REVISTA FÉNIX | Nro. 4


Sumario: Octubre 1998



1| PALABRA EN EL TIEMPO
Autor
Título
Alejandro Bekes
Los caminos tortuosos
2| POESÍA
Autor
Título
Rafael Felipe Oteriño
Vicente Gallego
César Cantoni
3| ESCRITURAS
Autor
Título
Juan José Hernández
Poesía y región
Ricardo H. Herrera
Dos discursos sobre la traducción
4| LA TRADUCCIÓN POÉTICA
Autor
Título
Horacio Castillo
La poesía de Takis Varvitsiotis
Takis Varvitsiotis
(versiones de Horacio Castillo)
| Elegía matutina | Arabesques | Pasado | Solsticio invernal | El cielo está muy azul | Manos unidas | Tanta belleza | Lágrimas secas sobre las piedras |
5| PIEDRA DE TOQUE
Autor
Título
Santiago Sylvester
Entre el cosmopolitismo y la tradición (Jorge Calvetti)
Ricardo H. Herrera
Un lirismo premeditado (Juan Rodolfo Wilcock)
Rodolfo Alonso
¿Tiene aún la poesía porvenir? (Olga Orozco)
Eso que resplandece, inasible, en la memoria (Inés Aráoz) 
Silvia N. Barei
Como un cuerpo, o una casa (Cristina Piña)
Elisa Molina
La partitura y el intérprete (Ricardo H. Herrera)


2

POESÍA

Por Rafael Felipe Oteriño

El orden de las olas

He permanecido muchos años en silencio
sin que el silencio dejara oír su plegaria.
En tardes iguales, mientras el caballo
balanceaba su cabeza de derecha a izquierda,
y en la sucia calle comenzaba el verano.
En cuartos cerrados, desplegando mapas
para conocer la geografía oculta del mundo,
hasta que la lluvia se deshacía
en la cabellera larga de las palmeras,
insomnes y remotas. ¿Qué portaban?
                          Porque he visto y esperado
todo cuanto un hombre puede ver y esperar,
y sólo vi que lo más fuerte se adelgazaba
hasta desaparecer; que lo más sólido
se derrumbaba sin estrépito
y era cubierto por una fina luz agonizante;
que la sombra trazaba el arabesco
en el que todos nos extraviábamos,
cansadas las manos de hilar esa trampa. ¿Qué decían?
                          La Forma, la forma del mundo,
desintegrada también entre los dedos
apenas pretendíamos apresarla, comulgar con ella,
acercar nuestra súplica para su resurrección.
Una máscara le cubría el rostro,
y era esa máscara lo que veíamos. ¿Qué veíamos? 
                          En la playa,
los cangrejos esperando la caída del sol
para iniciar su cabalgata en la arena y morir;
en la colina, entre las piedras calcinadas
de una ciudad desconocida,
las lagartijas cruzando junto a los pies
como latiguillos, instándonos
para que siguiéramos; en sueños,
el invisible océano delante,
vestido de pétalo o de araña,
de arena fina o pez. ¿Hacia dónde íbamos?


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*

Hijos de un lugar

Cantábamos sin la lengua adecuada,
cantábamos con la voz del relámpago
y la urgencia del trueno.
Pero nuestro canto estaba inflamado
desde muy atrás:
por voces que nos sostenían
con su cantar ininterrumpido.
Con la convicción de los hermanos mayores,
con el diamante en el pecho
de los que nos habían precedido,
hijos de un lugar, cantábamos:
una canción más alta que nosotros mismos,
una Arcadia más rica
que la corriente del agua entre los dedos.
¿A quién cantábamos?, ¿con qué imágenes
y artes desconocidas cantábamos,
que el relámpago nos tocaba el hombro,
y no lo sentíamos; que el trueno
se volvía duro y áspero, y no lo sabíamos;
que las manos tiraban de nosotros,
y no obedecíamos? Cantábamos
con labios acostumbrados sólo a cantar;
cada vez más lejos de nuestras casas,
en calles que ni los propios padres
reconocerían. Cantábamos, ¿lo recuerdas?,
y las cabezas rodaban de los cuerpos, aún cantando.


