REVISTA FÉNIX | Nro. 1


Sumario: Abril 1997



1| PALABRA EN EL TIEMPO
Autor
Título
Pablo Anadón
2| POESÍA
Autor
Título
Horacio Castillo
Alejandro Bekes
3| ESCRITURAS
Autor
Título
Ricardo H. Herrera
4| LA TRADUCCIÓN POÉTICA
Autor
Título
Esteban Gabriel Anadón
Pier Paolo Pasolini
(versión de Esteban Gabriel Anadón)
5| PIEDRA DE TOQUE
Autor
Título
Pablo Anadón
Mario Benedetti y la poesía que no necesita una segunda lectura (Mario Benedetti)
La creación en clave cibernética (Juan-Jacobo Bajarlía) El resplandor de lo perdido (León Benarós)
Elisa Molina / Ricardo H. Herrera
Dos lecturas de la poesía de Rodolfo Godino (Rodolfo Godino)
Oscar Caeiro / Alejandro Bekes
Dos lecturas del último libro de Rafael Felipe Oteriño (Rafael Felipe Oteriño)


1

PALABRA EN EL TIEMPO


Por Pablo Anadón
Poesía e historia


Algunas consideraciones sobre la poesía argentina
de las últimas décadas


I

En 1964, en una página del cuarto número de Zona de la poesía americana, una de las principales revistas de la generación del Sesenta en la Argentina, podía leerse una suerte de proclama poética titulada "El Tiempo del Aprecio":

...ha terminado el tiempo del desprecio; comienza el tiempo del aprecio. (...) Se van acortando las distancias entre los individuos, se va reintegrando la especie humana a la unidad que gozó cuando hizo su aparición sobre la Tierra. Todos los bienes van tendiendo a distribuirse en forma más equitativa; los bienes de la cultura no pueden faltar en este proceso.
En nuestro país, en nuestra ciudad, en nuestra casa, en nuestro arte, se impone una poesía existencia!: directamente referida al vivir, considerado el hombre como un todo. La poesía es para todos es el slogan que se esperanza en la adecuación recíproca de la poesía a todos y de todos a la poesía. Esa adecuación se obtendrá por todos los medios verbales aptos para transmitir poesía: no ya la palabra rimada, sino la palabra a secas, o la palabra con música (canción popular), o la palabra con imagen (cine, TV, hasta fotonovela), o la palabra que acepte perecer en el día (periodismo, radio, hasta publicidad). Desde el momento en que el poeta vuelve a ser un hombre, se vuelve a descubrir que todos los hombres son poetas. 1

     Más allá de la melancólica sensación de irrealidad que nos dejan, treinta años después, estos párrafos de César Fernández Moreno —él firma la entusiasta nota—, es posible ver en ellos una apretada síntesis de muchos de los postulados y supuestos programáticos del sesentismo poético 2. Podemos destacar los siguientes puntos:
    
   1. Optimismo de fondo, fe en el progreso humano hacia ese horizonte futuro en donde resplandece la edad de oro del origen, la unidad primordial en la cual "se ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío" (como el Quijote explicaba a los cabreros). Aquella línea dorada llevaba en esos años el nombre de revolución socialista, tal como desde 1959 irradiaba en Cuba.
    
    2. Creencia en la convertibilidad directa de poesía e historia. Vale decir: a tal situación histórica ha de corresponder necesariamente tal tipo de poesía, y ésta, para no perder el tren de la historia, deberá postularse como una fuerza más en los procesos de cambio de la sociedad, con las características que mejor le permitan insertarse en su medio.
     
    3. Una cierta desconfianza de las posibilidades que tiene la poesía de llegar a los hombres por sí misma, con sus propios recursos, razón que explica la necesidad de apoyar la palabra en la música —no se dice, atención, la música de la palabra, sino "la palabra con música"—, en la imagen —tampoco aquí se habla del poder imaginativo que la palabra puede liberar, sino de "la palabra con imagen", y por si quedan dudas se aclara: "cine, TV, hasta fotonovela"— y la equiparación de la palabra poética con el material informativo de cotidiano consumo —"la palabra que acepte perecer en el día (periodismo, radio, hasta publicidad)"—. Poesía, pues, dirigida al presente inmediato, voluntariamente datada, y cuyo sentido muchas veces se origina o llega a término en la fecha al pie de la composición (abundaron en aquellos años los poemas de ocasión, particularmente inspirados por los hechos políticos y sociales).
   
    4. Resultaría extraño, y contradictorio, el rechazo de "la palabra rimada" mientras se está proponiendo recurrir al sostén de la música, a la "canción popular" (la cual, si puede prescindir a veces del cuidado de la métrica, raramente renuncia a los efectos de la rima, por irregular que sea), si no debiéramos entender la negación en términos histórico-literarios, dirigida contra la escritura formalmente clásica de poetas de los años Veinte como Borges, Molinari, Mastronardi, y de buena parte de la generación del Cuarenta. Así, la tarea de liquidación de las formas tradicionales, iniciada por los vanguardistas de la segunda década (pero que tuvo duración efímera en sus propias obras) y reanudada por los poetas de los años Cincuenta (invencionistas, surrealistas, Poesía Buenos Aires, etc.), en ambos casos por razones de modernidad estética, será completada por los autores del Sesenta, quienes le darán incluso una sanción ideológica al cometido: el empleo de la métrica y la rima tendrá a partir de entonces un estigma de connotaciones claramente reaccionarias, mientras que el verso libre será el verso progresista por antonomasia.

    5. Al verso libre corresponderá, verbal, tropológlca e imaginativamente en general, "la palabra a secas". La llaneza retórica que los sesentistas quisieron dar a sus versos prácticamente sólo salvó esas pocas figuras que se hallan más cerca de la oralidad o la discursividad coloquial (principalmente tropos iterativos, que ayudan a intensificar el efecto inmediato de la frase), mientras que redujo las metáforas al mínimo imprescindible, procurando darles además una bien reconocible circunstancialización, mediante la cual perdieran su hermetismo. La "palabra a secas", por otra parte, alude a la marcada referencialidad que también es propia de la poesía de esos años, ese realismo moroso que se complace tanto en sentar declaraciones de principio cuanto en describir con manifiesta ternura lugares, horas, seres y cosas del diario vivir. De allí el tono característico de los poemas sesentistas —"exteriorismo", "coloquialismo", fueron algunos de sus nombres—, el de quien le cuenta a un amigo, quizá con una mesa de café entre medio, sueños de la vigilia, anécdotas de vida, penas y esperanzas personales y colectivas, todo en una atmósfera difusa —tan argentina, o más precisamente, tan porteña— de sentimentalidad, melancolía, toques intelectualistas, voluntariosa moral y guiños de ironía (no en vano la generación hizo un culto del tango y del arrabal).

   6. Puede decirse, creemos, teniendo en cuenta lo anteriormente expuesto, que en esa "adecuación recíproca de la poesía-a todos y de todos a la poesía" propuesta por César Fernández Moreno, las mayores renuncias estuvieran a cargo de la poesía. En efecto, el poeta de entonces —y será una herencia que echará hondas raíces en las generaciones siguientes—pareciera avergonzarse de una perceptible música verbal en el verso, aproximándose lo más posible a la prosa (versículos en un registro hablado semejante al de la novela o el teatro realista de ese mismo período), negarse también a las metáforas y las imágenes sin un claro referente exterior (se prefiere, así, el uso de la palabra como comentario, como acotación sobre lo que ha sido convenido que es lo real) y sentir pudor de lo que en el arte o por el arte quiere perdurar, justamente porque se sabe mortal pero no "acepta perecer en el día". De la misma manera que un justo afán igualitario puede llevar a la afirmación de que "todos los hombres son poetas" (tan cierta y a la vez tan falsamente consolatoria como la de que "todos tenemos un niño en el corazón"...), así también el poeta se avergüenza, como si se tratara de un resto de añejo privilegio aristocrático, de que el empleo del lenguaje que hace la poesía pueda diferenciarse en intensidad u hondura del que nos sirve para la diaria comunicación —más allá del hecho de que las palabras puedan ser las mismas. Se advierte, en buena parte de los textos que podemos circunscribir al fenómeno del sesentismo poético, una cierta nostalgia, un cierto remordimiento de fondo: que la poesía sea todavía palabra, sólo palabra, y no acción. Esa insatisfacción sin posible remedio socavó desde adentro la escritura del Sesenta y terminó dañando la integridad poética —no menos exigente que la de la ética, como que es resultado de la entrega total a un acto, el de la creación, que se siente como necesario— de no pocas obras de aquella generación. Con todo, la atención que la misma prestó a la experiencia y al lenguaje de la cotidianeidad ejercerá una influencia decisiva en la evolución de la poesía argentina, y no sólo sobre los autores más jóvenes sino también sobre aquéllos que venían de precedentes búsquedas estéticas.

II

    En 1974, o sea diez años después de que apareciera en Zona... el texto citado al comienzo de estas páginas, en un extraño libro titulado Materia acre pudo leerse el poema que sigue:

Animales de carne y hueso, con un poco de luz irremediable
                  en los ojos,
a veces nos creíamos criaturas heroicas
y corríamos a las plazas. Escuchábamos
bellísimas palabras, las voces se otorgaban idéntico calor
y sentíamos el placer de la acción.
Pero luego, entre ruinas, comiendo el pan del sobreviviente,
comprendíamos. Y al salir el sol,
mientras los escarabajos emergían de las piedras,
avivábamos el fuego para ahuyentar la peste
y llorábamos por la siguiente generación 3.

Y en otro texto de ese descamado libro:

Hemos sido mucho tiempo prisioneros de los conceptos.
Demasiados han muerto por una palabra,
o menos, por su sombra,
para seguir haciéndolo.

Seamos más honestos: luchamos, sí,
pero apenas por un poco más de luz,
la dignidad de haberlo intentado 4.

