REVISTA FÉNIX | Nro. 11


Sumario: Abril 2002



1| PALABRA EN EL TIEMPO
Autor
Título
Ricardo H. Herrera
Pablo Anadón
Beatriz Vignoli
2| POESÍA
Autor
Título
Rodolfo Godino
Laude
Edgardo Zotto
| Del paisaje a la página | El último en hablar | In absentia | Cam Bridge | Edimbourgh to York |
Roberto Daniel Malatesta
| El viento tiene algo que decirnos | El más mísero sabe | El mismo grito | Molino | Distancias | Estética |
3| ESCRITURAS
Autor
Título
Carlos García
Borges traductor del expresionismo: Wilhelm Klemm
4| LA TRADUCCIÓN POÉTICA
Autor
Título
Alejandro Bekes
Gérard de Nerval
(versiones de Alejandro Bekes)
Esteban Gabriel Nicotra
Huellas en la arena de un desierto. La poesía de Mario Luzi
Mario Luzi
(versiones de Esteban Gabriel Nicotra)
| Al Arno | Viaje | Páramo | Como debe | Versos de octubre | La noche lava la mente | ¿En qué almohada, en qué piedra...? |
5| PIEDRA DE TOQUE
Autor
Título
Cristina Piña

La poesía como empecinada "molienda" personal (Rodolfo Godino)
La preservación de la memoria (Jorge García Sabal - Ricardo Molinari - Alfredo Veiravé - Héctor Viel Temperley)
José Luis García Martín

Infancia y daño en Luis Antonio de Villena (Luis Antonio de Villena)
Perder y ganar: La poesía de Carlos Marzal (Carlos Marzal)
 La santa deriva de Vicente Gallego (Vicente Gallego)

 Andrés Neuman, precoz profesional (Andrés Neuman)
Enrique M. Butti
Retratos en la multitud (Tiziano Rossi)
Silvia N. Barei
Razones para vivir (Horacio Preler)
Pablo Anadón

Elegías de Eugenio Montale (Eugenio Montale)
El signo de Rimbaud (Arthur Rimbaud)
Beatriz Vignoli
Vínculos duraderos con la belleza de lo viviente (Edgardo Zotto)


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PALABRA EN EL TIEMPO

Por Ricardo H. Herrera
A fines del 2001, el director del Suplemento Literario de La Gaceta de Tucumán, Daniel Alberto Dessein, solicitó a dos colaboradores del suplemento sendos ensayos sobre la hora presente de la poesía, en particular sobre la problemática relación entre el número de libros de poesía que se publican y la escasez de lectores del género, así como entre la cantidad y la calidad de las obras mismas. Aquí reproducimos los ensayos aparecidos en dicho suplemento literario, el primero firmado por Ricardo H. Herrera y el segundo por Pablo Anadón, al igual que la carta-ensayo que Beatriz Vignoli remitió a este último en respuesta al envío de su texto "La poesía en el país de los monólogos paralelos ". Queda abierta la discusión para los próximos números de la revista.


¿Por qué se escribe
 tanta poesía?*


Por qué la escritura de poemas supera en mucho a la de ensayos y narraciones? ¿Por qué tantos se empecinan en cultivar una forma artística que las grandes editoriales y la mayoría de los lectores dejan de lado? O, más escuetamente, ¿por qué se escribe tanta poesía? No puedo, con honestidad, intentar responder a estos interrogantes que propone el Director de La Gaceta Literaria sin preguntarme a mí mismo por qué comencé a escribir poesía, por qué continué haciéndolo intermitentemente durante más de treinta años, por qué dedico todas mis energías a reflexionar sobre un arte tan marginal, tan poco congruente con el mundo en que vivimos. Si me retrotraigo a la adolescencia, al tiempo en que me puse a darle forma a mis primeros poemas, tengo que reconocer que en aquellos días una inquietud de ese tipo me hubiera resultado incomprensible. ¿Qué sentido hubiese tenido entonces, cuando el compromiso con la palabra ignoraba la desazón, el hartazgo, preguntarme por qué otros, al igual que yo, intentaban conocerse a sí mismos y descubrir la belleza del mundo mediante la escritura poética? En aquel tiempo la poesía me pertenecía de manera absoluta, en cierto modo era sólo mía, no tanto porque me tuviera sin cuidado que muchas otras personas transitaran un camino parecido al mío, sino porque la noción de desgaste le era totalmente ajena. Por otra parte, tampoco los conceptos de divulgación y de reconocimiento guardaban relación con mi dedicación: no necesitaba de un público para estimular o legitimar mi búsqueda, me bastaba con compartir mis tentativas literarias con un par de amigos. La distancia de las estéticas que avanzaban en sentido contrario al de mi propio derrotero, no suscitaba entonces la necesidad de escribir crítica, nada enturbiaba la fuente de la inspiración y el estilo. La ingenuidad del espíritu del aprendiz se confundía con la diafanidad que se respiraba en las cimas de la lírica escrita por los maestros. Nada minaba la confianza en la palabra.
     Pero lo cierto es que no bien salimos del anonimato, en cuanto se publica una página, ese Edén queda atrás y se penetra en la historia. Al paso que se va fortaleciendo la conciencia literaria del poeta, se debilita la inocencia del origen. No habría obra sin ese contratiempo inevitable. De hecho, la solidez de la conciencia artística del escritor se mide por la inteligencia con que es capaz de evaluar la precariedad y la eficacia de todos los intentos estéticos que se llevan a cabo en torno de él. ¿Por qué se escribe tanta poesía?, cabe que se pregunte entonces quien siente cada vez con mayor inquietud que su pasión por la perfección y la belleza se halla en cierto modo sitiada por la desatención circundante, por la incontenible aceleración del momento histórico. Al mismo tiempo, la blancura de la página, convertida en metáfora del silencio necesario para la aparición de la palabra, puede alcanzar para ese poeta ya maduro dimensiones obsesivas. Acaso sienta, como T. S. Eliot en uno de sus poemas, que no hay suficiente silencio como para que nazca la palabra. Existe pues el peligro de que el intento por responder a la pregunta formulada por el Director de La Gaceta Literaria se transforme en un pretexto para desahogar el abatimiento, para hacer una defensa de la propia poética, ya que toda ocasión es buena para tomar distancia de aquello que nos amenaza. La circunstancia no es nueva. En la antigüedad, refiriéndose acaso a su entorno literario, Anacreonte imprecaba: "¡Procura que callen, Zeus, / estas voces solecistas!". En la edad de oro de la lírica española, Góngora, en su necesidad de tomar distancia de los seguidores de un rival (Lope de Vega, nada menos), troqueló un endecasílabo insultante e indeleble: "Patos de la aguachirle castellana...". A comienzos del siglo XX, Ossip Mandelstam avanzó un poco más en la misma dirección: "Yo, solo, trabajo en Rusia a partir de la voz, en tanto a mi alrededor garrapatea la chusma total". Lógicamente, este es un extremo; también cabe la reacción opuesta: la del acuerdo profundo con la época y con los coetáneos. El surrealismo francés y el sesentismo argentino son, entre otros muchos, buenos ejemplos de la comunión posible entre entusiasmo juvenil y madurez poética, entre artistas duchos y simpatizantes improvisados. 
          Por fin, desvanecidos los engañosos espejismos que suscitan tanto el orgullo y el aislamiento como el espíritu de grupo, la pregunta "¿por qué se escribe tanta poesía?" adopta una configuración más limitada, más personal, más justa: ¿por qué escribo poesía?... Pregunta cambiante, siempre nueva, cada vez más difícil de responder. Mientras la realidad se desnuda al paso del tiempo y agosta la expresión, socavando toda retórica, el silencio no cesa de efectuar sus metamorfosis: se funde a la luz solar, a la sonrisa de la mujer, a los árboles invernales, al desamparo, a la derrota. La ilusión de capturar en una cifra comunicativa la esencia de ese transcurrir secreto de pronto destella en la extrema aridez. ¿Por qué querer decir lo indecible del devenir con un verso cadencioso? Tal vez, para retrotraer la mente al estadio germinal del lenguaje, para fortalecer con la melodía el poder evocador de la imagen solitaria. O, más precisamente, para que la fuerza alusiva de la imagen encuentre su sostén en un fundamento más inasible y perdurable que el concepto, anterior a todo pensamiento: una tonada que encarne y transmita la sensación de extrañamiento que genera el encuentro momentáneo con la desnudez de lo real. Acaso puede llegar a escribirse poesía sin otro propósito que el de procurar incluir la dimensión contemplativa del silencio en el lenguaje: un intento de trascender la ficción social, de abrirse al mundo natural.            
      Como es evidente, todo lo dicho responde muy tangencialmente a la pregunta de por qué se cultiva de manera masiva una forma artística, que la época ignora. De exigirme precisiones externas a mi propia experiencia de la poesía, de ensayar una respuesta de corte sociológico, inevitablemente caería en el terreno de las generalizaciones abusivas, de las predicciones infundadas. Prefiero creer que la actual sobreproducción no tiene el carácter de un colapso, sino, más bien, de un insólito desafío; un desafío no del todo nuevo por otra parte, ya que también en la Roma imperial y en la España barroca sobraban poetas. La sobreproducción no constituye necesariamente un síntoma de crisis, puede ser un signo de un fenómeno más complejo, más positivo. Por otra parte, si bien es cierto que la abundancia genera confusión, no se puede negar que constituye un estímulo, ya que allí donde reina la discusión teórica y el cotejo de escritos, es más que probable que surjan con evidencia irrebatible una o más obras perdurables. Ello no evitará, por cierto, que los aficionados continúen reproduciéndose con una regularidad vertiginosa.

