es de escribir (y describir) la serie que la hace posible. Una opinión de Octavio Paz sobre Borges dispara un recorrido por su obra para encontrar huellas de su admiración por el guerrero y el pendenciero. El planteo deriva en una serie estética en la que ingresan Lugones, Evaristo Carriego y Federico García Lorca. Paralelamente, se configura una serie política donde el nombre de Lugones se reitera: en 1938, a propósito del suicidio de Lugones, Borges sostuvo la necesidad de relativizar su ideología para que se destacara más su obra poética; como una manera de oponerse a semejante relativismo, pero sin abusar del ejemplo, Hernández recuerda que en 1976 Borges visitó el Chile del dictador Pinochet y alabó el método de limpieza implementado por el genocida...
   Dos novelas —Las ratas, de José Bianco, y Pretérito perfecto, de Hugo Foguet— y su participación en una mesa redonda —“El cuento y la realidad”— le permiten formular las relaciones que se tejen en la narrativa moderna entre realidad y ficción. La ficción es definida poéticamente como una mentira creadora, una mentira que no miente sino que constituye una última resistencia a aceptar la realidad exterior; resistencia creativa, entonces, en la que puede germinar la posibilidad de cambiarle la significación a eso que se rechaza; resistencia, en última instancia, que coloca al escritor en una posición política tajante respecto de la literatura tanto como de la sociedad: porque “de mi imaginación provienen los contenidos que impiden que un cuento sea la copia anodina, mecánica y naturalista de la realidad” y porque “un novelista no puede permanecer al margen de la realidad, por abrumadora que ésta sea”.
   La mayor cantidad de páginas del libro está dedicada a un conjunto de poetas: San Juan de la Cruz, Juan Liscano, Antonio Botto, Paul Verlaine, Rubén Darío, Silvina Ocampo, Pablo Neruda, Enrique Molina, Alejandra Pizarnik, el grupo de La Carpa y Lugones. Esta extensa serie no expresa ninguna tendencia dominante ni es arbitraria; podría decirse que le es útil para definir el elemento que Hernández considera central, tanto de la lectura como de la escritura: el erotismo; entendido como un “espacio verbal” donde el escritor evoca goces reales o imaginados y el lector tiene la posibilidad de experimentar un “contagio sensual”, el erotismo convierte a la experiencia poética en una ceremonia y quienes en ella se encuentran, se disponen a compartir un conocimiento involucrándose sensorialmente... Y eso los hace compañeros.
   Esta es la utopía que construye Hernández desde su irreverencia: escritor y lector configuran una pareja erotizada por la palabra y la mirada; si lo que se lee se escribe en el cuerpo, escribir es desear el cuerpo de otro.
Rogelio Demarchi



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PIEDRA DE TOQUE

Por Antonio Requeni
Una poesía honda y transparente

Alejandro Bekes, El hombre ausente
Ediciones del Copista, Col. "Fénix", Córdoba, 2004

En nuestro ambiente literario, donde abundan los falsos prestigios, el "amiguismo" y el "ninguneo", es muy grato encontrarse con un poeta que, al margen de camarillas y ajeno a toda estrategia promocional, realiza en silencio, desde su rincón provinciano, una obra de rasgos personales y realmente valiosa.
    Alejandro Bekes no es un descubrimiento para quien esto escribe, pero lo será seguramente para todo ser sensible que se sumerja por primera vez en la lectura de unos versos que, a diferencia de gran parte de los que se escriben contemporáneamente, tienen en cuenta al lector, hablan desde la intimidad de un alma con palabras que procuran establecer un hondo y delicado diálogo, compartir un anhelo de belleza y verdad.
    Autor nacido en Santa Fe y afincado en la ciudad entrerriana de Concordia, Alejandro Bekes publicó con anterioridad a El hombre ausente —el libro que nos ocupa— los poemarios Camino de la noche (Paraná, 1989), La Argentina y otros poemas (Buenos Aires, 1990) y Abrigo contra el ser (Concordia, 1993), así como la plaquette País del aire (Concepción del Uruguay, 1996). Es autor, asimismo, de un volumen de ensayos, Los caminos tortuosos (Logroño, España, 1998) y ha traducido versos de Horacio (Odas, Losada, Buenos Aires, 2005), Shakespeare, Baudelaire, Nerval y Auden. Este apretado "curriculum" informa sobre una personalidad literaria que se nos presenta respaldada por un sólido bagaje cultural, por un conocimiento de las letras antiguas y modernas que el escritor difunde, por otra parte, desde la cátedra universitaria. Y no sólo desde allí. Recordamos la brillante exposición sobre la poesía de don Carlos Mastronardi que Bekes leyó no hace mucho en Buenos Aires, invitado especialmente por la Academia Argentina de Letras.
   Este libro de sobria y pulcra presentación (como todos los que publica Ediciones del Copista), reúne casi sesenta composiciones escritas entre 1992 y 2000. En ellas, el lirismo lúcido y recatado del poeta se transmite limpiamente, con un acento humano cuya calidez armoniza con un constante equilibrio verbal. Bekes mira alrededor, se identifica con el paisaje y los seres de su entorno, pero su mirada va más allá de la superficie de las cosas; fundamentalmente, lo conmueve la soledad esencial de la criatura humana, su desventura metafísica, y se interroga sobre "la incertidumbre donde se anega el tiempo", la "pena de ser", lo "irremediable"; esa incógnita del hombre frente a su destino que hallamos en las más genuinas manifestaciones poéticas de nuestro tiempo.
    Tanto en la difícil prueba del soneto cuanto en los versos libres —impecables todos ellos en su forma y en el riguroso y refinado tratamiento del lenguaje—, el autor de El hombre ausente muestra un acabado dominio de sus recursos y una infrecuente calidad literaria. Como Borges, acude a veces al poema conjetural; presta de ese modo su propia voz a creadores como Luis Cernuda, con cuya poesía advertimos un sutil parentesco, Pascal, Schubert y Goya, personajes históricos como Filipo de Macedonia o ficcionales como Werther o Paolo Malatesta. Recuerda a Cervantes en Alcalá de Henares, se embelesa en el Escorial con el canto de un ruiseñor, dialoga —como Unamuno— con el Cristo de Velázquez y con el retrato de Bécquer pintado por su hermano. Dichos encuentros y evocaciones, además de los que tienen por escenario las calles y personajes de Concordia, su amor a la música y a los héroes homéricos, la nostalgia del padre desaparecido, los aparentemente leves e intensos apuntes que dedica al poeta Alejandro Nicotra, son temas que conforman una poesía honda y transparente, reacia al énfasis, de la que se desprende un insoslayable hálito de melancólica y diáfana hermosura.
    No vacilamos en considerar a Alejandro Bekes uno de los mejores poetas de su generación (la de quienes están entre los cuarenta y los cincuenta años), dentro del panorama un tanto distorsionado y confuso —al menos para quien esto escribe— de la actual poesía argentina.