     Leídos hoy, estos poemas de Horacio Castillo tienen para nosotros algo de epitafio, de balance y cierre, en términos simbólicos, de la experiencia poética sesentista. A partir de entonces, la poesía en nuestro país se parecerá más bien al "pan del sobreviviente" mencionado en el primer texto, y será una lucha, también, "por un poco más de luz" en uno de los períodos más tenebrosos de la historia argentina (cierta anticipación profética hay a la vez en "Generación"', si pensamos que en el 74 lo peor aún estaba por venir).
     Aparece por aquellos años una nueva promoción de poetas, cuya obra habrá de desarrollarse a lo largo de esa década y la del Ochenta, prolongándose hasta nuestros días (ya en convivencia con la generación más reciente, surgida en tomo a 1990). En una visión de conjunto de las nuevas tendencias predominantes en las dos décadas pasadas, decíamos en otro ensayo 5 que podía compararse el período con una suerte de rompiente adonde van a dar, disgregándose, las últimas olas de movimientos poéticos anteriores. La poesía comprometida del Sesenta extenderá su impulso en una línea "social" cada vez menos vigorosa, y luego, aplacado y opacado su ímpetu en el arenal ideológico de la época, refluirá en una especie de versión en versos de la école de regarde con los neoobjetivistas; la tradición de las vanguardias y neovanguardias del siglo persistirá todavía en algunas líneas experimentales, especializadas por lo general en martillar desde distintos ángulos la materialidad del signo (fónica, visual) con ánimo lúdrico y/o desacralizador; los líricos neorrománticos del Cuarenta tendrán una imprevista y numerosa sucesión en los nuevos neorrománticos reunidos en las revistas Nosferatu y Último Reino.
     El evidente carácter continuativo de estas corrientes no sería necesariamente un argumento contra las mismas si, como pensamos, la idea de una poesía a partir de cero es pura ilusión (ilusión de adolescentes que se quieren liberar del padre) y si en ellas hubieran surgido obras que igualaran o superaran a sus antecedentes en variedad, intensidad o perfección poética —como ocurre a veces con los epígonos. Aunque todavía sea demasiado pronto como para tener un panorama suficientemente nítido y ecuánime de esas décadas, resulta extraño, sin embargo, que a medida que la marea del tiempo se retira cueste hallar sobre tan extendida playa las creaciones personales que en su totalidad se impongan como perdurables, al menos dentro de las que han sido las tendencias representativas, por cohesión y número, de la escritura generacional (una investigación futura, que atendiera en cambio a otro tipo de ejemplaridad, probablemente se encontraría con que los mejores poetas de estos años pasados han sido aquellos que hicieron sus obras avanzando contra, o cuanto menos al margen, de las corrientes poéticas en boga...).
    Tal vez, de adoptar el punto de vista de quienes ven la literatura como una suerte de "carrera de postas" que se van pasando la voz cantante, como una sucesión de grupos poéticos en la cual los últimos en llegar se imponen a los anteriores en la medida en que los contradicen, podríamos aventurar la hipótesis de que la tendencia que mayor novedad presenta en el período es la neorromántica, por cuanto ofrece una alternativa frente al exhausto coloquialismo de los poetas del Sesenta y sus continuadores. Sólo que el ejemplo en cuestión nos muestra los límites de tal enfoque, precisamente a través de los límites de la poesía neorromántica de los años Setenta y Ochenta. La de los neorrománticos fue sin lugar a dudas una empresa de notable entusiasmo y amor por la poesía, que no puede dejar de ser reconocida. Pero tampoco puede dejar de advertirse que la poesía no siempre correspondió a ese amor en los textos de estos poetas. Necesaria su presencia en el capítulo dedicado a esas décadas en una historia de la literatura argentina que tenga en cuenta dicha sucesión de poéticas, quizá lo fuera menos en una antología que sólo considere la necesidad de los poemas por sí mismos.
    Ahora bien, ¿no puede decirse algo semejante de las demás tendencias principales que hemos reseñado, aparecidas durante ese período? En el caso de los neorrománticos, la fragilidad parece más fácil de percibir por la discordancia que hubo entre la meta, altísima, que se propusieron alcanzar —su signo exterior fueron las mayúsculas con que absolutizaban la Noche, el Silencio, la Poesía...—, y los medios artísticos con que contaron para tal fin. Fue una apuesta poética de una tal envergadura que los superó: no logrando sostenerla con la propia experiencia, existencial y estética, tuvieron que recurrir a menudo a un lenguaje literario que no siempre llegaron a hacer suyo (el de los grandes poetas del romanticismo nórdico, el de líricos de este siglo como Rilke, Milosz, etc.) 6.
    En el caso de los experimentalistas del verso visual, concreto, neobarroco, etc., la insuficiencia tal vez responda a una cierta injustificación histórico-artística, que se hace más clara por contraste con las experimentaciones de los vanguardistas de principios de siglo. Cuando éstos experimentaban, y revolucionaban la poesía y el arte en general de Occidente, lo hacían, lo podían hacer, porque existía una tradición fuerte y definida, aunque estuviera en crisis, contra la cual ejercer sus transgresiones. Ahora, por el contrario, cuando ya esa tradición ha sido transgredida, agredida y ridiculizada hasta el hartazgo, y todos hemos nacido y crecido en cambio dentro de esa otra tradición que a lo largo del siglo han ido creando las continuas transgresiones, ¿tiene sentido aún seguir poniéndole bigotes a la Gioconda (cuando, a diferencia de los primeros vanguardistas, que reaccionaban contra lo que conocían demasiado bien, los nuevos vanguardistas ya no son capaces de pintarla)? Pareciera que no basta con querer, con proponerse voluntariamente revolucionar el arte: hace falta también que esa revolución sea necesaria históricamente.
    Factores más complejos, que hunden sus raíces en la época, han intervenido para que terminara de decaer el vigor de la poesía que en los años Setenta y Ochenta prolonga a la del Sesenta. ¿Por qué, por ejemplo, ninguno de los nuevos poetas "sociales" ha logrado escribir el libro que encarne vívidamente la tragedia que padeció el país en los años de la violencia y de la represión, y sucede en cambio que ella nos llegue, a veces, en ráfagas de horror, a través de otros poetas que la han tratado, por así decir, oblicuamente? Analizar este punto ya demandaría, y merecería, un pormenorizado estudio, que supera el objetivo de la presente nota. Nos limitaremos a señalar un par de hipótesis: 1) La realidad excedió las posibilidades individuales de transformar esa materia de dolor en un objeto estético (articular el grito en canto, para expresarlo metafóricamente). 2) La ideología y la indignación fueron más fuertes que la imaginación y su poder de penetración en la carne viva de la historia. Posteriormente, con la crisis del socialismo a nivel internacional, "la Utopía en la calle"7 del Sesenta, su optimismo político y cultural, debió reducir paulatinamente su mayúscula y como un sol urbano que se extingue dejó, para la poesía que había visto en ella la luz, un espacio sumamente gris y menguado: la opacidad de los objetos, la descripción desencantada, el lívido fulgor de la ironía y del sarcasmo, las astucias efectistas del ingenio, y ese nihilismo complacido de sí, sin agonía, que a menudo se parece tanto al cinismo... Y ya estamos hablando del presente.

III

    Volviendo un poco atrás, y retomando la comparación de la escritura de las dos décadas pasadas con una rompiente de movimientos poéticos anteriores, podríamos agregar ahora, prolongando la imagen, que el escollo más consistente que dividió las aguas de la generación de esos años fue la historia. Los modos en que los poetas se confrontaron con ella fueron fundamentalmente dos: atracción por una parte, retracción por la otra.
    El primer modo, que en su polo extremo se manifestó como una decidida militancia poética (heredera directa del sesentismo más combativo) y a partir de esa posición de ultranza conoció una extensa gama de posibilidades generalizada en la literatura del momento, se basa en el supuesto de que en la historia se halla la sede de la realidad en sí, interpretando a menudo el concepto de historia en términos prevalentemente prácticos, político-sociales.
   El segundo modo surgió como una reacción, más espontánea que programáticamente antagónica, contra tal concepción de la poesía y de lo real. Para estos otros poetas (entre los cuales se cuentan principalmente los neorrománticos, pero no sólo ellos), la escritura no ha de buscar insertarse como una fuerza activa más en el proceso histórico, sino antes bien abrirse paso por los márgenes y a través de los intersticios de la arrolladora trama de lo histórico para llegar a vislumbrar alguna forma de experiencia absoluta —y con tales destellos encender, órficamente, un lirismo de aspiraciones visionarias. Para ellos, pues, la última realidad, la originaria, es necesariamente ahistórica, o por lo menos transhistórica.
    En cuanto a la última generación poética, aparecida hacia 1990, si bien aún sea imposible poseer una visión de conjunto, querríamos no obstante indicar la presencia, al menos en algunos de estos poetas, de un modo de vincularse con lo histórico diferente de las dos modalidades antes señaladas: ni poesía como acción —o medio o reflejo o añoranza de la acción— que busca influir en el curso inmediato de los acontecimientos, ni poesía como retracción frente a la historia. Ni las razones de ésta absorben las inexplicables razones de la poesía, ni los versos consumen en sí todo residuo de su circunstancia. Se diría que en ellos historia y poesía llegan a un pacto: un pacto, sin embargo, estipulado casi por completo en forma negativa, donde lo único que no se niega es el reconocimiento de la mutua existencia ineludible. El vínculo fundamental que une las obras de este tipo de poetas a su contexto histórico es el padecimiento, el padecimiento asumido no sólo en sus implicaciones éticas sino también como principio estético, como actitud de fondo ante el proceso de la creación poética.
    Tal vez esto último se haga más claro a la luz de la distinción entre "modernos" y "contemporáneos" que propusiera Stephen Spender en su libro The Struggle of the Modern. Spender identifica el yo de los "contemporáneos" con lo que denomina "yo volteriano", caracterizándolo y contraponiéndolo al "yo moderno" de la siguiente manera:

Lo que llamo el 'yo volteriano' participa, pertenece a la historia del progreso. Cuando critica, satiriza o ataca, lo hace para influir, dirigir, oponerse, activar fuerzas vigentes. El 'yo volteriano' de Show, Wells y los demás escritores contemporáneos, actúa sobre los acontecimientos; el 'yo moderno' de Rimbaud, Joyce, Proust, el Prufrock de Eliot, está sometido a la acción de ellos. El 'yo volteriano' tiene las características —racionalismo, política progresista, etc.— del mundo en el cual intenta influir el escritor, mientras que el 'yo moderno', a través de la receptividad, el sufrimiento, la pasividad, transforma el mundo al que está expuesto. La fe de los 'yo volterianos' consiste en que desviarán los poderes del mundo circundante desde el mal hacia cauces mejores, mediante el ejercicio de una más alta inteligencia social o cultural, la del genio creador, la del escritor profeta. La fe de los modernos es que, permitiendo que su sensibilidad sea influida por la experiencia moderna en tanto que padecida, ellos producirán, en parte como resultado de procesos inconscientes y en parte a través del ejercicio de la conciencia crítica, los lenguajes y las formas de un nuevo arte. Lo moderno es la cumplida conciencia del padecimiento, la sensibilidad y el conocimiento del pasado.8

Una fe semejante a esta última es la que sostiene, en una época en la que resulta difícil creer en algo, la escritura de los nuevos poetas a quienes aquí hacemos referencia. Si por un lado, entonces, el padecimiento como principio creativo implica este dejarse atravesar y macerar interiormente por lo que los tiempos y la vida personal han destinado al artista, cuidando de no interferir por medio de la voluntad en ese proceso íntimo de transformación del cual ha de surgir la obra, por el otro supone como impulso ético una impremeditada identificación con lo que sufre, con lo que es humillado. No se hace, sin embargo, como la cita de Spender habrá puesto en claro, poesía de denuncia, de protesta: se muestra, simplemente, la herida.
    En efecto, una marca honda y oscura parece haber dejado en la experiencia vital de estos poetas —nacidos por lo general alrededor de 1960— el arco de tiempo que se extiende entre 1974 aproximadamente y 1983, bajo cuya atmósfera primero caótica y violenta y luego concentracionaria transcurrieron la adolescencia y principios de su juventud. Así, los años en que la existencia suele caracterizarse por una creciente apertura y entrega al mundo circundante, para ellos, para su generación, tuvieron más bien los rasgos de la incertidumbre, la desazón y la impotencia, acentuados por una agudísima percepción del propio desamparo y precariedad ante una amenaza no siempre definida, pero siempre pendiente. Sentimiento de acechanza, pues, y clausura. Paradójicamente, la constricción padecida por la interioridad probablemente haya sido una de las causas principales de la tensión característica de algunos de los mejores textos de estos autores. Una tensión que se origina en el fondo de la experiencia personal, pero que a menudo se presenta como una vivencia colectiva, común, anónima.
    No querríamos que se malentendiera: lo histórico no es el único motivo de esta poesía; ni siquiera afirmaríamos que es el central, a pesar de que incluso en poemas cuyo tema principal es otro suele advertirse la presencia de la historia como una especie de horizonte espectral, silencioso y sombrío. Con todo, nos hemos detenido a considerarlo porque el modo en que estos nuevos poetas han experimentado y elaborado estéticamente dicha dimensión de lo real muestra ciertos caracteres distintivos con respecto de la manera, o las maneras, en que tal dimensión se ha manifestado en la mayoría de los autores que los han precedido generacionalmente.

NOTAS

1. FERNÁNDEZ MORENO, César: "El Tiempo del Aprecio", en Zona de la poesía americana. Buenos Aires, noviembre de 1964, Nº 4, p.22. 2. Si bien César Fernández Moreno publicó su primer libro en el centro de la lírica neorromántica del Cuarenta, la evolución posterior de su obra, tanto en la creación cuanto en la crítica, lo llevó a ser uno de los principales promotores de la poesía que hoy podemos identificar como característica del Sesenta. 3. En otras páginas, decía también César Fernández Moreno: "Los que no hemos llegado a transformar nuestra acción poética en acción política hemos comprendido que nuestra escritura debe ser por lo menos apta para ser leída por el sector más amplio de esa sociedad en que se origina" (el subrayado es nuestro). 3. CASTILLO, Horacio: "Generación", en Materia acre. Carmina, Buenos Aires, 1974, p. 33 . 4. CASTILLO, H.: "Apenas por un poco más de luz", ibidem, p.19. 5. "La herida de la historia y el tono de la poesía / Tres poetas argentinos de los últimos años", en: Quaderni del Dipartimento di Linguistica, Serie Letteratura 5, Nº 9, Università degli Studi della Calabria, Rende, Italia, agosto 1993. 6. Si comparamos la escritura de los neorrománticos del '70 con la de los neorrománticos del '40, con quienes aquéllos tendieron un vínculo de continuidad, resalta en los creadores de estos años, por tener ambos núcleos generacionales aproximadamente los mismos maestros y aspirar a un registro poético semejante —hímnico, elegiaco—, la imprecisión estilística propia de esta época (quizá achacable en parte a una cultura poética nutrida predominantemente por traducciones, a la ausencia de la lección verbal hispánica, preciosa en cambio para los cuarentistas). 7. Así definió José Luis Mangieri —quien fuera uno de sus protagonistas vinculado tanto a la poesía como a la política en el ámbito editorial— el clima de los años Sesenta en la Argentina (Diario de poesía. Buenos Aires, verano de 1992, Nº 25, p. 4). 8. SPENDER Stephen: The Struggle of the Modern, Methuen, Londres, 1965, p. 72.


2

POESÍA

Por Horacio Castillo
Los gatos de la acrópolis

Cómo tiembla la rama de laurel, cómo tiembla toda la morada.
Pero al pie de la columna, a la sombra del mármol,
ellos vigilan. ¿Duermen o sueñan? ¿Están vivos o muertos?
Lejos todo lo miserable: el gran Roedor,
el poder que desgasta la materia del mundo,
lejos lo que quita el sueño, la peste de lo que es.
Cómo tiembla la rama de laurel, cómo tiembla toda la morada.
Pero estáticos, perpendiculares al día,
ellos vigilan. ¿Son momias o espectros? ¿Dioses o demonios?
Y eras tú. Matador de Ratas, siempre bello y siempre joven,
tú que sólo te muestras al que es bueno.
Y eras tú. Matador de Ratas, pero no te veíamos,
tú que sólo te muestras al que es puro.
Lejos todo lo miserable, lejos
la alimaña del corazón, la degradación de la belleza,
lejos el diente de la nada, el embrión de lo que no es.
Tiembla nuevamente la rama de laurel, se estremece toda la
    morada.
Pero ellos vigilan. Y se detiene el proceso de corrupción.
Te veremos, Matador de Ratas, te veremos y no seremos
despreciados.


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*


El quejido

Quejido animal de lo que tiene fin, quejido
de rosa recién abierta, de pájaro cayendo,
quejido de gato escaldado, de apaleado, de empalado,
quejido de cangrejo en el aceite hirviendo,
quejido de buey, quejido de himen, quejido de rama, quejido de
      fruto,
quejido de hueso quebrándose, de última mirada,
quejido de cuaderna, de varenga, quejido de cripta,
quejido de sueño secándose en la piedra,
quejido del azul, quejido del negro, quejido del rojo,
quejido diurno, quejido nocturno, quejido del sí, quejido del no,
quejido de virgen en el ojo del unicornio,
quejido de ménade con la pierna amputada,
quejido de lo que es, quejido de lo que no es,
quejido de lo que nació, quejido de lo que murió,
quejido mío, tuyo, quejido de todos, quejido de nadie. ¡Ay, ay!


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*


El pecho blanco, el pecho negro

Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
Al despertar tomaba el pecho blanco en su mano
y acercándolo a mis labios decía: Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche blanca, espesa, dulcísima.
Luego apretaba entre los dedos el pezón negro
y colocándolo en mi boca repetía: Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche oscura, infinitamente agria.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
De día, sosteniendo el pecho blanco en su mano
como una paloma, susurraba: Es la luz del mundo;
y a la noche, mientras exprimía suspirando
el pecho negro, prorrumpía: Es la oscuridad.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
A veces exponía el pecho blanco al sol
y escondiendo bajo su ropa el pecho negro
canturreaba: Esta es la leche que sacia toda hambre,
y su rostro se iluminaba con una sonrisa inmortal.
Pero mi boca buscaba otra vez el pecho negro
y tomándolo en su mano con piadosa resignación
lo ponía en mis labios diciendo: Bebe, hijo mío,
y yo bebía ávidamente la leche que da más hambre.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.