(*) Publicado en La Gaceta Literaria, San Miguel de Tucumán, el 16 de septiembre de 2001. 




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PALABRA EN EL TIEMPO

Por Pablo Anadón
La poesía en el país de los
 monólogos paralelos*

En la base de cualquier discusión hay un
convenio tácito, en ausencia del cual quizá
tendremos múltiples monólogos paralelos,
pero ciertamente ningún diálogo. Hoy en día
somos el país de los monólogos paralelos.

G. S.


Contra lo que pudiera haberse sospechado, las palabras que sirven de epígrafe a estas páginas no pertenecen a ningún comentarista de la realidad política y social de la Argentina, sino al poeta Giorgos Seferis, y se refieren a la dificultad de abordar una discusión seria sobre la poesía moderna en la Grecia de su tiempo 1. Me parecen, sin embargo, perfectamente aplicables a la situación poética argentina presente y a la problemática sobre la cual querría apuntar algunas observaciones y conjeturas: me refiero a la relación inversamente proporcional entre la cantidad y la calidad de la producción poética de las últimas décadas, así como al extraño fenómeno de un interés creciente por la escritura creativa y un interés decreciente por la lectura, si vamos a juzgar por la posición de los libros de poesía en el mercado editorial. Tal problemática no es nueva y su complejidad presenta distintos ángulos, todos espinosos y tal vez irresolubles teóricamente. Comenzaré refiriendo cuatro anécdotas.
        La primera les habrá sucedido, en circunstancias análogas, a muchos. Hace poco fui al depósito de aduana del Correo a retirar una encomienda de libros; el jefe de la sección abrió el paquete, inspeccionó los libros y levantando la mirada por sobre los anteojos, me preguntó: "¿Poesía? ¿Usted se interesa todavía por esto? ¿Y dónde vive: en una burbuja?".
        La segunda ocasión tuvo lugar al visitar en su casa a un destacado poeta argentino. Conversábamos sobre la tarea crítica, a propósito de que yo había comenzado a colaborar con el suplemento literario de un periódico, y este respetable poeta me dijo, tal vez como consejo: "Mira, yo hice durante años comentarios de libros, y jamás hablé mal de ninguno, no me gané enemigos inútilmente. Y ya ves: así he recibido el premio más importante del país".  
        La tercera anécdota surge también de una conversación, esta vez en un café y con un escritor novel, quien no obstante ya cuenta con un considerable reconocimiento como poeta, traductor y ensayista. Yo acababa de regresar de una permanencia de más de un lustro en Italia, y en la charla me ponía al tanto de la opinión de los más jóvenes sobre viejos y nuevos autores. Tocamos el tema de la métrica, y este informado colega me comentó: "En Rosario hay un poeta que escribe una poesía de ese tipo, con métrica...". Cometí la imprudencia de preguntar qué formas métricas solía emplear ese autor, y escuché que me respondía: "Verso medido, digamos: todos los versos tienen más o menos el mismo tamaño, la misma extensión". Ante mi asombro interrogante, incrédulo de mis oídos, reiteró sin variación la frase. 
        El cuarto episodio ocurrió hace un par de años, en un encuentro de revistas argentinas de poesía. No suelo participar muy seguido de estos acontecimientos, aunque por lo general me resultan intelectualmente estimulantes; éste, en particular, me fue muy instructivo. Mi intervención, que quiso ser franca, tocó algunos de los puntos a los que luego me referiré. No había concluido aún mi exposición, cuando ya me encontraba discutiendo con la mayoría de los panelistas y con los poetas que intervenían desde el público ("la extensión del público de la poesía —dijo hace algunos años el crítico Alfonso Berardinelli sobre la situación poética italiana, y entre nosotros no es muy diferente— coincide más o menos con la de sus autores reales o virtuales"2). Había creído estar poniendo sobre la mesa observaciones que me parecían casi lugares comunes, y tuve que tomar conciencia de que, aparentemente, nadie compartía tales lugares. Salí exhausto del debate, pero contento, pensando que, a pesar de todo, se había abierto una discusión veraz, que favorecería futuros diálogos. Esa misma noche, sin embargo, comprendí la dificultad de que se pudiera establecer seriamente tal espacio dialógico. Uno de los panelistas, con quien proseguí la charla, para ejemplificar el valor de un conjunto de poetas que publicaba en su revista, me leyó un poema de uno de ellos. Lamento no recordar el nombre del autor, y no haber copiado el texto, porque me gustaría directamente transcribirlo, para que los lectores pudieran sacar sus conclusiones. Lo cierto es que lo escuché con todas las ganas de que me gustara, realmente, de encontrarle algo... Y no: eran unos versos pobres, prosaicos sin la gracia espontánea de la prosa, desprovistos de todo salvo de ingenuidad, parecidos a estos otros que leí luego en esa publicación, tal vez de la misma firma: "Voy a meditar / pero deseo escuchar música / y conocer a los músicos. / Quiero conocer / las casitas de las muñecas / por dentro / y acostarme en una cama / y taparme con sus colchas / y que no se vallan [sic] / y que charlemos".
         He referido estas anécdotas porque me parece que ilustran distintos aspectos de la cuestión. En orden inverso: la ausencia de aquel "convenio tácito" que decía Seferis, aproximado al menos, sobre qué podemos entender por poesía y qué podemos valorar positiva o negativamente en un texto poético, convenio sin el cual la discusión teórica y la confrontación de textos deviene una serie infinita de malentendidos; el descuido —o, llanamente, la ignorancia— de las herramientas elementales de la poesía, que no puede sino derivar en el embotamiento de la sutileza estilística de las obras; la crisis del discernimiento crítico, cuyo explicable desconcierto ha favorecido un ejercicio irresponsable de esa función, a menudo más ligada a los intereses de la "política literaria" que a la conciencia estética; por último, algo a lo cual ya casi nos hemos habituado: el desdén, la indiferencia, la lejanía del hombre normal de nuestra sociedad con respecto a la anormal poesía, distancia que si en otras épocas podía manifestarse, nunca como en la presente ha tomado dimensiones siderales, como si se viviera en distintos planetas.