Antonio Requeni

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PIEDRA DE TOQUE

Por Pablo Anadón
Prosas de Fernando Pessoa

1

Notas al margen de un texto extinguido

Fernando Pessoa, Aforismos y afines
Emecé, Buenos Aires, 2005
Compilación de Richard Zenith
Traducción y prólogo de Rodolfo Alonso


No conozco una definición mejor del fundamento metafísico del pensamiento aforístico moderno que la siguiente anotación de Fernando Pessoa: "Todo cuanto el hombre expone o expresa es una nota al margen de un texto borrado. Más o menos, por el sentido de la nota, inferimos el sentido que podría haber tenido el texto; pero queda simpre una duda, y los sentidos posibles son muchos."
   Este apunte, incluido en el fragmento 148 del Libro del desasosiego y reproducido en la presente colección de Aforismos y afines, va al centro de la cuestión: desde el momento que no existe un sistema total e integrador que explique el mundo y la existencia, no queda sino una multiplicidad de trozos dispersos de significado, como esos pedazos de mármol a través de los cuales los arqueólogos reconstruyen imaginativamente el trazado de un templo.
   En una hermosa frase de su prólogo, Rodolfo Alonso tiende "un arco de sabiduría y candor" entre los orígenes del aforismo en Heráclito y los presocráticos en general ("esos tiempos —señala— en que filosofía y poesía no eran todavía diferentes") y los cultores modernos del género como Lichtenberg, Pessoa, René Char o nuestros Antonio Porchia y Raúl Gustavo Aguirre. La genealogía resulta atractiva, pero entiendo que hay una diferencia decisiva que observar: los pensamientos de los presocráticos nos han llegado fragmentariamente, pero constituían un intento por dar una explicación total del universo, es decir, no se planteaban como "notas al margen de un texto borrado", sino como transcripciones verbales fidedignas de ese texto originario. La novedad —la angustia— de la situación moderna, que da su plena razón de ser al pensamiento aforístico, reside en cambio en la desaparición o la ausencia absoluta de tal texto arquetípico: no hay más totalidad asequible, pues, que los fragmentos.
    Richard Zenith ha recopilado en este tomito bellamente ilustrado con una pipa que perteneció al poeta portugués (casi un emblema de su arte, hecho de humo y penumbra y fantasmagoría reflexiva), una muestra de aforismos y formulaciones próximas al aforismo, en su mayoría inéditas (el célebre baúl póstumo de Pessoa va teniendo mucho de galera mágica) y en parte extraídas de otras obras mayores, como el citado Libro del desasosiego. Pueden leerse, así, frases memorables y transidas de inquietante sugerencia, como para ser inscriptas en (trozos de) mármol, donde relampaguean la lucidez, la ironía, la desesperación, el desdén, e incluso el sutil humorismo de Pessoa. Por ejemplo: "Que no haya miedo de que la sociedad se desmorone bajo un exceso de altruismo. No hay riesgo de ese exceso". O bien: "El amor es una muestra mortal de la inmortalidad". Y aún: "Con un cigarro caro y los ojos cerrados es ser rico". Por último: "Dudo, luego pienso". 
    Ahora bien, hay algo que deja insatisfecho en este libro, a pesar de su innegable valor, y que se vuelve más nítido si comparamos el efecto de estos pensamientos, tomados aisladamente, con la resonancia que tienen en el marco de una obra de mayor envergadura, como ese magnífico caleidoscopio de la soledad contemplativa que es el Libro del desasosiego. Quien lee los Aforismos y afines a menudo percibe las frases como ocurrencias ingeniosas, sutiles paradojas y reveladoras hipérboles, que parecieran buscar una reacción de asombro, desconcierto o sobresalto en el lector, a la manera de las agudezas barrocas. En el contexto del Libro, en cambio, asumen otro valor más hondo: aparecen como verdades de vida, como una suerte de telaraña de pensamiento iridiscente, que nos envuelve y atrapa porque la sentimos nacida de la misma sustancia existencial del autor. Lo vemos, en su cuarto solitario, al poeta que anota sus humildes certezas y vacilaciones, y ya no nos preocupa el valor abstracto y general de estas sentencias, sino que adquieren el temblor temporal, concreto y personal de la intuición poética.
    La siguiente frase, por ejemplo: "...ese episodio de la imaginación al que llamamos realidad", que convence como una ingeniosa boutade, estremece de otra manera cuando leemos a continuación: "Hace días que llueve y cae del cielo gris y frío una cierta lluvia, (...) que oprime el alma. Hace dos días... Estoy triste de sentir, y lo medito en la ventana ante el sonido del agua que gotea y de la lluvia que cae. Tengo el corazón oprimido y los recuerdos transformados en angustias. / Sin sueño, ni razón para tenerlo, hay en mí un gran deseo de dormir. Otrora, cuando yo era niño y feliz, del patio de al lado de mi casa llegaba la voz de un loro de un verde restallante. Nunca, en los días de lluvia, se le apenaba el decir, y clamaba, sin duda desde su abrigo, algún sentimiento constante, que flotaba en la tristeza como un gramófono anticipado. / ¿Pensé en ese loro porque estoy triste y la infancia lejana lo recuerda? No, pensé en él realmente porque del patio delantero de ahora, una voz de loro lanza su graznido en sentido contrario. / Todo se me confunde. Cuando supongo que recuerdo, se trata de otra cosa que pienso; si veo, ignoro, y cuando me distraigo, nítidamente veo. / Le doy la espalda a la ventana gris, de vidrios fríos para las manos que lo tocan. Y llevo en mí, de pronto, por un sortilegio de la penumbra, el interior de la casa antigua, fuera de la cual, en el patio de al lado, el loro gritaba; y mis ojos se adormecen bajo el peso de todo lo irreparable de haber vivido efectivamente."