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*


Excavaciones

Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro.
Hasta aquí llegó la muerte, dices, y señalas el dintel.
Pero si pones el pie donde estaba el umbral,
si te acercas con la rama de albahaca y un gallo en los brazos,
las sombras vendrán rápidamente a tu encuentro.
Pero si te sientas donde estuvo el umbral,
si cantas con el gallo —con el gallo de la memoria—
todavía puedes recordar, privilegio de los vivos,
todavía puedes olvidar, privilegio de los muertos.
Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro.
Hasta aquí llegó la muerte, dices, y señalas el dintel.
Y ya no sabes si estás del lado de la sombra o del lado de la luz.
Alguien viene a beber sombra: extiendes la mano.
Y cuando el desconocido te pregunta quién eres, no sabes
      contestar,
y cuando le preguntas quién es, no puede contestar.
Canta —pides— y él no cantará.
Palomas —responde— y tú no entenderás.
Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro.
Hasta aquí llegó la muerte, dices, y señalas el dintel.
Y cercas la zona con una cuerda de sol, la cercas con fuego.
¿Qué buscas en la zona de sombra? El perro se ahogó,
las gallinas se ahogaron, se ahogaron los gatos y los dioses.
¿Quién te busca en la zona de sombra? El pasto creció,
creció el viento que viene del olvido.
El aire tragó las tímidas palomas.
Y aquellos esbeltos caballos lustrosos.
Recuerda: lo que ahora no recuerdes nunca volverá.
Olvida: lo que ahora no olvides nunca lo olvidarás.
Y pasas de la zona de sombra a la zona de sol.
¿Qué buscas en la zona de sol? No sabes qué buscas,
mirando las ropas tendidas detrás del viento,
subiendo escalinatas que sólo llevan al vacío,
abriendo y cerrando puertas que no existen.
Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro.
Hasta aquí llegó la muerte, dices, y señalas el dintel.
Y sentándote nuevamente donde estuvo el umbral
cierras los brazos, encoges las piernas, te duermes
en la gran matriz del llanto, si todo no fue un sueño.


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*


El lavadero

Hay allí unos anchos y bellos lavaderos de piedra.
                                     Homero, Ilíada, XXII, 153

                    I dreamed the dream called Laundry
                                                        James Merril

Qué jóvenes llegamos aquí, a los grandes lavaderos,
donde vimos por primera vez a la hija del rey
descargando su ajuar, jugando con sus compañeras.
Aquí, donde las esposas y las hijas trajeron
sus magníficos vestidos, antes y después de la guerra,
donde vimos tantas veces llegar los carros del mundo
con las sábanas de la vida y de la muerte,
los manteles y las toallas, las vendas y sudarios.
Qué jóvenes llegamos aquí, a los grandes lavaderos,
donde también nosotros trajimos nuestra carga:
el tul sangrante, el paño ardiente de la fiebre,
la seda manchada por el pólipo del deseo.
Qué jóvenes llegamos aquí, oh dios de los lavaderos,
y cómo tratamos de borrar toda mancha,
cómo luchamos vanamente contra lo indeleble,
hasta que extenuados nos dormíamos sobre las peñas
y soñábamos con una tela incorruptible, con un agua
     inmaculada.


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*


A una nube que pasa

Nieve diseminada a la orilla de un lago. ¿O vértebras?
¿Una estrella de mar? ¿El omóplato de un dios?
Sentados en el mármol, al borde del promontorio,
te vimos a la derecha, navegando sobre las ruinas,
sobre la antigua tierra batida por los sueños
más accesible para las gaviotas que para los caballos.
(Porque todo estalló, porque la forma estalló,
cayó como un anzuelo sobre todas las cosas
y todo mordió el anzuelo: la piedra fue piedra,
el árbol árbol, el asno asno y para siempre;
todo mordió el anzuelo, menos tú, siempre otra,
soplo o alma, nada eternamente en fuga).
Y divisamos a lo lejos la nave de proa azul
y al hombre de anchos hombros dormido junto a la adúltera
—su mano tocando la cadera— y a todos los compañeros
que volvían volvían del amor del olvido.
—Traíamos oro, bronce, mujeres, vino,
traíamos piojos, sarna, peste, sueño,
pero de pronto el viento comenzó a soplar,
las olas se encabritaron y la tormenta nos dispersó,
unos hacia el destino, otros hacia el recuerdo.
¿Un hipocampo? ¿La trompa de un elefante?
¿El arco de una espalda? ¿El dorso de un delfín?
(Porque la luz estalló, porque el ojo estalló,
segregó una sustancia blanca —rocío o semen—
y huyó de la materia del límite de la muerte)
mientras navegaban hacia el sur, hacia la plaza de Proteo,
y los seguimos largo rato con los prismáticos,
hasta que doblaron el cabo y se perdieron en la bruma.
—Tendidos en la arena, escondidos entre las focas,
esperamos casi sin respirar la llegada de la mañana,
hasta que el astuto nos descubrió y empezó a transformarse.
¿Un pez, un dragón, un árbol de alta copa,
una lengua de fuego, un corpulento jabalí?
pero ya tirábamos con todas nuestras fuerzas de la red.
—Hay una isla en el cielo, una isla sin raíces,
que flota a la deriva como el tallo de un asfódelo,
patria siempre errante que a la hora del crepúsculo
arroja anclas, garfios, manos al fondo del abismo.
(Porque fijando la forma nada detienes,
pues lo que en ella sobrevive es lo que nunca fue).
Y nos quedamos inmóviles, hasta que sonó el clic
que nos volvió rígidos, amarillentos, eternamente jóvenes.
Este es mi padre, esta es mi madre, este soy yo,
y das vuelta —hijo mío— la hoja del álbum.


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2

POESÍA

Por Alejandro Bekes
Alejandro Bekes(1906-1970)

"¿Qué has hecho, Sándor, de tu vida?"
La voz nocturna, orillas de la muerte,
me llama así por el antiguo nombre
con que vine de Hungría. Entonces era
mañanera la desesperación.


¿Qué ha de hacer con su vida un artesano,
un carpintero que viene a América a probar fortuna?
No me senté a llorar ni a acordarme de Sión.
Tenía el taller al lado de la casa.
Ganarse la vida no era fácil.
Los chicos enderezaban los clavos viejos.


Ahora estoy en un hueco de la piedra;
no hay bastante tierra en el gran país
para que puedan descansar mis huesos.
No se levantará para mí el sol
como aquella mañana en el puerto,
o como en aquel otoño ventoso,
con mi nieto en los brazos.
Pronto no habrá quien sepa
que una vez alguien fui sobre la tierra.


Este aire de la noche
haría bien en callarse y no ultrajar mi tumba
con sus grandes preguntas sin sentido.


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*


Nostalgia de Europa

Nostalgia de la Galia Cisalpina
de donde huyó Vittorio, el bisabuelo
(y era sólo un muchacho con miedo de la guerra),
y donde hay huellas de Bonaparte y Aníbal
y Julio César, pater imperator.


Nostalgia de aquel padre ensangrentado
reducido a un espacio tan pequeño. O nostalgia
de un hombre de sombrero y sobretodo
en el alba de Génova, fumando,
habituándose a ser un gran poeta
y a llamarse Montale, sin saber
que su perfil es el perfil del otro,
del padre calvo y muerto bajo el puñal del hijo.
Es Europa, la tierra de la sangre
adonde vuelve intacto el pensamiento
del bisnieto exiliado para siempre.


Con dieciocho años, don Vittorio
abandonó la guerra, Italia, el hambre,
cruzó el lago de Como hasta la muerte
y nunca supo de Eugenio Montale
ni oyó nombrar la Galia Cisalpina.


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*


Sucesiones

Rojo entre las perdidas arboledas
sufre el camino las dos ruedas duras
del carro, el golpe de las herraduras
y el látigo en el aire. Las dos ruedas


torpes sacuden algo como hueco
que va en el carro. El hombre del pescante
está de luto. El arrebol errante
pierde la canción fúnebre del eco.


El hombre oscuro en el camino rojo
tiene la voz sin vida y es mi padre
y los caballos trepan entre espinas.


Y el rocío embalsama ese despojo
que va detrás, la caja de su padre;
la trágica dulzura en las colinas.


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*


Un caballo en el alba

Un caballo en el alba.
Por la ciudad vacía
pasan algunos pasos
y los árboles sufren abrazando el silencio.


Pero sólo el caballo
está aquí: plenamente, mansa la crin, entero.
Dibuja en la mañana
su pedazo de campo extraviado en el mundo.


Sin distinguir mi paso
o el secreto del agua
o esa mujer que barre los sueños con la escoba,
él camina. Sin ver. Oliendo el pasto,
mordiendo el tiempo verde.


Por entre antiguos árboles que acaricio y recuerdo
me envuelvo en rojo y aire y cielo callado y niebla.
Todo se siente quieto como después del llanto.


Sólo el caballo vive.
Absorto, mudo emblema del silencio y del alba.


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*


La Argentina

El cielo miente una bandera en hilachas
y la brisa apresura el caer de la tarde
sobre filamentosas manos de enredaderas
que ansiosamente besan el patio ausente.


Sabemos que hay costas de barro y soledad
a todo lo largo de los ríos, que hay días
desperdiciados a todo lo largo
de nuestros días. Y aún el sol
se empecina en dorar los queridos fantasmas
y una música sola nos extraña
desde nuestro baldado corazón.
¡Nuestra desesperanza! En el patio
grande, casi desierto, de una escuela rural,
unos pocos chicos de guardapolvo arrían
la precaria bandera contra el ocaso
y el polvo y la sed absorben
sus vidas y lo que es patria, aquello
que conmovedoramente defienden, aquello
que sus vidas aisladas y difíciles cuidan,
el cariño, la patria, sin para qué, sin premio.


O también este carro que devuelve basuras
a la intimidad del basural, a la verdad
última, al sumidero de nuestras verdades;
el producto final de las preocupaciones
que dos chicos revuelven en el atardecer;
allí debiéramos también buscar nuestro nombre
como en las hondas bibliotecas y en las monstruosas galerías
del insomnio y del sueño:
nuestra desesperanza
son estas cosas sin remedio, aquel mapa
que tan bien hermanaba las hermosas provincias, dibujadas
por nuestro lápiz nuevo, y el heroico
itinerario de la libertad;


estamos tristes por Mariano Moreno
abandonado a la gula de los tiburones
y por Boulogne-sur-mer, que mira lejos, más allá de la gloria,
y por los pardos y morenos que fueron carne de cañón
y por las montoneras de Caín
y por ciertos vergonzosos tratados
y porque nos obligamos a aprender la verdad,
que en la Argentina es siempre otra.
Recordaremos un país
de consteladas noches infantiles,
de música perdiéndose en el aire del campo
y veremos en este atardecer
un gran cielo, un gran pecho
donde palpita la primera estrella
y nos diremos que todavía hay un mes de jazmines


y sin embargo nos desesperamos:
la historia es como el pasto que ahoga los jazmines
y el país un conscripto que desapareció
en su noche de guardia,
la tristeza de Hipólito Yrigoyen que vuelve a pie a su casa,
derrocado por el golpe del '30,
aún vestido de patria y amargura,
la amargura es saber que abrazamos fantasmas,
que somos la Argentina que jamás existió.