          Los caracteres propios de este fenómeno, como decía, no son nuevos, pero tampoco es el caso de diluirlos en el curso de los siglos, como si se tratara de una constante ahistórica. En efecto, sus signos distintivos no surgen antes del siglo XIX, y adquieren pleno desarrollo con la sociedad de masas. El crítico uruguayo Ángel Rama estudió lúcidamente sus primeros síntomas en Hispanoamérica 3, con la irrupción del capitalismo y la progresiva democratización social y cultural, cuando Martí avizoraba desde Nueva York: "éste es el tiempo de las vallas rotas". Hay que releer el prólogo al Poema del Niágara para encontrar en germen las mismas cuestiones que hoy nos ocupan y preocupan, captadas por el ojo visionario y auténticamente democrático del poeta cubano.
          La problemática, por otra parte, no es sólo nuestra, sino global. En lo artístico, desde que "ha entrado a ser lo bello dominio de todos" (Martí), no podía sino esperarse una inmensa expansión de la producción creativa, particularmente en la escritura de versos, que aparentemente no exigen prolongados esfuerzos ni aprendizaje técnico. Como apuntaba Móntale con su dejo de ironía, la poesía es "el arte técnicamente al alcance de todos: bastan una hoja de papel y un lápiz... e Il gioco é fatto!"4. En la década del '30, según una estadística, no había en los Estados Unidos más de 200 poetas con libro publicado; en 1992, el Directory of American Poetry registraba a 4.672. Seguramente, estas cifras son inferiores a las de la realidad, y una progresión semejante puede verificarse en numerosas lenguas y naciones.
          No tiene sentido alarmarse por tal propagación homérica; al contrario: es el índice de que los países cuentan con una adecuada alfabetización (dicho sin sombra de sarcasmo). Conmueve, por otra parte, imaginar a los millares de hombres y mujeres que en el día o la noche del planeta, en las grandes ciudades o en los pueblos, sopesan y templan sus más íntimas palabras para que duren para siempre.
         Basta, sin embargo, haber hojeado varias decenas de esos miles de libros publicados anualmente, o haber asistido a algunos encuentros multitudinarios de poetas, para que tal ternura imaginativa se transforme en impaciencia, en irritación, en desasosiego... Si concediéramos a la poesía un valor tan vital como el que reconocemos, por ejemplo, al arte de la cirugía, nos resultaría difícil tomar con ligero optimismo la multiplicación de practicantes improvisados de lo que en un tiempo se consideró la expresión más alta del arte de la palabra. Afortunadamente, todavía nadie ha muerto de una mala praxis poética, y seguimos publicando y leyendo poemas sin consecuencias drásticas (aunque nunca sabremos qué secretas mutilaciones puedan producir versos imprecisos como un bisturí mellado).
         Entre los factores estrictamente artísticos que pueden contribuir a la expansión cuantitativa —ya que no cualitativa— de la producción poética actual, mencionaré cuatro. El primero, que se verifica en nuestro país pero no, por ejemplo, en España, es la formación de la inmensa mayoría de los poetas, al menos en las últimas generaciones (a partir de la que surge hacia mediados de la década del '70), exclusivamente en la escuela del versolibrismo. Para quienes lo introdujeron, el verso libre significó "una cosa sencilla y grande: la conquista de una libertad" (lo dijo Lugones en 1909); para quienes nunca atendieron, aunque fuere inconscientemente, a las diferencias de intensidad sonora entre un endecasílabo —digamos— sáfico, melódico, heroico o de gaita gallega, es una paradójica esclavitud: la que somete a "lo primero que sale", que por lo general no expresa lo auténticamente propio (para lo cual hay que excavar en busca de las napas profundas de la creatividad), sino lo exterior e impuesto culturalmente.
         Otro factor es el impacto de la cultura de masas: antes, eran los autores de tango los que aprendían de Rubén Darío o de Evaristo Carriego; ahora, son los poetas quienes escriben como Charly García o Fito Páez, sin enriquecimiento perceptible.
         Tercero, la persistencia de un surrealismo residual, cuya virulencia revolucionaria de la vida se ha extinguido y ya sólo actúa como disolvente de la precisión expresiva y de la lógica de la imaginación, o bien como la plástica surrealista en la publicidad: decorativamente.
         Cuarto, un vanguardismo que no deja de girar y girar sobre sí mismo. Hace ya más de un cuarto de siglo observó Pier Paolo Pasolini el efecto paralizante de la programaticidad crítica neovanguardista sobre los aprendices de poeta: practican "la antiliteratura —señalaba en un artículo de diciembre de 1973— antes de hacer literatura: es decir, se han autocriticado (y muy severamente) sobre algo que no han hecho"5. 
         Por último, sostengo que la situación de la poesía argentina es esperanzadora. Más llana de lo que es, al menos en su espectro más difundido, ya no puede ser; ha de llegar, por fuerza, la hora del esplendor verbal y la intensidad imaginativa. En tanto, aquí y allá, algo marginales y olvidados, como aladines en medio del desierto, siguen frotando las lámparas mágicas de sus versos esos pocos poetas que el tiempo —si de verdad existe aquello que llaman justicia histórica— ha de poner en su lugar, ese lugar callado y luminoso donde se redimen nuestras miserias, los ruidos y la furia de nuestra época.

Alta Gracia, octubre de 2001

(*) Publicado en La Gaceta Literaria, San Miguel de Tucumán, el 14 de abril de 2002. Con ligeras variaciones (parcialmente aquí recogidas), bajo el subtítulo "Brevísima relación sobre algunas problemáticas poéticas en la Argentina", también en Clarín. Revista de nueva literatura, Oviedo (España), Año VII, Nº 37, enero-febrero de 2002.

NOTAS


1 Giorgos SEFERIS, "Introducción a T. S. Eliot", en El estilo griego / K. P. Kaváfis. T. S. Eliot, Fondo de Cultura Económica, México, 1988, vol. I, pág. 18.2 Alfonso BERARDINELLI, "Efetti di deriva", en: Il pubblico della poesía, Lerici, Cosenza, 1975, pág. 13, luego recogido en Il critico senza mestiere, II Saggiatore, Milán, 1983.3 Entre otros ensayos donde aborda el tema, resulta especialmente esclarecedor su libro Las máscaras democráticas del modernismo. Fundación Ángel Rama, Montevideo, 1985.4 Cfr. il Verri, Milán, nueva serie. Nº 1, 1976, pág. 74.5 Pier Paolo PASOLINI, "I giovani che scrivono", en: Descrizioni di descrizioni, Einaudi, Turín, 1979, págs. 242-243.