2

Pessoa por sí mismo

Fernando Pessoa, Escritos autobiográficos,
automáticos y de reflexión personal
Emecé, Buenos Aires, 2005
Edición de Richard Zenith
Traducción de Rodolfo Alonso

Octavio Paz comienza su ensayo sobre Pessoa, El desconocido de sí mismo, afirmando que "los poetas no tienen biografía", que "su obra es su biografía", y que, en el caso del poeta de los heterónimos, "nada en su vida es sorprendente —nada, excepto sus poemas". Indudablemente, es así, pero esto no impide que la devoción por la obra de un autor lleve a sus lectores a intentar acercarse al hombre que trabajaba y fumaba y sufría y observaba la ciudad desde una ventana, uno como otros, y que sin embargo hizo posible el milagro: como si nos fuera dado seguirlo a través de las calles y pudiéramos atisbar el instante en que la existencia común se transfigura en recóndita revelación. Si las páginas de un diario o las meditaciones íntimas están más próximas de esa 'realidad' humana, entonces este libro ha de ser un cofrecillo para atesorar por los admiradores del plural poeta portugués.
    Los Escritos autobiográficos, automáticos y de reflexión personal de Fernando Pessoa (1888-1935), cuya edición original y epílogo se deben al estudioso Richard Zenith y su traducción y edición local a Rodolfo Alonso, están divididos en tres secciones. La primera comprende anotaciones de diarios íntimos, borradores de cartas, apuntes sueltos de distintas fechas, hasta el año de su muerte. Esta sección se cierra con una "Nota biográfica" del propio Pessoa, datada el 30 de marzo de 1935 (morirá ocho meses más tarde), donde hace una ficha personal, con profesión, obras publicadas, educación, ideología política, posición en materia religiosa, etc. En cuanto a ideología política, se define "conservador de estilo inglés, esto es, liberal dentro del conservadurismo, y absolutamente antirreaccionario"; en "posición religiosa", se confiesa "cristiano agnóstico, y en consecuencia enteramente opuesto a todas las Iglesias organizadas, y sobre todo a la Iglesia de Roma"; en "posición iniciática", se declara "iniciado (...) en los tres grados menores de la (...) Orden Templaria de Portugal"; en "posición social", "anticomunista y antisocialista". En un "resumen" final, recuerda a Jacques de Molay, gran maestre de los Templarios, y se propone "combatir, siempre y en todas partes, a sus tres asesinos: la Ignorancia, el Fanatismo y la Tiranía". Nos preguntamos, no sin melancolía, si declaraciones como las precedentes —no entramos en su mérito— en un país como el nuestro no le hubieran valido al poeta seguir siendo un exiliado interior, un muerto para la cultura aún después de muerto, como no nos faltan ejemplos semejantes.
     La segunda parte del libro está integrada por "comunicaciones mediúmnicas". Estas comunicaciones de los espíritus de los muertos, quienes respondían a las preguntas de los vivos (en este caso Pessoa), eran registradas a través de la escritura automática. Se advierte por las respuestas que la preocupación más acuciante de las interrogaciones se centraba en la sexualidad. A algunas palabras de los muertos hay que descifrarlas enfrentando un espejo al papel. Se señala allí: "Para el espejo astral", pero funciona igualmente con cualquier espejo terrestre. Puede leerse así, por ejemplo: "Ningún hombre debe investigar su destino. ¿Serás capaz de adivinarlo?". Las comunicaciones de los espíritus, salvo excepciones, se caracterizan por su decepcionante medianía y su exasperante vaguedad (exasperante en especial para Pessoa, quien evidentemente quería precisiones sobre el ser que el destino le tenía reservado).
    La última sección, como declara Zenith, no incluye "textos propiamente autobiográficos, pues no tratan de la vida personal y cotidiana de quien los escribió, pero meditan sobre la vida de todos nosotros y revelan, así, actitudes más o menos íntimas del meditador". Se encuentran en este apartado varias páginas que Pessoa tituló "Reglas de vida", las cuales pueden leerse como voluntariosas armas defensivas para preservar su interioridad del asedio del sinsentido de la existencia, del desencanto de los otros y de sí mismo. Gran parte de lo que podríamos decir sobre el poeta quizá esté resumido en una frase consignada en esta sección, una frase que ni siquiera le pertenece, que él escuchó de labios de un desconocido en un café. Así registró el poeta ese momento: "Contaba las muertes que habían ocurrido en la familia (...), sumaba las penas que ellas le habían causado y, de repente, sin aviso al universo, sin reparar en lo que decía ni que reparáramos nosotros los que lo escuchábamos, remata, alzando el pocillo de café ya sin humo: Así es la vida, pero no estoy de acuerdo." Y agrega Pessoa: "Fue ésta la frase y yo sólo quería, al recordarla, la gloria de haber podido inventarla. Todos los blasfemadores quedaron pobres por haber sido dicha esa frase. (...) Es la historia entera de la humanidad, en sus relaciones con la Naturaleza. Todo el arte, toda la religión, todo cuanto nos distingue del otro (...) y de nosotros mismos..."
    "Así es la vida, pero no estoy de acuerdo". Entre tal reconocimiento de lo que la vida es, constatado con implacable lucidez, y la sorda pero honda rebelión contra ese orden, se despliega la obra poética y el pensamiento de Fernando Pessoa. Pocos poetas modernos han llevado tal contrapunto hasta extremos de tensión tan insostenibles como quien hizo trizas luminosas el espejo de la identidad. Gracias a este libro, podemos contemplar algunos fragmentos ridiscentes de su conciencia atormentada.