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*

Ética del agua

Si de la lluvia, correosa gota
en el cristal, lo infinito descubre;
si de la cumbre, hacia la llanura desciende,
silenciosa a lo largo de la noche.
Primera enéada en la luz temprana,
en su camino recorre sueño y roca.
En todo caso, sabe a quién oír.


Lenta o precipitada, escurre, salta,
empuja el horizonte cuando salta.
Sabe que en su viaje hay un jardín
que, aún cautivo, espera ser libre.
Avanza un tramo, deja la orilla;
disciplinada, no cede antes de llegar.
En todo caso, siempre calma otra sed.


Su andar de ciego, habla del caminante
que llega de lejos y no pregunta;
del extranjero que ha escuchado otra voz
y hacia ella marcha: hasta el fondo del lago
donde su propia transparencia,
encerrada en círculos, la espera.
En todo caso, sabe dónde ir.


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*


Arras: lo que dimos

Arras, lo que dimos:
las nueve monedas en el plato;
ruedan, se pierden, en hondísimo pozo
caen, y no hay memoria ni aroma
que las restituya. Las dimos
para honrar una palabra;
con la mano extendida, las dimos;
para después, las dimos:
prometimos ser justos,
algunos prometieron ser fieles.
Cada uno sembró en ellas un deseo,
y el deseo no se cumple
ni florece multiplicado: es ahora
conciencia, examen de nuestras posibilidades
y ábaco cruel de nuestros sueños.
No las busques tan lejos:
cada uno, al entregarlas, inventó la inocencia;
cada uno, al recibirlas, sepultó la verdad.
No las busques: en otras manos
cantan; en la calva mirada, en las puertas
sin abrir. Formaron parte del pago:
libres de las manos que las dieron,
olvidadas de la promesa que tenían que cumplir.


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*


A mi madre

Esta piedra escrita con su nombre,
lo dice todo muy claro: la vida concluye
sin profundidad y sin extensión.
Las tibias manos terminan aquí;
las mañanas e, incluso, el mar
aquí se adelgazan hasta convertirse
en una pura línea de polvo y sombra.


Ahora soy yo quien no tiene consuelo:
todavía abrazado a la tierra,
observo las pequeñas flores amarillas
que se inclinan hacia donde aún queda sol.
Entiendo su miedo: sujetaba mi libertad
para que no viera estas imágenes fijas,
para que yo no empezara a morir.


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*


Más fuerte

Más fuerte que a Ulises, es por compasión
que te han atado. Por la seguridad de que sin techo
cae demasiado fuerte la noche sobre ti.
Es para salvarte que te han atado. Para que no llegues
al centro de la isla. Nunca a la isla
donde el verde que buscas se desvanece: lejos de ti
que lo buscas sin conocer las señales.


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*


El muro

Piedra sobre piedra y sobre la piedra, el cielo:
siempre estuvimos detrás de un muro,
y ahora el muro es un sentimiento.
Desmoronado en parte, en parte reconstruido,
su delimitación nos pone a prueba.
Hablamos con las hojas de hiedra
que lo cubren como manos sueltas;
con la puerta entreabierta, hablamos;
con palabras intentamos cruzarlo.
Sólo para decir: no hay ruptura.
Solamente la decisión de mirar más hondo,
más adentro de nosotros.
La voluntad de pujar con cuerpo y alma
hasta que del interior aflore lo exterior;
de cualquiera de sus piedras, el cielo.


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*


La nave

Con las primeras luces de la mañana comenzamos a ver:
primero, fueron puntos fijos en el horizonte;
luego, la gran pared negra del acantilado como una
         nube.
Los brazos y las piernas estaban entumecidos por el
         esfuerzo,
y había gusto a algo muy lejano en la boca.
La cantilena se oía más fuerte que el rumor de las
         olas,
pero no era de nuestros labios de donde partía.
De pronto, la cubierta y los pilares del muelle
se hallaban a muy corta distancia;
tan corta que de un salto podríamos alcanzar la
        orilla.
Por fin encontraríamos abrigo,
por fin la incertidumbre dejaría lugar a la
        certidumbre.
Empujados por la noche, habían huido todos los
        secretos;
de los que quedaron en tierra,
no teníamos más que imágenes rotas.
Con la convicción de haber llegado, soltamos las manos
        de los remos
y dimos el salto,
viendo partir la nave en busca de nuevos ahogados.