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PALABRA EN EL TIEMPO

Por Beatriz Vignoli
Sin monstruos ni estrellas
(Carta-ensayo, para Fénix)

Rosario, miércoles 22 de mayo de 2002

Querido Pablo Anadón:

                                        Opino que tu nota "La poesía en el país de los monólogos paralelos" (La Gaceta, San Miguel de Tucumán, abril de 2002) toca cuestiones fundamentales.
                                        La pregunta de cómo verificar la calidad de los productos de una actividad creadora superdemocratizada, ya se la hizo en 1984 el crítico de arte Donald Kuspit, en su demoledor artículo (del que no me consta que se haya publicado todavía una versión española) "El vacío del pluralismo, el fin de lo nuevo": "El pluralismo sugiere implícitamente su propio retorno a la condición primordial de quehacer artístico no diferenciado, en el que toda clase de cosas nuevas se «prueban» hasta que alguna «funciona». El método de ensayo y error implícito localiza la novedad en el azar ... La novedad es cada vez menos un fundamento del valor, porque el azar es fundamentalmente indiferente al valor, e incluso cuando es «timoneado» en una cierta dirección, sus resultados son «válidos» sólo en forma transitoria".
                                                         La respuesta a la pregunta por el valor del arte no tardó en llegar: hoy se la conoce con los nombres de "arte nominal" y legitimación a través del mercado. Esto quiere decir que si un coleccionista de arte compra a un artista, digamos, su obra, consistente en un tiburón embalsamado, y el tiburón embalsamado se cotiza, entonces es arte y punto. Digo esto con el más amargo de los tonos sarcásticos: de unos años a esta parte, no se nos respeta más a los pocos críticos de arte que tratamos de pensar el valor en las artes por fuera de ese juego perverso que pareciera haber sido impuesto por el (mal) gusto de los (nuevos) ricos, y que en realidad es una asimilación voluntaria de todas las producciones estéticas en los mecanismos de mercadeo de la cultura de masas. A los críticos ya ni siquiera nos queda el lugar heroico del idiota del pueblo ante el traje nuevo del emperador. "¿Si el emperador está desnudo, cómo es que su traje vale miles de libras esterlinas?" nos retrucan los artistas, el público, y lo que es peor: los jefes de redacción de quienes depende nuestro pan.
     Ahora bien: en poesía, donde este fenómeno financiero todavía no sucedió (a lo cual atribuyo la indiferencia de las masas hacia este arte), cabe hacerse la pregunta: ¿cómo verificar la calidad de los productos de una actividad creadora superdemocratizada? Y está muy bien eso que vos decís de que hasta ahora nadie se ha muerto de mala praxis poética. Porque pone de manifiesto que tampoco hay en poesía un criterio de eficacia que permita medir objetivamente la mera capacidad técnica de cada poeta.
     Nos gusten o no, mercado y eficacia son los dos criterios que tiene nuestra época para definir el valor. Volviendo a mi ejemplo, tampoco nadie se ha muerto por mirar un feo tiburón embalsamado; pero encontrárselo en un museo de arte es algo tan raro, y lo raro es tan valioso sólo por escaso, que la escasez del producto en cuestión podría hacer de su rareza el fundamento de su valor... mercantil, claro. Pero dadas las condiciones de producción de la poesía, que determinan su extrema abundancia —rayana en la banalidad— esta posible valoración por la rareza tampoco funciona. Este problema sí está resuelto en el periodismo, donde la accesibilidad del tema es inversamente proporcional a su valor comercial: un periodista free-lance que revelara secretos militares o mostrara la intimidad oculta de un gran personaje, vendería su nota rápidamente. No así en poesía, donde no sólo el material aparente es "barato" (la palabra escrita, en sociedades con una buena educación pública) sino que los temas parecen ser ampliamente accesibles: amor, muerte, la luz del sol, etcétera.
     Tu apelación, en una lectura superficial, puede interpretarse (mal) como una simple apelación a la calidad del oficio. Pero hay mucho más. Tu nota, la cual a primera vista se trataría simplemente de la ausencia de un "convenio tácito" (Seferis) a la hora de definir "qué podemos entender por poesía y qué podemos valorar positiva o negativamente en un texto poético", denuncia además "el descuido —o, llanamente, la ignorancia— de las herramientas elementales de la poesía, que no puede sino derivar en el embotamiento de la sutileza estilística de las obras" y "la crisis del discernimiento crítico, cuyo explicable desconcierto ha favorecido un ejercicio irresponsable de esa función, a menudo más ligada a los intereses de la 'política literaria'; que a la conciencia estética".
     La ausencia de "un" convenio tácito, bien puede significar también la presencia de varios convenios tácitos que se superponen y contradicen entre sí. Uno de estos convenios podría consistir, precisamente, en una deliberada infravaloración de dichas herramientas.
    En ciertos ambientes poéticos muy influidos por la situación mercantilista de las artes plásticas, habría un convenio tácito fundado en el valor de la rareza, convenio tácito tal que un poema inexpresivo, infantil, lleno de errores ortográficos o sencillamente inane, valga tan sólo porque uno no se encuentra todos los días con un caradura que tenga el coraje de publicar algo así. La ignorancia, real o fingida, de las herramientas literarias más elementales, desde un punto de vista fundado en ciertos criterios de mercado, podría ser un valor. Para no insistir con el ejemplo del tiburón embalsamado (el que además, encima, puede estar "mal" embalsamado, para indignación del público taxidermista) diré que esa es también la lógica que rige el alto rating de programas televisivos "extremos", deliberadamente "enfermos", como "Jackass" (donde se muestra a gente real haciendo, sin dobles ni efectos especiales, cosas que mucha gente mira porque son de una estupidez sublime, casi impensable).         
    Índices de rating aparte, yo creo que sí existe una solución de continuidad entre el mal poema premiado y el producto amateur sin más. No ver este corte impide entender a fondo la situación actual del canon poético nacional. Tomar por mediocre a un buen poema malo, es como confundir la pobreza con el crimen. ¿Qué aplaude hoy el "buen" crítico argentino de poesía? No "lo primero que sale", sino eso mismo, siempre y cuando sea lo suficientemente "primario" para ser raro. Porque lo raro, siempre y cuando haga serie, y pueda ser coleccionable, "hace" mercado. Todo depende de la siempre renovada capacidad de asombro de los coleccionistas... y de las masas (aquí uso "masa" como una categoría menos social que ética: implica pereza mental, escasa autoconciencia, falta de autocrítica).
     Si suponemos una coincidencia entre los gustos de la élite financiera actual y los de las masas, podríamos también trazar algún paralelo entre el totalitarismo bonapartista, arribista, squatter, que muchos le sospechamos al nuevo estilo dominante (las neo-neovanguardias) y algún totalitarismo anterior, cuyas élites también habrían provenido de las masas. La semejanza entre el nazismo y las vanguardias ya fue señalada por autores contemporáneos tan disímiles como Juan José Sebreli (en su libro La aventura de las vanguardias) y Gérard Haddad (psicoanalista, autor de Manger le livre y Los biblioclastas). Mientras que Sebreli acusa a las vanguardias de premodernas y reaccionarias, Haddad analiza su rechazo de la tradición como síntoma de un odio al padre tal, que impide ser padre. Al creer —como creyó Freud, en una zona especialmente contradictoria de su teoría— que al padre hay que matarlo, no incorporarlo mediante el banquete caníbal, las vanguardias se asemejan a cualquier otra forma de mesianismo. Según Haddad el vanguardista, lo mismo que el fascista, en vez de "comer el libro" (incorporar la tradición, como hace el moderno) lo quema, o no lo lee, o lo reduce a opúsculos y consignas. El minilibro vanguardista es un libro que ya viene quemado, incomestible, adelgazado de toda posibilidad de transmisión de saberes entre generaciones. En este punto la tesis de Haddad se articula con lo que plantea el poeta florentino Mario Luzi: "...moderno es el que sufre la contemporaneidad, el que la vive dramáticamente, el que la mide ... con los cadáveres, a veces bellos, que (ella) ha dejado a sus espaldas ... en tanto que es contemporáneo quien actúa en la chatura del horizonte fundiéndose a lo cotidiano sin una perspectiva ética y mental que tome distancia de los cambios del mundo". ("¿Modernos? ¿Contemporáneos?" en Hablar de Poesía, número 3).