Pablo Anadón

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5

PIEDRA DE TOQUE

Por José Luis García Martín
Noticias de la poesía desde España
por José Luis García Martín

1

La gozosa variedad del mundo

Ángel Crespo, La realidad entera
Galaxia Gutemberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2005
Edición de Alejandro Krawietz



La antología que Alejandro Krawietz ha preparado de Ángel Crespo no quiere limitarse a ofrecer una adecuada muestra de lo mejor de una obra poética cuya variedad y extensión dificulta el acceso a los lectores. Su intención es convertirla en un arma más de la guerra literaria en que el joven poeta canario, a las órdenes directas de Andrés Sánchez Robayna, parece empeñado.
    José María Castellet, allá por 1959, redujo maniqueamente la evolución de la poesía española a un enfrentamiento entre el simbolismo, que representaba todo lo caduco, y el realismo, la única poesía acorde con el desarrollo de los tiempos. Casi medio siglo después, Krawietz incurre en el mismo maniqueísmo, aunque ahora el bien y el mal haya cambiado de bando. Pero la historia, también la pequeña historia literaria, se repite como farsa: Krawietz selecciona la extensa obra de Crespo de acuerdo con lo que "debería ser el horizonde de expectativas del lector contemporáneo", esto es, "en el sentido que ha trazado una antología como Las ínsulas extrañas" y de manera "que responda a las expectativas que ha sabido crear en los últimos años la colección Galaxia Gutember/Círculo de Lectores".
    Además de antólogo ideologizado, Krawietz es un antólogo poco diligente. En lugar de hacer una selección de poemas, prefiere hacerla "de libros o secciones de libros". La excusa es que de esa manera respondería "a los intereses compositivos y estructurales de una obra poética que trabajó siempre bajo los criterios de articulación". Pero mal puede hacer tal cosa quien no acierta a distinguir lo que son propiamente libros, partes de libros y recopilaciones de libros en la completa (también bibliográficamente) obra de Crespo. Así nos dice que de El bosque transparente selecciona la sección titulada "El arrepentido". Pero El bosque transparente no es un libro, sino la segunda recopilación de la obra de Ángel Crespo (la primera fue En medio del camino), integrada por cinco libros, cuatro de los cuales tuvieron edición independiente: Claro: oscuro (1978), Colección de climas (1978), Donde no corre el aire (1981) y El aire es de los dioses (1982). Por otra parte, incongruentemente, al Segundo libro de odas lo considera sección de El ave en su aire (en realidad, otro libro de libros) mientras que al Libro de odas, que tampoco tuvo edición exenta, lo considera libro. Todas estas minucias —que podrían continuar indefinidamente— sirven como muestra de que Krawietz no ha dedicado demasiado tiempo a analizar "los intereses compositivos y estructurales" de Ángel Crespo (ni siquiera se ocupa de indicarnos que varios de los libros que selecciona son póstumos y que nunca tuvieron edición independiente, por eso el lector los buscará en vano en la bibliografía). Y es que a él la poesía de Ángel Crespo parece interesarle menos por su propio valor que como arma arrojadiza contra la crítica española, que le marginó por incapacidad para comprender "la modernidad", y contra los poetas "realistas" españoles (de José Hierro a Luis García Montero, de Ángel González a Andrés Trapiello), alérgicos a la revolución estética contemporánea.
    Aunque no sea la mejor síntesis de la plural poesía de Ángel Crespo, La realidad entera permite darse cuenta de la amplitud de la aventura de un poeta excepcional. Comienza la selección con un largo poema, La pintura, publicado en 1955, bien ajeno, a pesar del tema y el modelo albertiano, a cualquier tentación parnasiana. Sigue con los poemas de El bosque transparente — la etapa de la obra de Crespo que yo prefiero—, caracterizados por la personificación de las realidades naturales, la creación de una personal mitología y la apertura a la gozosa variedad del mundo (recordemos que uno de los títulos que lo integran es Colección de climas). Sigue luego Amadís y el explorador, comenzado a escribir en 1977 y terminado en 1995, el mismo año de la muerte del poeta (apareció, en 1996, en el tercer tomo de Poesía). Se trata de diálogos y de monólogos dramáticos quizá iniciados bajo el impulso de los Diálogos del conocimiento aleixandrinos, aunque el resultado sea muy distinto. El más sorprendente de estos esforzados poemas, que no están entre los mejores suyos, es el último, "Eduardo Chicharro", elegía a un compañero de juventud y a la propia juventud. El ave en su aire continúa la estela de El bosque transparente. Con Ocupación del fuego, el último libro de poemas que llegó a publicar, inicia un despojamiento de elementos anecdóticos, que culmina en Iniciación a la sombra, ya póstumo.
    Ángel Crespo es, repito, un poeta excepcional (y así se le reconoció siempre, aunque en los setenta tuvo un período de cierta desatención, debida a su alejamiento de España y a su falta de publicaciones), pero también profuso y desigual, a la vez insistente y cambiante, coherente y algo funambulesco (al menos en apariencia). Un poeta de antología que se merece otra antología, aunque esta, a pesar de las intenciones militantes del antólogo, no resulte desdeñable.