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*


Mar dulce

No es éste el mare nostrum sino el río infinito
que ha perdido una margen. El ojo ama la costa
que no está. Su fatiga
de mirar y no ver es nuestra justa pena.
No es una patria aquella bandera en la bahía.


Los hijos del dolor han tocado este suelo.
No es éste el mare nostrum sino el río extraviado
que ha perdido una orilla buscándose en la nada.
¿Qué embarcación podría con vida atraversarlo?


Pobres velas vacilan a lo lejos. Se entiende
que el horizonte es falso si no existe un destino,
certidumbre que preste refugio a la mirada.
No es el mar nuestro, es nuestro desorientado río.


De lejos viene el viento que no nos dice nada.


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*


Joaquim da Seabra Pessoa, pai do poeta

Turbia fotografía en que envejeces
siempre joven, oh padre: tu mirada
muerta no ve desde su amurallada
terraza ese futuro en que floreces


para siempre en el hijo, en el gigante
ignorado y despierto, en el poeta
que quiso remediar con su secreta
familia el hueco de tu voz faltante.


Nada pareces ver adonde miras,
sin la duda, los lentes, la tristeza
de los ojos de tu hijo y de sus versos.


Sólo en tu gesto varonil respiras
eso inmortal que con tu muerte empieza,
ínfimo dios, abuelo de universos.


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3

ESCRITURAS

Por Ricardo H. Herrera
De un día a otro


Fragmentos de un diario

Por más que se compare el crepúsculo a un paciente anestesiado sobre una mesa, por más que se finja una frialdad perfecta frente a aquello que se ama, nadie se deja engañar: escribir poesía tiene algo del anacrónico privilegio de alimentar una estufa a leña. Siempre lo tendrá, felizmente. Ello es así porque las astillas, las pinas, los troncos que uno agrega de vez en cuando a las brasas, dan algo más que temperatura, dan una imagen del calor. Al crepitar, al esparcir su aroma, la madera retrotrae la mente a una dimensión prehistórica, impone una mediación mítica entre el calor y el frío: algo bastante distinto de la eficacia sin mediaciones, sin poesía, de apretar la tecla de una estufa eléctrica. El cuerpo necesita calor; el espíritu, una imagen del calor. Este tiempo vertiginoso, automatizado, no necesita de la poesía; al dejarla de lado, no la extermina sin embargo. Está en manos de los poetas destruirla o conservarla, amarrarla al mal o convertirla en un bien íntimo. Fuera del infierno de la actividad frenética, allí donde el lenguaje va más allá de la inmediata utilidad comunicativa y, buscando trascendencia estética, propone nuevas mediaciones entre el espíritu y el mundo natural, la sonoridad de la palabra se aliviana hasta el silencio. En mañanas de felicidad recóndita, las imágenes recogen el polvo tornasolado de una materia que ha sido cribada hasta la transparencia por la luz de la imaginación...

*

Como salido de un cuadro de Bruegel, Gastón, el jardinero obseo y beodo que trabaja para el vecino, estuvo toda la tarde acarreando hojas secas en la carretilla, hasta formar una hermosa parva en el terreno baldío de enfrente. Hojas de castaño y de tilo: finísima mercadería otoñal. Mientras escuchaba el chirrido de la rueda de la carretilla que iba de una vereda a la otra (que entraba y salía del cuadro de Bruegel), me sentí tentado por la poesía: vale decir, fui expulsado del tiempo; transformándome, también yo, en el personaje único de un cuadro. No me decidí, sin embargo, a buscar el cuaderno de apuntes, a romper la inercia del ocio; me retenía en la somnolencia de la lectura la mitología invernal de la página blanca: esa superficie nevada donde es tan difícil albergar el sentimiento, donde es casi imposible dejar huellas que no se borren al día siguiente.

*

"Allí donde el espíritu ya no desarraiga, sino que planta de nuevo y cuida, yo nazco. Donde comienza la infancia del pueblo, yo amo". Cuántas veces, a lo largo de estos años, me he repetido esta frase de Char; sobre todo cuando termina por ahogarme la sensación de vivir en un campamento rodeado de basura, en el que la muerte en el alma y la fealdad parecieran el único porvenir. Esas pocas palabras, que retoman con paso virginal la senda que conduce a los tesoros del pasado, me ha servido siempre para conjurar los dos mayores peligros que nos acechan: por un lado, el impulso solipsista de despreciar a los macilentos espectros humanos que nos rodean; y, por otro, el de hacer tabla rasa, el de creer que es posible partir de cero. El primero, conduce a la muerte anímica; el segundo, a agravar el desarraigo. Emana de la frase de Char un valeroso álito de resistencia, una promesa que comienza a hacerse efectiva en el momento mismo en que nos hace su sugerencia: nos señala el norte con la misma gracia que una veleta. Es apenas un indicio; todavía queda por delante la necesidad de cumplir el pesado encargo que la infinitud le hace a la palabra; pero con su simple viraje la frase de Char nos advierte que la ocasión siempre es buena una vez que la idea de persistencia ha sido poseída hasta su esencial desnudez, que es favorable el momento cuando el lenguaje se pliega dócilmente a nuestro espíritu y lo expresa con espontaneidad y solicitud (aun cuando no ignoremos que estamos en un momento en el que poder continuar, en el que conseguir traspasar a otros lo que hemos recibido, ya es mucho).

*

Cansado, apático. Al despertar me di cuenta de que inclusive había soñado con este estado pocos minutos antes de abrir los ojos: una sensación de agotamiento psíquico que en el sueño se expresaba con la pregunta: «¿por qué con tantas dificultades, con tanta lentitud?» Estuve casi una hora (de cinco a seis de la mañana, aproximadamente) tratando de volver a dormirme, sin conseguirlo. En algún momento de la duermevela, mientras tomaba conciencia de la turbiedad de mi estado de ánimo, pensé que en la plegaria el lenguaje realiza un retorno a su fuente. La melopea limpia la mente, vence al tiempo. Algo de esto hay también en la poesía, un dejo del acunamiento. Aun en la articulación lenta y honda de la plegaria, ésa que intenta develar cada vez nuevas capas de sentido en la palabra, se produce el mismo fenómeno. En el origen de la plegaria hay, indudablemente, una solicitud implícita de paz, de descanso. Se puede enunciar la oración sin concebir ni imaginar nada que vaya más allá de la inmersión de la palabra en el Verbo, aunque lo usual es buscar en el Nombre una almohada donde apoyar la cabeza: pedir el reposo esencial, el olvido iluminante, un nuevo comienzo. Hace años experimenté un estado de este tipo al dormirme una tarde en la cama de mi hijo: fue como si —expiado el mal, disuelta la angustia— volviera milagrosamente a las primeras mañanas de mi vida. La frescura de las sábanas producía una sensación de felicidad maravillosa, y yo me retrasaba indefinidamente en el umbral que separa el sueño del despertar, participando al mismo tiempo del sosiego de uno y de la lucidez del otro. Los colores, los sonidos, los olores, se suavizaban, destellaban tenuemente, despojándome de toda gravedad, sumiéndome en una sensación de salud ambigua, con algo del mareo que le sucede a los primeros pasos que damos después de una larga convalescencia. Con idéntico espíritu, pero con impulso inverso (demorándose, no en la desembocadura del sueño, sino en el acceso a la profundidad de la materia), debe de componer el pintor sus naturalezas muertas. El mantel blanco sobre el que apoya los damascos, las manzanas, las peras, seguramente en algún momento adquiere la misma cualidad que aquellas sábanas: sus pliegues dejan de ser meros pretextos para el virtuosismo y se convierten en una materialización de la calma absoluta. La mesa recupera su significación sagrada. Sobre ella quedan limpias, en silencio, inmóviles, las ofrendas del Paraíso. Poder verlo, lograr representarlo, es la santidad del pintor. Sin esa santidad no hay arte, ni del color ni de la palabra. Nuestra mirada se ha vuelto maligna, rencorosa, cruel. Nuestra visión está cegada a la única abundancia que cuenta.

*

Me gustan los poetas que se aproximan a su tema como Cézanne lo hacía a los suyos: con esfuerzo, obstinadamente. Nada de abstracciones de escritorio sobre el papel, tan sólo lo que se conoce por experiencia de los sentidos. La amorosa paciencia de ahondar en lo mismo —el monte Sainte-Victoire, la cantera Bibémus, el Château Noir, unas manzanas— como quien pule una piedra y va descubriendo un mundo de refinamiento y delicadeza adentro de ella. La infinitud de lo hermético, la condensación de lo inasible. Me gusta que el color de la palabra transmita el sentimiento nombrándolo apenas; que las iridiscentes tonalidades del lenguaje nos hablen, secretamente, del mutismo que lo nutrió. Que el dolor del espíritu se quede como un rocío vivificante sobre la superficie del lenguaje. Dar con la cadencia del tedio, con la luz de la desgana, por ejemplo, siempre me ha parecido más esencial que hacer críticas acerbas o vaticinios trascendentales. Me gusta la poesía que pinta el sentimiento con la materia, que expande la sugestión del paisaje hasta los últimos confines de la mente, que lleva el sonido a una concavidad de silencio inmemorial: así como la mudez del caracol marino se queda sobre la aridez de la playa con todo el rumor del mar en su invisible interior.