     Lo elitista nacido de las masas es, en virtud de su necesidad de diferenciación, un tour de force insostenible. Cualquier aficionado filma el Empire State; Andy Warhol no le sacó la cámara de encima en veinticuatro horas. Cualquier chica que no sea tímida te cuenta sus problemas íntimos; Tracy Emin mostró el año pasado en la Tate Modern Gallery de Londres (no fui; me contaron) un video autobiográfico tan brutal como banal. Cualquier naturalista pone en sus versos un poquito de basura; Daniel García Helder hizo de la contemplación de la basura una ascesis tortuosa, describió pilas y pilas de basura en detalle, dedicó años a eso, escribió una primera versión de El Guadal que eran como sesenta páginas de poemas sobre basura. Que además eran poemas buenos, pero pocos imitarían algo tan insoportable de hacer: allí hay rareza, eso es valor. A diferencia del "mal" mal, el "buen" mal no es solamente malo: es malo y mucho, es malo y está bien hecho, es perfectamente malo, es imposible hacerlo peor. Sigue la lógica de las vanguardias... o la del rock'n'roll, la de la cumbia. Parece chanta ganar millones tocando una música simple; pero ¿quién soporta ser una estrella de rock'n'roll? ¿O quién se banca ser La Mona Giménez? Hay una grandeza de lo barato. Cualquier tonto escribe un poema mediocre en un rapto de optimismo respecto del propio talento. El que vos citás de la casita de muñecas no es mediocre: ha sido escrito por alguien que evidentemente se esforzó en parecer afectado por el síndrome de Down, y logró con ello un cierto patetismo, nada desdeñable, del que carecería sin ese esfuerzo.
     Recuperar hoy la posibilidad de apelar a la calidad del oficio a la hora de juzgar poesía, es una utopía noble, y quizás la única sensata; pero equivaldría a negar no sólo años de labor destructiva y creativa por parte de las vanguardias, sino además el hecho de que Helder y otros "buenos malditos" en realidad se destacan por su buen oficio. También equivaldría a darle la espalda al consenso de un canon fundado, no ya en el valor de la novedad —como sugería Kuspit— sino en la noción mercantil del valor de lo raro; por la cual se sobrevalúa a veces lo marginal, lo berreta, lo extraordinariamente malo en todo sentido. (Dice Piglia de Roberto Arlt, en Respiración artificial: "Es malo en el sentido moral del término").
     Lo que sí se podría juzgar es algo que también está sugerido en tu artículo: establecer criterios para la calidad de la poesía luego de pensar categorías de un "saber hacer" en el sentido más amplio. Juzgar, por ejemplo, una especificidad: hasta qué punto la poesía de alguien es específicamente poética, por oposición a la prosa. Valorar no sólo la ingeniería del poema, sino su arquitectura y su diseño, su relación con las tradiciones del género, y, lo más importante: su capacidad de transmitir la verdad humana de una experiencia. Ya sabemos que un poema, por más que esté mal construido, no se va a caer; pero ¿sostiene, desarrolla un sentido? ¿Significa? Podrá carecer de cohesión, pero ¿tiene coherencia? En suma, de lo que se trata es de oponerse a las élites populistas que sobrevalúan la estolidez extrema por su rareza. ¿Oponerles qué? Tu sugerencia es acertada: oponerles saberes críticos fundados en nociones mucho menos azarosas y que en algún punto encajarían en el criterio técnico.
     Pero se trataría de un criterio técnico reformulado: no ya en términos funcionales, de simple eficacia (como en el ejemplo que das vos del cirujano), porque esa eficacia es indemostrable en poesía. No sería un criterio técnico objetivo fundado en la perfección de la forma (aunque tal criterio siga rigiendo en la narrativa y en el cine, para las artes y la poesía cayó con las vanguardias y ya no se levantará), ni uno extremadamente subjetivo fundado en el gusto. Para hacer una mejor poesía, se trataría de forjar una síntesis más consciente (de sí y para sí) entre lo subjetivo y lo objetivo. Parece una perogrullada, pero hay que decirlo: la función de la crítica es velar por la calidad del poema desde el punto de vista de la poesía (sus tradiciones, sus estilos) y no desde el punto de vista del lector-consumidor que se encuentra, por así decirlo, en una góndola del supermercado con el poema, y que se hace las preguntas del caso: ¿qué es esto? ¿es bueno? ¿cuánto vale?
     El de la (auto)crítica de poesía es un saber, no sólo del oficio, sino "gerencial": un saber de la gestión de lo poético. Sus objetos de estudio tienen que ser ubicados en el campo de la poesía, ser seguidos en el movimiento de su diálogo con otras obras, y para esto tienen que ser pasibles de desarrollo. Por lo tanto, no conviene que sean demasiado originales, aunque así sean los objetos de la crítica que podríamos llamar filistea, cuyo criterio de industria cultural (masa/mercado) valoriza lo raro. Porque la obra rara es extrema, excesiva, marginal, demasiado pura o un producto de cruzas bizarras, y en cualquier caso determina un "non plus ultra" que no deja, en principio, mucho margen para desarrollos futuros. Las obras raras, que tanto gustan a los aficionados, pero que no por ello deben confundirse con las producciones mediocres, suelen encontrarse menos al comienzo que al final de un camino o de un posible linaje. La mejor manera de frustrar a una persona joven que recién empieza a escribir, es alentar su imitación. Las buenas malas obras son su propio cabo de raza, son a veces el resultado de mezclas de estilos que no podrán sostenerse una generación más. En algunos casos, no podrán sostenerse un libro más. Para nombrar solamente las mejores: el buen mal kitsch político-vanguardista de Juan Gelman es tan chozno de César Vallejo, que antes de tomarlo por modelo más valdría repetir nuevamente el experimento rubendariano de mezclar Góngora con Quevedo y ver qué pasa. Ni qué hablar de la tan festejada novela monstruo, Rayuela de Cortázar, pródiga en sorpresas y regocijo, pero que nunca enseñó a nadie a escribir un capítulo potable. O de los versos-flash de Alejandra Pizarnik, esos relámpagos: tan totales, tan únicos, tan ellos mismos, tan mal imitados...       
      Un saber verdaderamente crítico de la poesía sería, ante todo, productivo. Sin monstruos ni estrellas, un saber no de cosas ni de casos, sino de relaciones: un dominio del código. Tal vez la estética "guaranga" fundada en una mítica alianza de los nuevos ricos y las masas, ligada a una "sensación joven" en las artes, no pase de esta generación. No es una profecía, sino una expresión de deseo: el valor se correrá de lugar. Seguro que hay que revalorizar el saber hacer. Habrá que reconquistarlo a través de procesos educativos que, por despreciados actualmente —y despreciados por hoy abundantes—, estarán al borde de la extinción, y habrán vuelto a ser difícilmente accesibles.
     Hoy podemos constituir redes que preserven estos saberes y los profundicen. El mundo del arte y de la poesía es una serie de olas. Nosotros somos la próxima.
     Un abrazo,
                               Beatriz Vignoli