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*


La arquitectura

A pocos pasos del silencio, pero mucho más cerca
         de la humildad,
el hábil merodeador de tiendas se acerca a su obra:
ciudades en llamas, bosques inanimados,
árboles que sólo un ojo atento podría reconocer.
La Realidad no era el lugar, los Objetos no tenían un fin,
su perfil en la casa era una acuarela que pronto
         dejaríamos de ver.
Ni siquiera la memoria, que es móvil, estalló más fuerte.
Las manos fueron insuficientes para retenerlos,
la boca no supo hallar el instante para gozarlos,
el dedo dejó una huella liviana, que también se pierde.
Eros hubiera sido la palabra:
una voluptuosidad para caer, un espíritu religioso
         para arrastrar el mundo en la caída.
Sólo la Arquitectura: las olas, las olas muy blancas,
y esta cabeza sobrevolada por grandes pájaros.


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2

POESÍA

Por Vicente Gallego

El lento fuego

He encendido una pipa
esta tarde de paz, esta tarde en que nada
demanda la inquietud de mis sentidos.
No me impongo tareas, y renuncio
a alentar cualquier sueño que traicione mi calma.
Me abandono al descanso, doy las gracias al sol
por esta lentitud que dispone en las cosas,
y respiro en el humo que se aleja
el aroma distante de otros días
en que fumar fue un acto de esperanza
que ayudó a mi costumbre de soñar.
He perdido la fuerza
que encontraba en los sueños, y esta pipa
insiste en apagarse, aunque procuro
encenderla otra vez, porque acompaña
y me ayuda a pensar. Y pienso ahora
que la vida que quise quemar como un cigarro,
con esa combustión continua y descarada,
se parece más bien a este tabaco
que escondido en la pipa se consume
sin mostrar a mis ojos su esplendor,
porque también la vida insistió en apagarse
aunque a veces brillara sobre un hueco de sombras
y ofreciera su aroma, igual que este tabaco
que aún intento encender, y que es ahora
solamente ceniza, ceniza que presagia
esa oscura condena, que ya vamos cumpliendo,
de quemar nuestras vidas
sin sentirlas arder.


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*


La visita

A Francisco Brines

Esta tarde he escuchado
otra vez sus pisadas a mi espalda,
he notado su aliento al abrir una puerta,
y sus huellas están en mis viejos papeles.
Aunque no puedo verlo,
hace tiempo que siento su presencia inquietante
cuando me quedo solo, cuando paso las horas
encerrado entre libros y palabras.
Sus lamentos me llegan confundidos
con el viento que gira en la terraza,
y oscurece su sombra los espejos.
Sé que tengo una deuda.
Mientras sigo escribiendo escucho un llanto.
Y no puedo pagarla.
Mientras sigo escribiendo va muriéndose el día
como una advertencia.
Sé que el plazo ha vencido.
Su tristeza es un ruido que perturba mi vida,
sus reproches se adaptan al sonido
de este vaso con hielo, y a la tarde de otoño,
y al rasgar de esta pluma en el papel
donde ensayo lamentos y disculpas.
Sé que tengo una deuda.
Sé que el alma de un muerto penará por mi culpa.
Ha llegado la noche, y a través del espejo
en que se ha convertido la ventana,
unos ojos sin vida me contemplan.
¡Si yo hubiera podido —les explico—, si yo hubiera sabido!
Y no supe pagarla.
A través del cristal unos ojos me acusan:
son los ojos de un niño que jamás me perdona
el haber confundido su futuro y sus sueños
con la vida sin sueños, con el triste futuro,
de ese hombre que ahora
teme al vidrio y esquiva su mirada.


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*


La fecha señalada

Para mi abuelo Víctor,
en el día de su muerte.

Con lentitud apuro el tabaco de hoja
mientras la noche aguarda en la terraza.
A acompañarla salgo, allí me esperan
las macetas de barro, los cuidados
que en ellas puse y son ya flores, todo
lo que sabe a mi vida en esta noche:
una mujer que falta de la casa
y que la luz de nuevo ha de traer,
el delicado aroma entre las hojas
del geranio, la lluvia repetida
que me lleva a pensar en tantas lluvias,
el maullido de un gato que podría
confundirse también con el llanto de un niño.
Otra vez las macetas. La muerte
de mi abuelo. Una muerte
que se posa en las cosas como un pájaro,
que se posa en mis ojos y me nubla la vista,
que de las cosas hace el lento incendio
que ahora son, fuego lento en el que arden
los geranios, la noche, la mujer.