*

Se acaba el otoño. El parque ha perdido las características orientales que mantuvo milagrosamente intactas durante todo el mes pasado. Lo que hasta ayer era frágil, sutil, hoy ya muestra una rigidez parecida a la de la piedra y el hielo. Aún permanece bien visible la herrumbre rojiza de los cipreses calvos y el pardo bronceado de los robles y los plátanos, pero los toques color borravino del liquidámbar, el sepia manchado de verde de los castaños y los amarillos intensos y pálidos de las hayas y los tilos, han desaparecido con la tormenta de anoche. Sólo persevera intacta la sombría doble hilera de pinos del fondo. El centro del parque es un mar de hojas secas. Me gusta esta estación: los días breves y grises, la noche larga. Me gusta encender la salamandra a la mañana temprano, cuando aún tengo por delante un par de horas de oscuridad. Hace veinte años este encierro me hacía daño, hoy me atrae. Es como si ahora la soledad encontrara en el invierno un fundamento externo que, librándola del desasosiego, volviera benigna su peligrosa condición.

*

Ayer por la tarde, paseo en bicicleta hasta Ballenera Chica, un portón de estancia ubicado sobre el camino de tierra que lleva a Mar del Sur, a unos diez kilómetros de casa. Me hubiese gustado alcanzar la laguna, pero no había tiempo: anochecía. Al salir del asfalto: el horrible suburbio, los chicos en harapos jugando en la calle, la basura tirada en las veredas, los cerdos hozando la inmundicia en los baldíos. Después, la tierra desnuda hasta el horizonte y un atardecer incoloro. Un paisaje inhóspito, sucio; rodeado por la pobreza innatural del abandono. La palabra enmudece, se desfigura. En la naturaleza arrasada, sólo el sufrimiento tiene peso y realidad.

*

Degradada socialmente, convertida en solitaria vergüenza individual, la palabra poética ha caído en estado de desgracia; vive como si no tuviera futuro. Condenada a negarse a sí misma, a aborrecerse incluso, a experimentar el dolor de habitar un tiempo sin sentido, sin contenido; así subsiste. Desarraigada del paisaje y del destino, perdida su ascendencia mítica, desplomándose en la mudez; de este modo comparte los infortunios de la pobreza. "Se canta lo que se pierde...". La vida es lo que se pierde. Doblemente se pierde: se consume y se extravía. Todas las formas de control y de dominio —convicciones, teorías, creencias—, a medida que pasan los años, se desvanecen cada vez con mayor rapidez. El tiempo arremete como una crecida devastadora. Sólo la derrota persiste. Al fin, sin embargo, la derrota sugiere, la derrota es el alma, el último sustrato de nuestra sensibilidad: ella viene hacia nosotros con la simplicidad de un día más, otro día desocupado. Nuestra inquietud, nuestra impaciencia, ya no se crispa. La mañana, fiel imagen de la continuidad, se cubre de nubes grises que fluyen obedientemente hacia el norte, desde el sur.

*

Verse abandonado a la ineludible exigencia de pronunciar una palabra que defina nuestro ser en relación a sus recónditas lealtades, eso es lo único que a partir de cierto punto justifica la expresión; algo que ciertamente ignorábamos al iniciar el viaje. Uno comienza imitando, vale decir, anhelando alcanzar la estatura de otros; luego, el carácter se desnuda al enfrentarse al tiempo: somos poco más que un eslabón entre el pasado y el futuro. Entonces, de pronto, una manera de vivir, una forma de amar, se convierten en bienes amenazados. Ser uno mismo y salvar el tesoro de esa sensibilidad, se convierten en un solo e idéntico movimiento. Un poeta, por sobre todas las cosas, es un transmisor de poesía. En esta encrucijada es donde habría que plantear el problema de la tradición. ¿Qué queremos conservar cuando hay espacio únicamente para lo esencial? ¿Qué podemos echar por la borda sin arriesgar la prosecución de la travesía? ¿En qué punto el desposeimiento comienza a desfigurarnos, a tornarnos irreconocibles para nosotros mismos? Algunos creen que tradición constituye un equivalente de imitación. La imitación, sin embargo, genera academicismo, que es la manera en que una tradición languidece. La tradición, más bien, tiene que ver con la conservación del peso de lo necesario, con lo que no se puede dilapidar impunemente.

*

Dominación del lenguaje por los sentidos; atención extrema al color, al peso y a la textura de la palabra; búsqueda y persecución, a través de lo turbio, de la nitidez, de la tenuidad: ése es nuestro oficio. Conversión de los borrosos confines nocturnos donde se pierde el espíritu en una niebla translúcida semejante a la que se levanta del mar en las primeras horas de la mañana: ésa es la gracia, la dádiva de la poesía. Por ella, cada nota resuena como un trino, cada matiz brilla como un pigmento puro sobre la página, animando con una insólita vivacidad cada palabra, cada silencio. La conciencia desierta se puebla como el primer día de la creación: con huellas de gaviotas sobre la arena desnuda, con cirros estáticos y lejanos en el cielo inmóvil. Del mismo modo, seguramente, el pintor deja sobre la calma del lienzo sus primeros colores: tierra tostada, ocre, carmín... La alegría del trabajo, de la elaboración estilística y de la configuración de la forma, no impide por otra parte que la actividad de la expresión se transforme en una lucha llena de riesgos, ya que un poema, pese a su aspecto inofensivo, constituye originalmente una apuesta por la cual el ser aventura su integridad en el tablero de la nada.

*

¡Qué viento! ¡Qué estallido de ritmo elemental! Las nubes ruedan como un alud de nieve sobre el océano. La bruma trepa a saltos la costa acantilada; parece una humareda entre los pinos. El mar hierve; es métrica en estado salvaje. Inquebrantables, las gaviotas pasan volando a escasos dos metros de mi cabeza. ¡Qué intensa sensación de libertad produce la férrea servidumbre que las gobierna! Tener un rumbo, sentir un apremio impostergable, una necesidad imperiosa (¡Hacia el sur! ¡Hacia el sur!)... ¡Qué regocijo para la parte indómita del alma! Al fin concluye la espantosa condena del encierro en sí mismo. No cabe duda: éste es el soplo del espíritu, la fuente que mana en el desierto, el impetuoso coro de los ángeles. No queda ni la más mínima traza del sórdido nerviosismo humano. ¡Purga, baño bautismal, purificación!

*

Días desocupados en los que el paso del tiempo me distrae del valor de cada instante, en los que deambulo como un autómata sin hacer nada, en los que resbalo sobre las páginas de los libros igual a un sonámbulo... Se me hacen insoportables. Vivo como quien tiene una condena por delante: sin esperanza, dando vueltas en círculo. La mente, aletargada, acaricia expectativas tan míseras como éstas: faltan diez días para que salga mi libro, faltan ciento veinte páginas para llenar este cuaderno... Como si cumplidos esos lapsos comenzara la libertad de que ahora no dispongo. Pero hete aquí que estoy libre, que éste es el tiempo que poseo, ¿por qué vacío entonces la duración de esta manera? Sólo se me ocurre esta disculpa: quizás porque ver aparecer un libro, comenzar a escribir otro, es en parte consumar la vida; consumarla, al menos, en lo que tiene de más maravilloso y evasivo. Lo indeterminado toma forma, un fragmento de lo cambiante entra al fin en lo inmutable. Y, por ello, la cercanía o la distancia del cumplimiento, alternativamente, me entusiasma, me agobia. En unas memorias del oficio de escribir como lo son éstas que llevo, no hay, no puede haber, contrastes pronunciados; todo se resuelve, forzosamente, en una gradación de matices. No cabe esperar una efectista caracterización de sí mismo de quien desmenuza su vacío pata construir una forma, de quien asedia su insuficiencia vital para desarrollar un estilo. El trazo grueso y dramático del buril expresionista, tan útil para caricaturizar las disparidades de la realidad social, no sirve cuando uno quiere esbozar el motivo un tanto sereno y distante de la propia fisonomía en el acto puntual de decir lo indecible. En un registro de la sensibilidad ensimismada (a la hora brumosa en que el "'conócete a ti mismo" es un salvoconducto que sólo permite acceder a lo desconocido), la técnica impresionista de la pincelada breve e indefinida revela su gran superioridad para captar lo provisional de un carácter que se concibe a sí mismo nada más que como un reflejo incierto —un destello precario, una sombra— del color de la palabra.

*

Domingo. Nueve de la mañana. Primeros rayos de sol. El césped del jardín está cubierto por una finísima capa de escarcha que aclara el verde oscuro de la hierba con su blancura y le da una tonalidad pálida, lechosa. Sobre el pino, una calandria modula su voz en varios registros distintos: alternativamente grazna, gorjea, trina, silba, sin interrupción. Pensé que eran tres o cuatro aves mientras buscaba con la mirada el nido, y resultó ser un solo pájaro inquieto moviéndose hacia un lado y otro en una rama desnuda. Todo adquiere un realce inaudito en esta transparencia. No me canso de mirar el ínfimo prodigio. Durante años deseé expresar estas cosas; las he expresado, incluso; ahora, ni lo pienso. Tendría que intentar decirlo de otro modo, y no tengo palabras. La persistencia de esta suave maravilla me excede, me desborda. Habría que poder plasmarlo todo con menos palabras, con dos o tres vocablos solamente. Como en un haikú de Issa: Este mundo de rocío / Es un mundo de rocío / Y sin embargo... La palabra se gasta, la realidad se renueva.

*

Mientras escribo estas notas siento que coexisten en mí dos impulsos antitéticos: por un lado, la obligación o, mejor dicho, la servidumbre de fijar el vago contorno de la fecha concreta ("vago", porque nada sucede); y, por otro, el gusto por difuminar aún más ese estrecho perímetro. Que la cuota de ensoñación que siempre está presente en la elaboración del estilo no se vea apagada por la minuciosidad del apunte cotidiano, tal es mi deseo. Me interesa que haya fluidez entre vigilia y sueño, entre saber e ignorancia, entre frustración y encantamiento.