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2

Páginas de un diario poético

Eloy Sánchez Rosillo, La certeza
Tusquets Editores, Barcelona, 2005


Pocos poetas tan fieles a su poética inicial como Eloy Sánchez Rosillo. Si en su primer libro, Maneras de estar solo, hacía alguna concesión a lo que convencionalmente se entiende por literatura, en los sucesivos el artificio retórico se ha ido haciendo cada vez más natural y transparente, casi invisible. Páginas de un diario son sus poemas, Elegías y Autorretratos, que pretenden reflejar Las cosas como fueron. Los títulos de los libros no dejan lugar a engaño. A La vida, de 1996, le sucede ahora, casi una década después, La certeza.
    Poesía en el límite la de Eloy Sánchez Rosillo. A veces nos da la impresión de que traspasa ese límite. Ocurre en este último libro con alguno de los textos más anécdóticos y especialmente con "Una temporada en el infierno", que narra un frecuentado lugar común (el internamiento en un colegio religioso durante el franquismo) en un lenguaje excesivamente convencional ("terroríficos colegios religiosos", "muros carcelarios", "larguísimo invierno", "patios tristes").
    Pero más a menudo se produce el milagro. El poema, hecho de nada, se sostiene en el aire exento y puro, conteniendo un reflejo de la hermosura del universo. También una revelación, una certeza. Porque esta poesía, en apariencia siempre igual a sí misma, evoluciona junto a su autor, se va tiñendo de su experiencia vital. Y el tono elegíaco, tan característicamente juvenil, va siendo sustituido por otro más comprensivo y sabio.
   Ahora ni el dolor ni la muerte resultan protagonistas. "Tu error está en creer que la luz se termina", leemos en el primer poema. Y en el último, que da título al libro, se nos explicita la insólita certeza que ha alcanzado un poeta tan aparentemente atenido a la experiencia como Sánchez Rosillo: "que no hay muerte que pueda / desdecir y anular esto que somos".
   Hímnico y místico resulta Sánchez Rosillo en los más característicos poemas de La certeza. Lo que ocurrió una vez ocurrió para siempre. El milagro no se desvanece, es presente continuo. Seguimos escuchando cantar al jilguero que oímos cantar en la infancia: "Canta, canta el jilguero en la mañana / remota del origen. Y después alza el vuelo / y se va por el aire. Mas desde entonces vibra / en tu oído, en mi oído, y en la verdad más honda / su canto de aquel día, su milagroso canto"
   La poética de Sánchez Rosillo no ha cambiado. Muchos de los poemas siguen siendo "páginas de un diario", su escritura resulta casi inmediata a la experiencia que reflejan: "Para empezar el día, anoto aquí", comienza el poema "Acerca del jilguero", que antes citaba. Y "Un regreso" —que habla de un machadiano viaje en tren, como otros poemas del libro— termina: "Y volveré a mi casa / contento de esta tarde y de los versos / que he escrito para hablar de su hermosura / y dar gracias por ella".
   Machadiano es también el título del poema que expresa su concepción de la poesía: "Unas pocas palabras verdaderas". El poema no ha de ser "el simple autorretrato de su autor / ni una historia que a él solo le concierne", sino el propio rostro del lector y el recuento de sus desdichas y sus alegrías.
   Simple, demasiado simple puede parecer la poética de Sánchez Rosillo y no menos simple su realización práctica: como si mencionar la emoción bastara para convocarla en el poema.
   Y a veces, milagrosa y misteriosamente, parece que basta. Un ejemplo (el libro está lleno de ellos): la "Canción de marzo". Imposible parece que con tan pocos y tan tópicos elementos (un balcón en primavera) pueda levantarse la mágica alacridad de esos versos: "¿Cómo pudo ser todo así, tan simple?", se pregunta el poeta y nos preguntamos con él. "Qué cosa tan extraña", es lo único que acierta a responderse, lo único que acertamos a respondernos.
   Sí, el poeta incurre en ocasiones en alguna blandenguería, en cierta falacia patética (el "niño desvalido" que se encuentra al rememorar su infancia), en fáciles ejercicios como la reescritura de la fábula de la cigarra y la hormiga o en la comparación de su poesía con una casa abierta a todos ("Las palabras que he escrito"). Pero esos son los riesgos de una arriesgada manera de entender la poesía, mantenida de terca manera, sin una vacilación, a lo largo de más de un cuarto de siglo. Esas caídas resultan quizá la condición necesaria para poemas, tan prodigiosos, tan imposibles, como "Luna", que no habría desdeñado firmar Leopardi.


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3

Aprendizaje de la piedra

José Watanabe, La piedra alada
Pre-Textos, Valencia, 2005


José Watanabe, peruano de 1946, ha escrito en La piedra alada un libro deliberadamente antipoético, si por poético entendemos lo recargado y barroco, lo preciosista y musical. En el primer poema, hablándonos de la gran piedra que se alzaba junto al remanso del río en que se bañaba de niño, escribe: "era el lomo de una gran madre". En ese momento se interrumpe: "Ay, poeta, / otra vez la tentación / de una inútil metáfora". Como el Alberto Caeiro pessoano quiere percibir la realidad sin metamorfosearla en símbolo: "La piedra era piedra / y así se bastaba".
    Pero el libro, tan preciso, tan a ras de tierra, tan deliberadamente pobre, no se atiene a ese programa. Hay en él símbolo y alegoría, e incluso alguna irónica fábula que vuelve del revés el pedagógico espíritu dieciochesco.
    El poema "La boca" recrea el mito de la sibila. Una roca desprendida de la montaña aparenta ser un cráneo con la boca abierta (otra vez la tentación de la metáfora): "Yo trepaba la pendiente / y me detenía frente a esa boca, una oquedad / donde el viento se huracanaba, / y escuchaba / murmullos, palabras que se formaban a medias / y luego, sin decir nada, se diluían". Pero aquel era un oráculo piadoso que nunca formuló una frase clara ante el niño: "Lo sé ahora / y le agradezco la vida ciega".
    Alguna vez, a la tentación de "la inútil metáfora" (en él casi nunca inútil) se añade la de la más enojosa alegoría. Un ejemplo claro lo encontramos en el poema "La piedra alada", que da título al libro y a su primera parte. Se nos habla en él de un pelícano herido que fue a morir sobre "una breve piedra del desierto". Sus huesos se dispersaron por la arena, pero "extrañamente / en el lomo de la piedra persistió una de sus alas, / sus gelatinosos tendones se secaron / y se adhirieron / a la piedra / como si fuera un cuerpo". Luego el viento marino agita varios días el ala. Hasta aquí la sobria descripción, la anotación realista. Pero el poeta no se limita a ello. No parece confiar en la capacidad del lector para añadir trascendencia a esa naturaleza muerta, a ese duro paisaje desierto con los restos del ave y el ala pegada a la piedra y todavía de vez en cuando aleteante a impulsos del viento. José Watanabe prefiere ser explícito y añadir su moraleja, su reflexión sapiencial, olvidando que el poeta es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona: "el viento marino / batió inútilmente el ala, batió sin entender / que podemos imaginar un ave, la más bella, / pero no hacerla volar". Sobra ese "pero", sobra ese último verso que encierra un sofisma. Podemos imaginar un ave, la más bella, y podemos hacerla volar en nuestra imaginación, ya que —obviamente— las aves imaginarias no pueden volar en la realidad.
   "Tú mira la piedra y aprende", se nos dice en el poema "Jardín japonés" (de la estética despojada del jardín japonés participan muchos de estos textos). Y, ciertamente, el poeta y el lector aprenden mirando una piedra "entre la blanca arena rastrillada"; unas rocas que dibujan, "sin perfección escultórica, toscamente, / dos bueyes de piedra"; la roca oscura que se confunde con las mariscadoras y emerge tras la marea "con la cabellera rizada de algas"; o el "remoto latido, hoy petrificado", de un fósil; o el árbol de nombre desconocido "que sube y baja al mismo tiempo". Aprende sin necesidad de que el poeta le explique una empobrecedora lección.
    A "La piedra alada", primera parte del libro, le siguen "Tres canciones de amor", bien alejadas de lo que convencionalmente se entiende por canciones de amor: una recreación de la historia de Abraham, una burlesca fábula sobre "una espigada yegua que orina sobre un sapo agradecido", el éxtasis erótico comparado con la relación entre dos tortugas.
   "Arreglo de cuentas" recrea estampas de una infancia campesina. Voz descarnada, tono confesional: "Perdonen que lo diga sin pudor, / pero mi madre y yo vivíamos en un pueblo / de hambrunas". No faltan los textos que podríamos considerar costumbristas: "El destete", "La jovencita". El particular bestiario del libro se enriquece con un poema como "El topo", uno de los más conseguidos del libro.
    Los dos "Epílogos" que cierran el volumen tratan de formular una poética. "La sabiduría / consiste en encontrar el sitio desde el cual hablar" se nos dice en el primero de ellos. Y el sitio desde el cual nos quiere hablar José Watanabe está, como Simeón, el estilita, entre el cielo y la tierra, entre la cotidianidad y la trascendencia. Poesía áspera y reconfortante, aunque no siempre acierte a levantar el vuelo, la de La piedra alada.