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4


LA TRADUCCIÓN POÉTICA

Por Alejandro Bekes
El Cristo de Nerval

De una peculiar manera de lidiar con sus mitos, de tratar de entenderse y de consumarse a partir de sus mitos, extrae cada época su carácter, su tonalidad inconfundible. En ese afán de entendimiento y consumación se plasma la condición de los hombres que la sufren. Los relatos que nos hemos contado en la penumbra son la honda corriente a cuya deriva nos debemos, sin saberlo del todo, probablemente, nunca. Los poetas, como los rabdomantes, pueden adivinar el flujo de esos torrentes subterráneos y decir en voz baja, donde una fuerza incontrastable atrae desde el suelo su vara de avellano: Aquí. Cuando un poema nos sobrecoge, cuando la palabra nos perturba moral y físicamente, es porque ha tocado o rozado al menos la fuente viva de un mito.
         No me refiero a los curiosos relatos que pueblan los libros de mitología, sino a los que informan en secreto nuestro vivir, a los que nos resistimos íntimamente a llamar mitos. Éstos son los que cuentan. Los románticos inauguraron una era nueva porque descubrieron un modo nuevo de escuchar esa voz arcana. Se aproximaron a los mitos y no vieron ya en ellos, como sus pares del Renacimiento, bellas alegorías para representar lo sabido. Se inclinaron sobre la fuente oscura y no vieron su cara, porque su propia sombra se lo impedía. Comprendieron que así debía ser; el misterio sólo podía ser revelado. Pretender explicarlo era una impostura; más todavía: un sacrilegio. Pero su entusiasmo impulsó la investigación. Un poderoso desenterramiento se lleva a cabo durante el siglo XIX. Entre el innumerable dédalo de huellas que se descubren, están las de una larga historia, que apenas hace unas cuantas décadas hemos empezado a entender mejor.
         Entre los siglos II y IV de la Era Cristiana, una dispersa comunidad de religiosos se opuso con gran fervor a la constitución jerárquica de la iglesia, al mismo tiempo que intentaba salvar a Dios. Eran los gnósticos, nombre derivado del griego gnósis, "conocimiento". No es ningún secreto ese conocimiento secreto, cuyas raíces parecen estar en el platonismo (y en las religiones de misterios) y cuyas ramas se tocan con el neoplatonismo. Dios existe, pero no es culpable del mundo. Un demonio inferior, que Platón llamaba el demiurgo ("el artesano") y que los judíos llaman Jehová, es el responsable de esta calamidad. El Dios supremo, harto de ver su nombre usurpado por el aciago demiurgo, envía a su Hijo a redimir la creación con su sangre. De allí que Jesús diga, en la víspera de su muerte, que ha llegado la hora de juzgar al príncipe de este mundo (Juan, 12, 31).
         Esta heterodoxia intentó, en los siglos que precedieron al lábaro de Constantino, refundir la imagen viva de Cristo con los misterios paganos. Propició el contacto con las infinitas creencias que se agitaban por todo el Imperio. Era el reino del sincretismo, el paraíso de las semejanzas; todo tenía que ver con todo. Isis era la Virgen Madre; Cristo era Osiris, muerto y despedazado, aunque en otro sentido era Horus, el Hijo...          
         ¿En qué afectaba tal proyecto teológico a la ortodoxia, y por qué esa ortodoxia se dio a perseguirlo con tanta saña, sin vacilar en pedir auxilio al poder imperial? El descubrimiento de los papiros de Nag Hammadi (hallados en 1945, pero no descifrados hasta fines de los 60) ha revelado elementos sugestivos. Por ejemplo, que la imagen de una Diosa no fue ajena a algunos conventículos del movimiento, que además propendían a dar a las mujeres un espacio sacerdotal. O bien, que el ideal gnóstico no era una mera imitatio Christi, ni mucho menos la obediencia a la normativa eclesiástica, sino algo que sonaría a la vez sublime y blasfemo: no imitar ni servir a Cristo, sino hacerse Cristo, ser Cristo. Esta doctrina revulsiva y aquellas identificaciones desaforadas fueron combatidas enérgicamente por los obispos, que al fin lograron imponerse; a esa imposición se la llama ortodoxia.
         Pero la historia no terminó allí. La doctrina cristiana, a partir de San Pablo, se forja injertando el mensaje evangélico en el corpus filosófico griego. Después de todo, Platón y Aristóteles y los estoicos habían arribado —con la sola luz de la razón— al concepto de un Dios único, de un Dios que Filón de Alejandría (como un perfecto cristiano avant la lettre) había procurado asimilar serenamente al fulminante Dios de Moisés. Entiendo que este proyecto admite una lectura política, que resumo o reduzco así: la teología satisface el afán intelectual de los doctos; la religión, en cambio, es para el pueblo y debe ser convenientemente purgada de elementos paganos. El cristianismo encierra así una contradicción insoluble; su ortodoxia no es más que una solución de compromiso. En efecto, no hay sombra de religión en los filósofos; su Dios es un mero ente de razón. Usar la jerga de la filosofía para justificar la fe en un Dios muerto y resucitado es poco menos que blasfemo. (Unamuno, en El sentimiento trágico de la vida, nos recuerda que la inmortalidad del alma, a la manera platónica, y la resurrección de la carne, a la manera paulina, son incompatibles).
         Se trata, pues, de una solución política. Para la ortodoxia, el peligro es que los fieles, los simples, confundan a Cristo con Atis o Dioniso o Adonis. Los dioses y semidioses que mueren y resucitan, los renovados hijos de la Gran Madre, deben ser extirpados de la conciencia popular. Las herejías (el gnosticismo entre ellas) ponían en entredicho la prohibición, se entregaban sin freno al juego del sincretismo. La represión era inevitable.
         Sin embargo, los dioses no mueren; no, al menos, cuando nosotros queremos. La propia palabra pagano nos ilustra al respecto: la religión antigua (aunque no fuera más que como superstición o disimulada bajo toda clase de atributos e imágenes sincréticas) sobrevivió en la campaña, en el pagus. La iglesia se asimiló entonces todo lo que no podía desterrar. San Jorge mata al mismo dragón que Perseo; Pan con sus patas de chivo mora todavía, demonizado, en las selvas; las ninfas se volvieron brujas horribles o ambiguas hadas, fatae 1. Esto quiere decir que el fermento que había animado a las herejías nunca cesó. La potente resurrección del culto mariano (a partir del siglo XI), el desparpajo de la poesía goliardesca y la pétite Renaissance del siglo XII, las herejías populares que desataron la furia inquisitorial en los siglos subsiguientes, no son más que ejemplos. ¿Quién no ve en el Renacimiento un formidable retorno pagano, aunque se disimulara en ropaje de alegorías? ¿No fue la Reforma, entre otras muchas cosas, una reacción contra el paganismo de Roma? No se trata, claro está, de una vuelta al pasado, sino del desarrollo de tensiones que expresan la contradicción inherente al legado cristiano.
         En los albores de la modernidad aparecen inextricablemente unidas la ciencia y la magia, el fervor humanístico y la cabala, la astronomía y la astrología. La racionalidad de la época no era la de hoy, desde luego; y aun debe considerarse una licencia hablar tan sueltos de "racionalidad" para referirnos a lo que cada época considera verdadero, o por lo menos, aceptable. Una extraña revelación había acontecido. La leemos en Ficino y en Pico della Mirándola; la suponemos sin mucha violencia en fray Luis de León, e incluso en el fervor alquímico de Isaac Newton; la reencontraremos con todas las letras en la Ciencia Nueva de Vico. Está por todos lados, jugando sus dados paralelamente al modelo cartesiano. Digámoslo: frente a la creencia, contra la creencia en el progreso de la ciencia, se yergue o se oculta, según los tiempos, la creencia de que los antiguos supieron más, mucho más que nosotros. La profusa y confusa tradición gnóstica, que como un río misterioso aparece y reaparece, es ejemplo emblemático de esta creencia. Las más de las veces la encontramos bajo la forma de sincretismos de toda clase. Pagano y cristiano, occidental y oriental, alquimista y científico son la misma cosa, porque todo, a la larga, es uno y lo mismo.
         El romanticismo, con su religión de la poesía, sus apasionadas contradicciones y su fervor analógico, es así el heredero de una tradición milenaria, la consecuencia remota de enterradas persecuciones y oscuros mitos. Nerval, romántico sigiloso y epigonal, no sólo identifica a Cristo con Ícaro, con Faetón y con Atis, sino que oye el silencio de la sibila délfica bajo el arco de Constantino, y el misterio de amor que en el metal reposa.
         Cristo es el problema de los románticos, como el de tantos otros. Pero ellos lo sufren de un modo peculiar. No pueden evitar identificarse con este Prometeo sufriente que (recordemos a Abel Martín) "es el hombre que purga en la cruz los pecados de la divinidad". Nerval lo expone claramente:


Quand le Seigneur, levant au del ses maigres bras
Sous les arbres sacrés, comme font les poètes...