*

No creo que la progresiva imposición del realismo constituya un fenómeno literario necesariamente pernicioso; por árido que resulte, tal vez sea indispensable su cinismo purgativo. Quitar las ramas secas del "bosque encantado", hacer un fuego con ellas, no deja de tener su utilidad: desnuda de ilusorios fantaseos la visión imaginativa, muestra con toda claridad la dificultad de la tarea que la poesía tiene por delante. Lo que me parece funesto es la manera como hoy se instrumenta el realismo para promover la perfidia, la vulgaridad, lo morboso; vale decir, para hacerlo existir en estado puro. Enfrentar la ramplonería al encantamiento, lo grotesco a la sublimidad, carece de sentido cuando no se persigue el fortalecimiento de la poesía. De hecho, poeta no es quien hace saltar los puentes que ligan esas realidades en apariencia antitéticas, sino el que tiende entre ellas vasos comunicantes. En esto, Cervantes sigue siendo un maestro: su parodia vuelve absurdo, demencial, el honor; pero la derrota del heroísmo y de la belleza no le hace ganar un ápice a la realidad victoriosa.

*

A..., eternamente, inseparablemente. Tal la dedicatoria, leída ayer, de un hombre ya viejo a su joven mujer. Me conmovió la fórmula: la desigualdad de las edades y la incertidumbre del futuro buscan ser compensadas por la vehemencia del impulso íntimo, concentrado en apenas dos palabras. Más allá de la disparidad de los años, del ansia inextinguible y del tiempo que se acaba, siempre existe este desajuste entre el cuerpo y el espíritu. Me satisfizo, además, la exactitud que le provee a la expresión del anhelo infinito el uso de los dos adverbios: como si al enunciar lo inalcanzable generaran un potencial de perennidad. He aquí, en este susurro, en esta aspiración profunda, la esencia de la pasión: la tenue escala que el encanto carnal y la agonía del tiempo crean para que ascienda el espíritu. Subirla con la poesía, me digo, para rescatar, no sólo el arrebato, sino también la promesa del arrebato: vale decir, las tenues señales donde el sueño dilata su horizonte de supervivencia. Y después, infundirle a la palabra el milagro vivo de la mirada libre de toda reserva, de la sonrisa que asiente.

*

Mañana brumosa. Otra vez el césped del jardín se parece a un tapiz lactescente. En la oquedad de la niebla, el silencio adquiere una cualidad tangible. Dos, tres caballos de pelo oscuro pastan entre los pinos caídos del terreno de enfrente. Los troncos, descortezados, color durazno, brillan por el abundante rocío caído durante la noche. En un paisaje tan ultraterreno y cotidiano como éste se me aparece tu boca: antes, durante y después de la posesión. El beso, la maravillosa lentitud del desleimiento en el olvido insondable. Niebla, niebla sin fin. Adoro este espejismo de la carne. La visión dominada por el tacto, como si las pupilas estuvieran en las yemas de los dedos o en los labios. Aquí reconozco, en la penumbra, recién nacidos, tus colores secretos: el bermellón, el negro, el plateado. Los místicos no usan imágenes sensuales por azar: la sensualidad es misticismo profundo. Quién hubiera pensado que se podía hallar en este punto, en el centro mismo del delirio, la forma más sublime de fidelidad. Sólo tu persona podía traerme aquí: amo toda tu vida, aun la que viviste antes de conocerme, cuando ignorándome avanzabas por una selva.

*

Un volumen de ensayos, un libro de poemas, un cuaderno de traducciones: nada más tengo entre las manos. Es algo, dice mi otro yo. Ello no me libera, sin embargo, de mirar estupefacto los veintisiete años que he dejado atrás para lograr esta magra cosecha. Al no recibir señales lo suficientemente claras del espejo, algunas cifras contundentes (casi medio siglo de vida) me hacen verificar atónito que el tiempo ha pasado también para mí. Estoy en ese punto entre incómodo y risible en el que aquél que uno fue viene de incógnito a auxiliar el sentido común que falla. Ayer, por ejemplo, reconocí el perfil de X en el de una desconocida: un perfil de hace treinta años, casi olvidado, renovado imprevistamente por obra y gracia de una adolescente. Fue mi primer viaje indeliberado es la máquina del tiempo.

*

La poesía es algo que no acaece exclusivamente sobre la página; llamo poesía natural a ese algo, por contraposición a la poesía escrita, que es la que se obtiene mediante el uso del lenguaje. La poesía escrita es una copia, muchas veces tosca, pobre, de la poesía natural. Sólo cuando el lenguaje nos lleva, inesperadamente, hasta la esencia misma de la poesía natural y la ilumina, la poesía escrita nos satisface; por eso ella es tan rara, tan escasa. El resto son palabras sobre palabras. La experiencia poética da lugar a un grado de conciencia más intenso que el habitual: un nivel de conciencia donde el sujeto perceptor se compenetra, se consubstancia con el objeto percibido. No se trata de un modo de trascender lo material, lo carnal, sino, por el contrario, de adherirse a ello, rompiendo el automatismo de la percepción corriente. Esta unión entre sujeto perceptor y objeto percibido, que luego se transformará en concordia entre realidad y expresión, constituye una condición ineludible para obtener la profundidad simbólica que cohesiona la forma artística. Las convenciones de la ficción social que nos rodea se desmoronan en ese instante mágico. Las contradicciones entre el deber, el hacer y el ser, entre el espíritu y la materia, no se resuelven, sencillamente se esfuman: estamos fuera del mundo de las contradicciones, penetramos en la felicidad arcaica que rezuman los mármoles de la antigüedad, habitamos realmente la tierra. Es un estado de paz y armonía donde la luz, la materia y la carnalidad destellan con un fulgor inusual. También la palabra, por obra y gracia de la experiencia poética, se despoja de su valor de uso y adquiere sugestión, resonancia. Es una experiencia cotidiana, aunque intermitente, esporádica; sin embargo, ella es lo angélico. El tiempo, cuando acaece esta visitación, se remonta a contracorriente de su curso natural: su paso no desgasta, renueva. Se sale del tiempo teórico de la ficción narrativa, del orden histórico que ordena el vivir en acontecimientos que se sitúan en una serie lineal (pasado—presente—futuro), y se penetra en la vastedad de lo inmóvil. Esto es lo que emparenta la intuición poética a la infancia. No constituye una experiencia infantil, sino una experiencia del candor; una experiencia que se produce cada vez que la belleza del mundo o de la persona nos enamora.

4

LA TRADUCCIÓN POÉTICA

Por Esteban Gabriel Anadón

 


Pasolini: "Aquella física alegría"

(La poesía de Del Diario)



Éramos, en verdad, tan jóvenes, tan pobres, tan felices?", se preguntaba Leonardo Sciascia en la Introducción de la edición de 1979 a los poemas de Del Diario (1945-1947) de Pier Paolo Pasolini (de los que ahora presentamos una selección, la mayoría de ellos por primera vez en versión al castellano). Juventud, felicidad, pobreza, todas estas palabras no son ajenas a la materia de estos poemas. Textos hechos aparentemente de nada. Ya el poeta ha aprendido a conocer en las aguas friulanas de Poesías de Casarsa (1942) en las líneas de su rostro, las líneas de su alma. Pero ese conocimiento lo ha dejado aún más solo, aún más desvalido. "Como un náufrago incólume" o como quien despierta en la mañana siguiente de un sueño de muerte, y va mirando, tocando (nombrando) cada cosa que lo rodea, como aferrándose a un leño que lo lleve otra vez a la costa de la realidad, así el poeta anota estos versos día a día.
    La seguridad de un Edén es lo que Pasolini ha perdido en sus primeros poemas. Con ellos ha ganado, no obstante, la conciencia del poder cognoscitivo de la palabra. Ahora, la palabra que llega a su mente absorta se sabe pasajera, adquiere el tono de una pregunta, espera un signo, aunque más no sea un espejismo que lo guíe en el desierto en que se ha convertido su presente. Este signo asumirá las formas de los mártires campesinos del Testamento Coran o de la elegíaca visión panorámica de la Italia de los años "50 en Las cenizas de Gramsci.
    Los poemas que presentamos tienen algo de elemental, de "juvenil", de originario, dentro de la obra poética de Pasolini. Se anuncia en ellos una metamorfosis estilística, una madurez, que será alcanzada por el poeta al abandonar la sugerencia simbolista, de trasfondo intemporal, para crear, en Las cenizas de Gramsci, una poesía vibrante de fugacidad histórica, materialmente plana, signada por la univocidad y una precisa contextualización epocal.
    En Del Diario están presentes aspectos propios del poeta (autobiografismo, narcisismo, tono elegíaco por la imposibilidad de fusión con la realidad...) pero desnudos, sin la elaboración arcaizante, con restos de hermetismo, de Poesías de Casarsa y sin el voluntario manierismo de Las cenizas de Gramsci. Sus textos aíslan un momento del devenir cotidiano, un fragmento de existencia suspendido a la espera de insertarse en otro tiempo, el de la historia.
    Poemas de una sensibilidad herida, que no quiere abandonarse y por eso mismo está atenta al menor sonido, al más leve cambio que desentone y desequilibre su paz absorta, que otra vez "lo enfrente a su vida". Poemas matinales, con la "pobreza" profundamente humana en esos años de la postguerra, que desnuda los afectos esenciales y, al mismo tiempo, con la "felicidad" de un estado de suspensión, hipersensible, sensual, contemplativo, que va nombrando la "física alegría de la vida que se vive sola".

Pier Paolo Pasolini

Poemas de Del Diario
*
Poesie da Dal Diario

Versión de
Esteban Gabriel Anadón

Il cielo trasparente...