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4

Trabajo contra el tiempo

Luis Muñoz, Limpiar pescado. Poesía reunida
Visor, Madrid, 2005

El sorprendente título que Luis Muñoz ha querido dar a la recopilación de sus cuatro libros publicados hasta la fecha, con el añadido de algunos inéditos recientes, se explica en el prólogo: "El poeta trabaja, como el pescadero que limpia el pescado, contra el tiempo. Tiene en sus manos un material que es la promesa de un alimento y de una descomposición". 
   Desde su libro inicial, Septiembre (1991), Luis Muñoz es un poeta de atmósferas, de sugerencias y de levedades. Emparentado con la otra sentimentalidad granadina —tan activa en los años en que se inicia en la literatura—, prescinde de lo que había en ella de realismo comprometido, de herencia de los cincuenta, para quedarse en un minimalismo sentimental que sustituye la anécdota por el matiz.
    "Fábula del tiempo" se titula el primer poema que escribió "con conciencia de que podía hacer que coincidieran una corriente vital y una verbal". El poeta anticipa en él la nostalgia que un día sentirá del tiempo presente: "Y esperarás cansado, te aseguran, / muchas tardes morir en la ventana, / buscando en la memoria / ese tiempo feliz, siempre perdido, / esa estación dorada que tuviste / y que debe ser ésta, más o menos".
     Septiembre es el libro que marca el fin del verano de una demorada adolescencia: colección de insomnios, vislumbres, amores, lluvias, imágenes irracionales, desleídas estampas urbanas. Los poemas rehúyen alzar la voz, deliberadamente evitan subrayar el final. Luis Muñoz permanecerá en buena medida fiel a esta poética durante los títulos siguientes.
    Algunos poemas de Manzanas amarillas (1995) añaden un nuevo tono, más realista, pero no menos minimalista. Lo encontramos en las enumeraciones de "Biografía": "Atesoró recuerdos temeroso / de su pobreza íntima: / el billete de un viaje en autobús / con su mejor amigo a una playa recóndita, / la caja de cerillas de un hotel / donde se amaron con temor y con furia, / una foto de carnet con la marca grabada / de unos labios intensos / o una pulserita de cuero / que le anudó una chica en una fiesta oscura". O en la fugaz historia de amor que narra "Postales en un sobre". En estos textos Luis Muñoz se aproxima a Carver: quiere dejar constancia de una vida con palabras comunes y detalles mínimos. En la misma línea se inscribe "Imaginería", que habla de la imposibilidad de entender cualquier amor desde la banalidad de su apareciencia.
    En El apetito (1998) se encuentra los dos mejores poemas de este nuevo realismo estilizado: "Camisetas" ("Se cambiaron la ropa entre los dos / en los primeros días") y "Esto no es una experiencia", a la vez poema y cuento, como tantos fragmentos de Carver. Menos conseguidos resultan los poemas narrativos, como "Postal de Hungría", que no están protagonizados por jóvenes amantes. Hay también en Luis Muñoz poemas culturalistas, homenajes a escritores —Juan Gil-Albert, Paul Verlaine— de alguna manera próximos a su mundo, y reflexiones metapoéticas como "Día a día", dedicado a Luis García Montero: "Establecer un juego de distancias. / Escribir, sobre todo, para eso".
    Correspondencias (2001) y los poemas inéditos que se añaden a esta edición nos demuestran que Luis Muñoz no es un poeta en cuya obra se puedan establecer etapas. Su desarrollo se realiza más bien en espiral: vuelve una y otra vez sobre los pasos ya recorridos, ahondando en unos casos y repitiendo aciertos y desaciertos en otros.
    "Sin título", el poema inicial, acumula imágenes para definir una tarde que es todas las tardes, "el ahora y sus exclusas": "Viene la tarde igual que raspadura / de limón. / Con su tacto grumoso y su perfume / como de amor reciente".
  "Mi nombre es Bob" reincide en el poema con personaje, en la breve y elíptica historia que ha de completar el lector. "Perecedero" consigue, en muy pocos versos, uno de los máximos logros del libro: su realismo simbólico continúa, sin mimetismos, al Antonio Machado de Soledades.
    Menos afortunado resulta el autor en los dos poemas que llevan el engañoso título de "Homosexualidad" y el no menos engañoso subtítulo de "Primera versión" y "Segunda versión". El lector intuye que se han querido quizá representar dos etapas en el desarrollo erótico, una primera de aislamiento —"Soledad, arrecife, espera"— y otra de aceptación —"amar sólo aquello que da con lo posible"—, pero en ambos casos quizá no se ha ido más allá de confusos borradores.
   Corregidos, disminuidos y aumentados (los cambios resultan especialmente significativos en Manzanas amarillas), los cuatro libros que Luis Muñoz reúne en Limpiar pescado nos muestran a un poeta que prefiere la sugerencia a la rotundidad, el esbozo al minucioso acabado, a un poeta que acierta cuando consigue contrarrestrar con la eficacia de los pequeños detalles exactos y la precisión de las imágenes irracionales su tendencia a la vaguedad impresionista.