         Cristo es el hermano mayor, es el poeta maldito que sus hermanos sacrificaron por haberles revelado el secreto. Su palabra es también poesía. Para la ortodoxia, su palabra cura, redime, salva. Aun su silencio promete; así lo ve el libretista de la Pasión según San Juan: Cristo en la cruz responde a la pregunta angustiosa del creyente: "¿Ha muerto al fin la muerte? ¿Estoy libre por fin de la aniquilación?" Jesús nada dice, pero su cabeza muerta se inclina... afirmando. La muerte de Jesús nos dice que la muerte murió.
        Los cinco sonetos de Nerval al Cristo de los Olivos parafrasean un poema anterior, el Sueño de Jean-Paul Richter, en que Jesús anuncia a todos los muertos la muerte de Dios, la orfandad cósmica. Madame de Staël había adaptado este poema, con el título de "Un songe", en su libro De l'Allemagne. A esa adaptación le faltaba el final, donde ocurre la visión tranquilizadora de un crepúsculo penetrado por la presencia de Dios; así mutilado, el poema es una profecía de la desesperación. Nos consta que Nerval conoció el texto integral, puesto que pudo disponer de dos traducciones fidedignas. Eligió, como es evidente, perpetuar el equívoco...
       Octavio Paz ha comentado estos sonetos en Los hijos del limo. Nerval, nos dice Paz, suprime los elementos confesionales del texto de Jean-Paul y transforma el "sueño" en un mito, arropado en una "solemne música nocturna". En el primer soneto, el verso Le Dieu manque à l'autel où je suis la victime inicia, según la interpretación de Paz, el tema del eterno retorno, que se confirma en el último verso del ciclo:

...César pregunta al oráculo de Júpiter Amón: ¿Quién es ese
nuevo Dios? El oráculo calla, pues el único que puede explicar
al mundo ese misterio es "Celui qui donna l'âme aux enfants du
limón ". Misterio insoluble, pues el que infunde un alma al Adán
de lodo es el Padre, el creador: precisamente ese Dios ausente
en el altar donde Cristo es la víctima.

        El ensayista mexicano no trata de fundamentar su interpretación; nos dice solamente que Nietzsche y Pessoa retomarán (de diverso modo) los temas entrelazados de la muerte de Dios y del eterno retorno 2. Pero la relación está lejos de ser evidente. Una lectura atenta de los sonetos (una lectura que esté tan atenta a la "solemne música nocturna" de los versos como a su contenido manifiesto) podrá, tal vez, convencernos de algo distinto. El Dios que falta al sacrificio de Cristo no es idéntico a aquel que les dio el alma a los hijos del limo. Y es extraño que Paz haya pasado por alto la contradicción de que los hijos del limo sean también hijos del Padre Universal. Creo que en Nerval la contradicción no existe.
      Jesús, alzando al cielo sus brazos, habla para sus discípulos dormidos; su discurso es tremendo, desgarrado, casi demencial. Ellos no lo pueden o no lo quieren oír, pues oírlo los despertaría de un sueño en el que son reyes, profetas o sabios... (¿No resuenan aquí las palabras de Segismundo en su cárcel?) Jesús ha recorrido las esferas errantes, henchidas de una vida terrible; no ha encontrado espíritu en ellas, y en lugar del ojo divino, una órbita negra, "umbral del antiguo caos, cuya sombra es la nada". La sospecha de una Ausencia suprema, de una orfandad sin remedio, estremece el soneto tercero: ¿no habrá muerto el Padre bajo un último esfuerzo del ángel de la noche? ¿No habrá triunfado el Otro? El Cristo agonizante hace entonces algo que no podemos entender sino como una desgarrada ironía: pide socorro al único de sus discípulos que no duerme: a Judas "que al menos tiene la fuerza del crimen". Pilato al fin, que vela por César, manda arrestarlo. En el acto final, Cristo sangra en la cruz. El sacrificio anunciado desde los siglos se consuma, la tierra se embriaga de ese icor prodigioso. Triunfa también la mixtura: la lanza en el costado de Cristo es la del augur romano, que interroga las vísceras; el oráculo que exige César es el de Amón, cuyo templo en las arenas de Libia se decía vinculado, desde la más remota antigüedad, al más venerable de Grecia, el de Zeus en Dodona. Sin embargo, el oráculo calla, y es para siempre. El único que podría responder no es tampoco ese Dios que falta en el altar y en el abismo abierto entre los soles, ese Dios al que en vano interroga el Cristo doliente, para saber si algo sobrevivirá cuando él haya muerto... sino "aquel que les dio el alma a los hijos del limo". Me parece que la voz del poeta no se equivoca al negarle, a este último, nombre divino: al negarle un nombre.
         Puesta a negar, la razón puede negarlo todo, menos a sí misma. Y ella misma, al reconocerse, ¿cómo no ha de reconocer su límite, su imposibilidad de explicarse? Afirmar el carácter histórico del Dios cristiano, acusar su condición contingente y mortal, ¿consigue aplacar la insistencia irónica de nuestros ojos en el espejo? Todo en el universo tiene explicación para nosotros, menos el hombre mismo. El hombre es el escándalo. ¿Quién, pues, nos ha dado el alma? ¿Quién, o qué, es ese poder que hizo en nosotros el experimento terrible? Suprema locura del demiurgo, tal vez. Suprema blasfemia. Pero este inventor de almas no es pensable, está más allá de nuestra razón, está más allá de los nombres y de la historia.
         Los mitos son experiencias, y no sólo palabras. Sólo podemos asomarnos a ellos. No nos es dado levantar su misterio. He intentado mostrar solamente que una interpretación alegórica (como la de Octavio Paz) está lejos de dilucidar lo que expresan estos cinco sonetos. Tampoco lo harán, desde luego, las aproximaciones que hago aquí con la gnosis y sus vagos profetas. Precisamente porque su misterio permanece, es que he sentido el deseo de recrearlos. Como bien sabemos, la poesía nos deja siempre en el umbral de una revelación. Del otro lado del arte empieza el silencio.

Concordia, 31 de mayo de 2002


NOTAS


1 La transformación de las fatae, temibles diosas del destino, en las hadas benéficas que traen regalos a los niños, es como el reverso de un viejo dibujo; en la Hélade, las implacables erinnias fueron llamadas euménides, "benévolas". Un modo de disfrazar el miedo, vestir de bondad lo que nos asusta.2 " Que el Zaratustra de Nietzsche no fue el primero en anunciar la muerte de Dios, es cosa sabida; mucho antes que Nerval, lo había dicho Hume... Y mucho antes que todos ellos, los cristianos. A quien crea que no se puede ir más lejos en esto, le sugiero releer el ensayo de Borges "Sobre el Biathanatos", cuya conclusión es "barroca", vale decir muy lógica, escandalosa e increíble.


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Gérard de Nerval

Cristo en el Monte de los Olivos
*
Le Christ aux Oliviers

Versiones de Alejandro Bekes



Le Christ aux Oliviers

Dieu est mort! le ciel est vide...
Pleurez! enfants, vous n 'avez plus de père!
Jean-Paul



I


Quand le Seigneur, levant au ciel ses maigres bras
Sous les arbres sacrés, comme font les poètes,
Se fut longtemps perdu dans ses douleurs muettes,
Et se jugea trahi par des amis ingrats;



Il se tourna vers ceux qui l'attendaient en bas
Rêvant d'être des rois, des sages, des prophètes...
Mais engourdis, perdus dans le sommeil des bêtes,
Et se prit à crier: "Non, Dieu n 'existe pas! "



Ils dormaient. "Mes amis, savez-vous la nouvelle?
J'ai touché de mon front à la voûte éternelle;
Je suis sanglant, brisé, souffrant pour bien des jours!