El tabaco ya casi se consume,
como un ascua palpita entre mis dedos.
A esa brasa me acerco, aspiro hondo,
hasta quemar mis labios, hasta hallar
las palabras que expresen mi tristeza:
este amor sorprendente por la vida
que es tan bella de pronto, a pesar mío,
a través de la lupa del dolor.


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*


Sobre mojado

Escuchas a Satie:
obras de juventud para piano,
aunque a veces la edad
pese más por oscura que por larga,
y temes que la tarde te acaricie las sienes
porque la intuyes gris, cuando te explicas
lo sombrío de notas tan tempranas.
No es que el cercano estío no te exalte,
sino que has visto ya morir a otros
tan bellos como éste. Y en tu cuarto
estás más triste hoy de lo debido,
pues transcurren tus días con sosiego
y puedes todavía agradecer su trato
amable a la fortuna.
                                    Con leve decepción
debieras confesar que eres feliz,
pues el amor de nuevo se te otorga,
y nada duele
con exceso o con saña en tu cansado ánimo,
nada salvo el cansancio, que te entrega
este día gastado por los días,
esta dicha manchada por los años.


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*


El mujeriego

A Felipe Benítez Reyes

Demás de esto conviene guardar con diligencia todos los sentidos, mayormente los ojos, de ver cosas que te pueden causar peligro. Porque muchas veces mira el hombre sencillamente, y por la sola vista queda el ánima herida. Y porque el mirar inconsideradamente las mujeres, o inclina o ablanda la constancia del que las mira (...). Huye, pues, toda sospechosa compañía de mujeres, porque verlas daña los corazones; oírlas, los atrae; hablarles, los inflama; tocarlas, los estimula, y, finalmente, todo lo de ellas es lazo para los que tratan con ellas.
Fray Luis Granada (Guía de pecadores)

He amado a las mujeres, y debo confesar
que en muchas ocasiones
con ellas yo pequé de pensamiento,
palabra y omisión, pues con el tacto
he librado tan sólo las batallas corrientes,
—y alguna escaramuza, a qué mentir,
de muy dudoso gusto y gloria escasa—,
pero mi amor más fiel, el verdadero,
el que nunca me aburre, el que termina
amenazando un día mi constancia,
es siempre esa mujer, esa desconocida
de la que habla un amigo en un poema,
y que tantos dejamos, por desidia,
porque vamos con otra o por vergüenza,
pasar siempre de largo,
tan diferente siempre y siempre hermosa.
Y cuando alguna vez nos acercamos,
vencidos los temores, con qué prisa
su nombre cambia, baja y se concreta,
toma su rostro forma exacta, olvidan
muy pronto nuestros ojos su misterio,
pues la mano lo toca, y se deshace.


He amado a las mujeres, todavía las amo,
y sufro mucho al verlas alejarse,
espléndidas y ajenas, con sus hijos
de la mano, o aún con uniforme,
casi niñas —la nuca entresudada
y el olor a colonia tras los juegos—,
o adolescentes casi, en esa edad
en que duermen inquietas si es verano.
Y todas con olores que nos hacen soñar,
en su belleza crueles, pues sólo esos olores,
extraños y envolventes,
al cabo han de dejar, si pasan cerca,
como un camino abierto en nuestras vidas.
Pero fui terco en el amor de algunas,
y es difícil así frecuentarlas a todas.


He amado a las mujeres, y por ellas sospecho
que quisiera perderme,
si tuviera dinero, y ayudaran un poco.


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*


Maneras de escuchar un blues

A Eloy Sánchez Rosillo

Es hermosa esta noche de verano,
aunque no más hermosa
que cualquier otra noche de verano.
Es hermosa esta noche en que estoy solo,
y fumo, y he dejado
en penumbra la casa mientras suena
un dulce y triste blues,
un blues tan triste y dulce como otros.
Nada en mí, ni en la noche, ni en la música,
se diría especial, y sin embargo
existe algo muy hondo en esas cosas
que parecen sencillas:
una extraña grandeza que no acaba
de ser exaltación, tragedia, paz,
pero que es todo eso, y es también
un sentir claramente
que para que esto ocurra ha sido necesario
apurar estos años, acumular recuerdos,
haber ganado
y haber perdido tantas cosas.
Para que este piano suene así,
para temblar así con esta música,
ha sido necesario
ir llenándola poco a poco
de belleza y de daño, ir llenándola
con nuestra propia vida, para que se parezca
a nuestra propia vida, y suene así
tan insignificante
y tan grande, tan triste, tan hermosa.