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5

Berta Piñán, vida y literatura

Berta Piñán, Noches de incendio
Trea, Madrid, 2005

Con bien informada inteligencia prologa Susana Reisz Noches de incendio (Trea), una amplia selección bilingüe de los cuatro libros publicados hasta la fecha por la poeta asturiana Berta Piñan, Al abellu les besties (1986), Vida privada (1991), Temporada de pesca (1998) y Un mes (2002). "Unos pocos temas básicos articulados en múltiples y sofisticadas variaciones" caractererizarían a esos libros, al decir de la prologuista, quien añade: "En casi todos los casos esos temas primarios se conectan de modo directo con la necesidad de alcanzar una síntesis entre el mundo rural de la infancia, pautado por el ritmo de las estaciones, y el de las ideas y emociones surgidas más tarde en la ciudad letrada".
    El irracionalismo expresivo distingue al título inicial, más hermético que los que vendrían después, pero donde ya asoman algunos de los tópicos —la casa como símbolo del amor, la cercanía entre el amor y la muerte, la insuficiencia del lenguaje— sobre los que luego volverá una y otra vez Berta Piñán.
    Vida privada comenzaba con una cita de Gil de Biedma ("Para saber de amor, para aprenderlo, / haber estado solo es necesario") y se definía en la contraportada como "un documento de la vida moral de una mujer de 1991" escrito "con ajustada claridad verbal". Al modelo de Gil de Biedma se unía el de Gabriel Ferrater.
    Al intimismo asordinado de Vida privada —donde destaca la emocionada concisión de algún poema como "In memoriam"—, le sucede el realismo, a ratos casi documental y costumbrista, de Temporada de pesca. En la nota final leemos: "Las dos versiones de Seamus Heaney suponen un reconocimiento explícito de la influencia decisiva que este poeta ejerció en muchos de los poemas".
    A la influencia de Heaney añade Susana Reisz la de la poetisa norteamericana Elizabeth Bishop, aunque en este caso es posible que se trate más de coincidencias estéticas y temperamentales que de influencia directa. No deja de resultar, sin embargo, sorprendente el paralelismo que se establece entre las garzas de uno de los más hermosos poemas de Berta Piñán y las "garzas erguidas como ángeles" de otro de los poemas de Bishop, o entre la vaca de "Crecida" y la de "Una primavera fría".
    Otras influencias más reconocibles encontramos en el último libro, Un mes, aunque no las mencionen ni la autora ni la prologuista. En algún caso, más que de influencia, podría hablarse de variación sobre un texto ajeno. Citaré algún ejemplo. En Prosemas o menos (1985) incluye Ángel González este brevísimo poema de amor: "¿Sabes que un papel puede cortar como navaja? / Simple papel en blanco, / una carta no escrita / me hace hoy sangrar". Berta Piñán titula su poema "Papel en blanco" y dice así: "Ya ves, yo no sabía que un papel / en blanco también corta, que esconde / como filos secretos de navaja. Y ahora, mira, / la carta que nunca me has escrito llega / en el sueño hoy hasta mis manos / y rompe para siempre este silencio, esparce / el vacío por los cuartos: corta de un golpe / las venas de la noche inmensa, absurda, / donde te espero".
    Idéntica técnica de parafrasear un poema ajeno la encontramos en el titulado "Lectura en la playa o mares de tinta". Miguel d'Ors, muy presente en varios textos de Un mes ("Ofrenda", por ejemplo, remite a "Pequeño testamento"), escribió en "Nocturno (frustado)": "Maldito Baudelaire, malditos Goethe y Borges, / que ahora que contemplo / la luna no me dejan ver / la luna". La luna de la literatura nos impide contemplar la luna, como el mar de los mitos y los versos le impide a Berta Piñán contemplarlo en la realidad: "El mar altivo de Simbad, el mar de Ulises, / el mar de Al-Mutanabbi, calmado y dócil / como fiera aquietada, el mar de Eneas, / el de Byron, el azul imposible de Whitman, / de Kavafis, el mar de tinta que corre por / sus versos, no me ha dejado contemplar el mar / esta mañana".
    Me permitiré poner un ejemplo más para confirmar que no se trata de curiosas coincidencias sino de un procedimiento habitual en el libro. Hay un breve poema de Ana de Noailles, poeta que no gustaba demasiado de la brevedad, que dice así en la versión española que seguramente conoció Berta Piñán: "¿Dónde andarás ahora, / tan lejos de mí, errante por el mundo? / Estés donde estés, sigues conmigo: / ni un solo paso has dado / fuera de los angostos / límites de mi corazón". En "Los límites de un corazón" Berta Piñán cambia la primera por la segunda persona y luego desarrolla los dos primeros versos en una larga enumeración: "He recorrido los caminos del agua, / de Estambul a Venecia, la nieve en St Michel..." Así continúa a lo largo de 27 versos mencionando el lago Costanza, Praga, el Moldava, Bombay, Sintra, Chichén Itzá, para concluir: "...pero ni un solo paso he dado / fuera de los angostos límites / de tu corazón".
    Literatura sobre literatura hay en Un mes y también poemas solidarios que no condescienden demasiado con la buenas intenciones, y precisos poemas en prosa, y raros e intensos poemas de amor, como "Una casa", y alguna miniatura casi japonesa: "Caen las últimas cerezas del árbol / y producen pequeños, minúsculos / murmullos, movimientos en las hojas / del laurel. A nadie le importa, / ya lo sé, pero este instante / es único y es mío / y es en sí mismo toda la dicha que / rescato del verano".
    Berta Piñán ha retocado levemente para esta edición los textos originales ("Quiciabes un Príapu", del poema "Mitoloxía" se convierte en "Quiciabes un dios") y les ha dado una ordenación distinta, que adquiere así valor estético. La versión castellana incurre a veces en algún asturianismo, no sabemos si deliberado (el modo subjuntivo del final de "La espera", la falta del adverbio de negación ante el verbo en el último verso de "Cosecha"), y en alguna chocante opción, como traducir "la gocha" por "la bestia" (en "Matanza").
    Noches de incendio permitirá, a quienes leen y a quienes no leen en asturiano, tomar cabal medida de la poesía de Berta Piñán, hecha, como toda verdadera poesía, de vida y de literatura, de la nostalgia de un lugar originario que no está en ninguna parte, pero que en raras y mágicas ocasiones podemos encontrar en cualquier parte, y de descubrimiento de lugares comunes a todos los hombres.