"Frères, je vous trompais: Abîme! abîme! abîme!
Le dieu manque à l'autel où je suis la victime...
Dieu n 'est pas! Dieu n 'est plus! " Mais ils dormaient toujours!.



II

Il reprit: "Tout est mort! J'ai parcouru les mondes;
Et j'ai perdu mon vol dans leurs chemins lactés,
Aussi loin que la vie, en ses veines fécondes,
Répand des sables d'or et des flots argentés:


"Partout le sol désert côtoyé par des ondes,
Des tourbillons confus d'océans agités...
Un souffle vague émeut les sphères vagabondes,
Mais nul esprit n'existe en ces immensités.


"En cherchant l'oeil de Dieu, je n'ai vu qu'un orbite
Vaste, noir et sans fond, d'où la nuit qui l'habite
Rayonne sur le monde et s'épaissit toujours;


"Un arc-en-ciel étrange entoure ce puits sombre,
Seuil de l'ancien chaos dont le néant est l'ombre,
Spirale engloutissante les Mondes et les Jours!



III

"Immobile Destin, muette sentinelle,
Froide Nécessité!... Hasard qui, t'avançant
Parmi les mondes morts sous la neige éternelle,
Refroidis, par degrés, l'univers pâlissant,


"Sais-tu ce que tu fais, puissance originelle,
De tes soleils éteints, l'un l'autre se froissant...
Es-tu sûr de transmettre une haleine immortelle,
Entre un monde qui meurt et l'autre renaissant?...


"O mon père! est-ce toi que je sens en moi-même?
As-tu pouvoir de vivre et de vaincre la mort?
Aurais-tu succombé sous un dernier effort


De cet ange des nuits que frappa l'anathème?...
Car je me sens tout seul à pleurer et souffrir,
Hélas! et, si je meurs, c'est que tout va mourir!"



IV

Nul n'entendait gémir l'éternelle victime,
Livrant au monde en vain tout son cœur épanché;
Mais prêt à défaillir et sans force penché,
Il appela le seul —éveillé dans Solyme:


"Judas! lui cria-t-il, tu sais ce qu 'on m'estime,
Hâte-toi de me vendre, et finis ce marché:
Je suis souffrant, ami! sur la terre couché...
Viens! ô toi qui, du moins, as la force du crime!"


Mais Judas s'en allait, mécontent et pensif,
Se trouvant mal payé, plein d'un remords si vif
Qu 'il lisait ses noirceurs sur tous les murs écrites.


Enfin Pilate seul, qui veillait pour César,
Sentant quelque pitié, se tourna par hasard:
"Allez chercher ce fou!" dit-il aux satellites.



V

C'était bien lui, ce fou, cet insensé sublime...
Cet Icare oublié qui remontait les cieux,
Ce Phaéton perdu sous la foudre des dieux,
Ce bel Atys meurtri que Cybéle ranime!


L'augure interrogeait le flanc de la victime,
La terre s'enivrait de ce sang précieux...
L'univers étourdi penchait sur ses essieux,
Et l'Olympe un instant chancela vers l'abîme.


"Réponds! cria César à Jupiter Ammon,
Quel est ce nouveau dieu qu 'on impose à la terre?
Et si ce n 'est un dieu, c'est du moins un démon... "


Mais l'oracle invoqué pour jamais dut se taire;
Un seul pouvait au monde expliquer ce mystère:
—Celui qui donna l'âme aux enfants du limon.


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Cristo en el Monte de los Olivos

¡Dios ha muerto! y el cielo está vacío...
¡Llorad, criaturas, ya no tenéis padre!
Jean-Paul Richter



I



Cuando el Señor, alzando bajo el bosque sagrado
Como un poeta al cielo sus dos brazos desnudos,
Se entregó largamente a sus dolores mudos
Y de ingratos amigos se juzgó traicionado,



Hacia abajo, hacia ellos fue su mirada triste:
Ahítos, a su sueño bestial abandonados,
Soñaban con ser reyes, profetas o mitrados...
Un grito de su boca salió: "¡No, Dios no existe!"



Y aún dormían. "Amigos, ¿conocéis la noticia?
Yo os engañaba, hermanos. Se ha golpeado mi frente
Con la bóveda eterna, y he vagado, sufriente,



Ensangrentado y roto: ¡sólo abismos se abrían!
Al altar donde soy la víctima propicia
Dios falta. ¡Ya no hay Dios!" Y ellos siempre dormían.



II

Dijo aún: "¡Todo ha muerto! Yo recorrí los mundos
Y mi vuelo perdí por sus lácteos parajes
Hasta donde la vida, de sus senos fecundos,
Derrama arenas de oro y plateados oleajes:


Siempre un suelo desierto que costean ondeantes
Torbellinos confusos de oceánicas bravuras...
Un vago soplo agita las esferas errantes
Pero ningún espíritu habita esas alturas.


Busqué el ojo de Dios y vi, vasta y sin fondo,
Una órbita negra por la noche habitada
Que sobre el mundo irradia su horror siempre más hondo.


¡Un extraño iris ciega esa fosa sombría,
Umbral del viejo caos cuya sombra es la nada,
Espiral que se traga las estrellas y el día!



III

¡Impasible Destino, callado centinela,
Fría Necesidad! Azar que allí se mueve
Y entre los mundos muertos bajo la eterna nieve
Al pálido universo paso a paso congela,


¿Sabes tú lo que haces, original potencia,
De tus soles extintos y su mutua violencia?
¿De verdad tú transmites un inmortal aliento
Entre un mundo que muere y un mundo en nacimiento?


¡Padre mío! ¿Eres tú a quien siento en mí mismo?
Tu poder de vivir y vencer a la muerte
¿No habrá ya sucumbido bajo el ímpetu fuerte


De aquel ángel nocturno condenado al abismo?
Pues me entrego muy solo a llorar y a sufrir
Y si muero, ¡ay, entonces todo se va a morir!"



IV

De la víctima eterna nadie oía el gemido
Que al mundo daba en vano su corazón abierto,
Y él, entonces, al único en Solyma despierto
Llamó, desfalleciente, agobiado y vencido:


"Judas, gritó, tú sabes lo que quieren conmigo;
Date prisa en venderme y da el trato cerrado:
Tendido en esta tierra estoy sufriendo, amigo;
¡Ven, tú que al menos tienes la fuerza del pecado!"


Pero Judas se iba, dudando, descontento,
Hallándose mal pago, con tal remordimiento
Que escrita en cada muro leía su maldad.


Al fin sólo Pilato, que por César velaba,
Se volvió y al acaso, o tal vez por piedad:
"Arresten a ese loco" —a su guardia ordenaba.


V

Era él, aquel loco, el sublime extraviado...
¡Ícaro que a los cielos retomaba el camino,
Faetón aniquilado por el rayo divino,
Atys a quien Cibeles reanima, asesinado!


El flanco de la víctima el augur indagaba,
La tierra se embriagaba de esa sangre sin par...
Aturdido, en sus ejes el orbe se inclinaba;
El Olimpo, un instante, vaciló sobre el mar.


"¡Responde!, gritó César a Júpiter Amonio,
¿Qué nuevo dios se impone a la tierra? Te intimo
A que digas si es dios o si, en fin, es demonio."


Pero el ansiado oráculo ya negaba su imperio;
Uno solo podía explicar tal misterio:
—Aquel que les dio el alma a los hijos del limo.




 
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