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2

POESÍA

Por César Cantoni

Noche de enero

La llama de la destilería resplandece
sobre un cielo
impávido.


En el aire estancado, el olor
de los gases es más fuerte
ahora.


El calor empieza a tornarse
asfixiante y
pegajoso.


Desde algún tocadiscos, la música
de Pixies no deja dormir
al vecindario.


Es la hora en que los gatos
asaltan las bolsas
de residuos.


Yo abro una lata de cerveza
y me siento
a beber,


rodeado de mosquitos,
en la hamaca
del patio.


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*


La noche de los esposos

Esta es la noche de los esposos
que han vuelto del trabajo,
y, al cabo de otro día sin sorpresas,
miran televisión desde la cama.


La iridiscente luz de la pantalla inunda
todo el cuarto ahora, mientras el hombre y la mujer,
desencantados de los deberes conyugales,
permanecen absortos frente a los guiños del satélite:
guerra en Irak, terremoto en Perú,
muerte por hambre en Somalia.


Sí, ésta es la noche de aquellos
que han ingerido sus píldoras contra el insomnio,
y, refugiados en la tibieza de las sábanas,
siguen el trámite de las imágenes en que el mundo desespera
—un mundo real e ilusorio al mismo tiempo, montado
como inquietante espectáculo por la tecnología—,
hasta que uno de los dos se duerme
con el televisor aún encendido.


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*


Hotel

Ella está sola en un
cuarto de hotel, escuchando
viejas canciones por la radio,
mirando pasar autos
desde la ventana.


Ella está sola y nunca
espera a nadie.


Los hombres que recibe
pasan tan rápido como los autos
allá afuera. No guardan
la nostalgia de las
viejas canciones.


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*


Ese que duerme en la boca del subte

Ese que duerme en la boca del subte,
ese saco de huesos sobre la escalera,
ese bulto grotesco, es, en rigor, un hombre,
un habitante más de la intemperie.


Mientras otros fornican en cuartos
transitorios y cenan en restaurantes, el hombre
que duerme en la boca del subte, arropado
con diarios y cartones, no espera


nada de la gran ciudad, salvo
que la noche le acune
en un rayo de luna
los pies helados.


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*


Cuando el mundo es más hostil

Son las tres de la mañana.
Llueve implacablemente.
El viento da vuelta mi paraguas.
No hay autos en las calles.
Todos los bares están cerrados.
Todas las putas se fueron a dormir.
Sólo la luz blanca y brillante
de una cabina telefónica
se destaca en la oscuridad.
(Uno se acuerda de Dios
en noches como ésta.)
Mas, ¿quién contestaría
si llamase ahora?


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*


Tulipas

Aún mojadas por la lluvia de ayer,
las tulipas atraen la mirada
hacia el jardín. Son un gesto carnal,
un testimonio inequívoco del mundo
en la luz que las contiene.


Pero el observador no cede
frente al triunfo de lo real:
el ojo se vuelve inquisidor
en busca de respuestas,
y la imaginación engendra monstruos
que se evaden del cuadro.


Las tulipas, en tanto,
no preguntan por qué,
para qué.


Simplemente se alzan
como airosas cabezas hacia el sol,
confiadas a su sola razón
de ser tulipas.


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*


Leroi Jones, poeta negro

En un tiempo, Leroi Jones, poeta y activista,
solía desafiar a los Estados en su cuarto de Newark
escribiendo poemas; poemas convocantes
como gritos de guerra, en que los hombres negros


osaban quemar vivos a los blancos,
encendiendo en las noches densas piras humanas,
haciendo sonar fuerte sus antiguos tambores
movidos por una intensa, justa cólera;


mientras el cielo parecía alborear
a la luz de esos crímenes, de esos fuegos rituales,
y la luna era un gran continente como África allá arriba,
danzando impunemente entre los astros.


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