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6

El placer de las metamorfosis

Jesús Aguado, Heridas,
Renacimiento, Sevilla, 2005

Simultáneamente con Heridas, Jesús Aguado (Sevilla, 1961) ha publicado una más de sus sugerentes selecciones de la literatura de la India, El vecino inquietante (Cuatro Estaciones), que puede ser considerado un libro de poesía propio. En el prólogo nos indica que ha intentado "construir poemas contemporáneos, es decir, versiones leales no tanto al texto original (que nunca he podido consultar porque no domino ninguna de las quince lenguas aproximadas, más sus variantes dialectales, en las que fueron escritos estos poemas, guiándome siempre por traducciones inglesas y algunas francesas) como al lector final castellano y del siglo XXI". El resultado son unos versos a la vez exóticos y extrañamente familiares, como en el siguiente poema de Ksetrayya (que vivió en el siglo XVII y escribió más de cuatro mil canciones en télegu), con resonancias del cante hondo: "Decías a menudo / que tu cuerpo era mi cuerpo / y ahora ya sé por qué. / Otra mujer araña / con sus uñas tu pecho / y yo soy, sin embargo, / la que siente el dolor".
    En Heridas el poeta polimorfo y profuso que es Jesús Aguado aúna la lección de la poesía oriental con otras tradiciones. En dos de las secciones —"Heridas" y "Mendigo"— el poema se adelgaza, se reduce al mínimo, a veces a un único verso: "Borbotones alegres de la nada". En otras ocasiones se aproxima al haiku: "Luciérnagas / descuartizadas en la noche: / aullidos de la luz". Otro ejemplo, acaso menos convencional: "El aguacero. / Dos gatitos maúllan. / Toldo de plásticos".
   El tono de los poemas de amor que dan título al libro lo proporciona la cita de Kafka que inicia el volumen: "Quizá no sea en realidad amor cuando digo que eres para mí lo más amado; amor es cuando digo que eres el cuchillo con que escarbo mis heridas". El exceso de patetismo puede que acabe restándole eficacia a los poemas.
   En "Mendigo" ejemplifica una filosofía del desprendimiento aprendida durante su estancia en Benarés. La cita inicial es de Vimalakirti: "No debes mendigar tu alimento para comerlo, sino para recibir los alimentos que los demás te dan. Deberías recibirlo sin pensar que hay alguien que recibe, alguien que da o algo dado o recibido". El resultado oscila entre el realismo denunciatorio ("El mendrugo y el vino peleón: / el cubo de la basura es más humano / que los hombres") y la paradoja: "Por esta calle nunca pasa nadie. / Me haré rico").
    Tras el poema en prosa "Fragmentos del diario de un polizón", leve incursión en el realismo mágico, "El náugrado rescatado" tiene algo de manifiesto: "Contra la simplificación, contra la desmemoria (y a favor del olvido), contra el estrechamiento, contra la pertenencia, / contra la crítica utilizada como un cuerpo especial de desactivación de explosivos al servicio (consciente o inconscientemente) de los poderes, / contra la propiedad colectiva lograda a costa de la miseria intelectual..." Al lector le sorprende este compendio de vaguedades, divagaciones, a ratos brillantes, y buenas intenciones. Quizá lo mejor de esta parte del libro sea la cita de Ortega y Gasset, extensa e iluminadora. Copio el comienzo: "La vida es en sí misma y siempre un naufragio. Naufragar no es ahogarse. El pobre humano, sintiendo que se sumerge en el abismo, agita los brazos para mantenerse a flote. Esa agitación de los brazos con que reacciona ante su propia perdición, es la cultura —un movimiento natatorio".
    El libro cambia de tono en "Final", su última sección. La integran dos poemas. El primero, "Peligroso", se subtitula "Homenaje a Cavafis", y en parte remeda su estilo: "A muchos el estudio / y la contemplación les vuelve débiles / —soldados que se apoyan en su lanza / para andar y no piensan ya nunca en el combate". El segundo, "Oración por mis padres", recuerda la nueva poesía arraigada y confesional —Jesús Beades es el nombre más destacado— que sigue los pasos de Miguel d'Ors: "Sin vosotros me hubiera perdido el Universo, / las ensaladas, los amigos, el otoño en el sur, / los cuentos de vampiras, el sexo en catarata, / los colores, la luz, el humor, los jerseys".
    Pocos poetas de tantos tonos como Jesús Aguado, que gusta del placer de la metamorfosis (así se titula uno de sus libros). El riesgo: quedarse en reiterados y plurales ejercicios de estilo, a menudo prescindibles. O que así lo perciban los lectores.

J.L.G.M.





 
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