Il cielo trasparente ha un lieve segno
sopra il mio capo...È solo un'ombra candida,
una nube. (Riconosco quell'ombra,
la parola inespressa... la ferita...
Ah, mia coscienza sola come il cielo.)
Il fienile e il selciato mi rimandano
l'azzurro chiaro della luna agli occhi.
Chi mi pone di fronte alla mia vita?
e già un'aria celeste sul mio capo
ha spazzato le nubi: non un ombra
nel cielo nudo.


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El cielo transparente…

El cielo transparente sobre mí
muestra un signo leve... Sólo una sombra
cándida, es una nube. (Reconozco
esa sombra, la palabra no dicha, la herida..
Ah, mi conciencia sola como el cielo).
El establo, el empedrado reflejan
el claro azul de la luna en mis ojos.
¿Quién a mi vida, de pronto, me enfrenta?
Y una celeste brisa allá en lo alto
ha borrado las nubes: ni una sombra
por el cielo desnudo.
La mia camera ha incanti...

La mia camera ha incanti di palmizio.
Il candido letto disordinato,
i quaderni innocenti: la presenza
in me di questa fisica allegrezza
che è la vita che si vive sola.


Poi passeri si sparpagliano come
confuse farfalle; la terra, al sole,
appassionata e indifferente...


E tra le vigne roventi di sole,
e gli intonachi accesi delle case,
un invasato suono di campana.


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Mi cuarto tiene encantos…

Mi cuarto tiene encantos de palmera.
El lecho cándido desordenado,
los cuadernos inocentes: y en mí
aquella física alegría,
la de la vida que se vive sola.


Luego, gorriones que se esparcen como
confusas mariposas: tierra al sol,
apasionada, indiferente...


Y tras las viñas, rojas por el sol,
y la cal deslumbrante de las casas,
un áspero sonido de campana.

Vicina agli occhi e ai capelli...

Vicina agli occhi e ai capelli sciolti
sopra la fronte, tu piccola luce,
distratta arrossi le mie carte.
Adolescente ardevo fìno a notte
col tuo smunto chiarore, ed era strano
udire il vento e gl´isolati grilli.
Allora, nelle stanze, smemorati
dormivano i parenti, e mio fratello
oltre un sottile muro era disteso.
Ora dove egli sia tu, rossa luce,
non dici, eppure illumini; e sospira
per le campagne inanimate il grillo;
e mia madre si pettina allo specchio,
usanza antica come la tua luce,
pensando a quel suo figlio senza vita.


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Junto a los ojos, los cabellos...

Junto a los ojos, los cabellos sueltos
sobre la frente, mientras tú, pequeña luz,
distraída enrojeces mi cuaderno.
Yo ardía, adolescente, hasta muy tarde
con tu débil claridad, y era extraño
oír el viento y los dispersos grillos.
Entonces, en los cuartos olvidándose
dormía la familia, y mi hermano
descansaba detrás de un fino muro.
Dónde él esté, tú, roja luz, no dices
y, sin embargo, alumbras; y suspira
el grillo por los campos solitarios,
y mi madre se peina en el espejo,
usanza antigua como lo es tu luz,
pensando en ese hijo ya sin vida.

Limpida fontana...

Limpida fontana di Vinchiaredo,
acque modeste, tenerissimi legni,
oggi a vent'anni io vi vedo, vi ascolto,
nel vecchio fermento indifferente.
Ai miei piedi, dal prato basso, l'acqua
rampolla, e lenta vola; e, ininterrotta,
ricompone il suo canto più lontano.
Per me quell 'onda canta: ma precluso
alla sua interna gioia e al fresco riso,
mi tormento a guardarla, ed ecco, scopro
celesti giovinette, antichi giucchi,
e corse, voci... Ah certo non è questo
che si cela, vicino, in spazii ignoti
e ricanta impassibile in quell'acqua.


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Ah fuente límpida…

Ah fuente límpida de Vinchiaredo
humildes aguas, tiernísimas ramas,
hoy, con veinte años las veo, las oigo,
con la vieja alegría indiferente.
En el prado, a mis pies, el agua
brota y pasa lenta; y constante
continúa su canto allá más lejos.
Para mí canta el agua: pero ajeno
a su interna alegría y fresca risa,
me atormento mirándola y, entonces,
veo etéreas jovencitas, antiguos
juegos, carreras, voces... En verdad,
es otra cosa que oculta, cerca,
canta impasible en esas aguas.

Le nuvole si sprofondano...

Le nuvole si sprofondano lucide
dentro le pozze roventi d'azzurro
e i rami si perdono nel sole.
Questo è il tempo in cui rido, in cui piango,
questo è il tempo in cui attendo la grazia,
questo è il tempo in cui sono felice,
questo è il tempo in cui vago pei campi,
questo è il tempo in cui guardo i cieli...
(Io ho gridato? E non si spegne l'eco?
e il mio grido non è più lontano
delle nubi? Non potevo soffocare
la mia gioia ingenua, intrattenuta?)


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Las nubes lúcidas...

Las nubes lúcidas se hunden
en pozos ardientes de azul
y las ramas se borran bajo el sol.
Este es el tiempo en que río, en que lloro,
éste es el tiempo en que espero la gracia,
éste es el tiempo en el que soy feliz,
éste es el tiempo en que voy a los campos,
éste es el tiempo en el que miro el cielo...
(¿Yo grité y no se apaga el eco?
¿No es más lejano el grito
que las nubes? ¿No pude sofocar mi alegría
ingenua, incontrolable?).

Come un naufrago...

Come un naufrago incolume mi volgo
e vedo, inteneriti dal passato,
alle mie spalle, oceani di rare
viole, di silenziose primule.
È già un sogno lontano più del cielo
il paesaggio di germogli azzurri
che il trasparente Aprile intiepidiva.


Il tempo è dileguato senza moto:
le farfalle che volano pudiche,
i fiori violenti, l'irta quiete...


E so ancora atterrirmi ad un acento
che disaccordi con la fioca musica
dei campi? Alzare il capo, puerilmente,
angosciato dai baratri celesti
tra i veli tranquilli delle nuvole?
Se l'iroso usignolo nell'azzurro
arido, esala i suoi canti diurni,
lo ascolto ardente, ma non ho speranza.
Io non sogno, non veglio...




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Como un náufrago…

Como un náufrago incólume me vuelvo
y veo, enternecidas de pasado,
a mis espaldas, un mar de violetas
extrañas, de calladas prímulas.


Son ya un sueño lejano más que el cielo
los capullos azules del paisaje
que en el límpido Abril reverdecían.


Inmóvil ha pasado el tiempo:
las mariposas que tímidas vuelan,
las coloridas flores, la ardua quietud...


¿Y aún me aterrará un leve sonido
que desentone con la sorda música
del campo? ¿Y, puerilmente, miraré
con la angustia de celestes abismos
entre los velos lentos de las nubes?
Si el ruiseñor airado alza su canto
hacia el árido azul de la mañana,
lo escucho ardiente, aunque sin esperanza.
Yo no sueño, ni velo...

Ah non è più per me...
Ah non è più per me questa bellezza
di cristallo, quest'acre primavera:
un grido, anche di gioia, e sarei vinto.
(Avvicino i battenti e lascio solo
il mondo con l'argento dei suoi cieli.)




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Nunca más será mía...

Nunca más será mía esta belleza
de cristal, esta amarga primavera:
un grito, aunque sea de alegría,
y estaría vencido.
(Arrimo los postigos, dejo solo
al mundo con la plata de sus cielos).

5

PIEDRA DE TOQUE



Por Pablo Anadón









Mario Benedetti y la poesía
que no necesita una segunda lectura


Mario Benedetti, El amor, las mujeres y la vida,
Seix Barral, Buenos Aires, 1995

Mario Benedetti ha puesto esta antología temática de sus versos bajo la advocación de Schopenhauer, tanto en el título cuanto en el epígrafe general del volumen. Un homenaje, claramente, por negación. Dice en el prólogo el uruguayo del "autor teutón": "Desde que, en mi lejana adolescencia, me enfrenté a El amor, las mujeres y la muerte, por entonces el libro más popular del filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860), entré en contradicción con la sutil propuesta que sugerían las tres palabras de aquel título. Y aunque el filósofo de Danzig se cuidaba de tratar cada término por separado, era evidente que su pesimismo voluntarista, al introducir los tres enunciados en un mismo saco, los convertía en ingredientes de su inextinguible misoginia".
    Anotemos, de paso hacia el comentario de los textos de esta selección, que el que puso las tres palabras "en un mismo saco" no fue Schopenhauer, quien ya había muerto hacía tiempo cuando se publicaron con ese nombre diferentes ensayos (de allí que tratara "cada término por separado") extraídos de Parerga y paralipomena y El mundo como voluntad y representación: la "sutil propuesta", pues, debemos atribuírsela, en rigor de justicia, al eficaz olfato comercial del editor que eligió tal título, no al hondo pensador.
    Con todo, eligiendo a su vez —con olfato no menos efectivo— esta versión "vitalista" del apócrifo título schopenhaueriano, Benedetti da una interesante clave de comprensión de su propia propuesta poética y existencial. El núcleo de la misma quizá pueda ser definido, justamente por contraste con el "pesimismo voluntarista" del filósofo, como un optimismo de fondo, inquebrantable. Incluso cuando el proverbial vaso aparezca medio vacío al comienzo de un poema, hay grandes probabilidades de que hacia el final ya esté medio lleno. No se trata, sin embargo, de una cuestión de contenido, de que el amor le resulte al poeta un tema "incitante" y "confortador", sino más bien de un tono que recorre el conjunto, de un modo de afrontar aquí desde un aniversario de bodas, una receta para suicidas ("Para no sucumbir / ante la tentación / del precipicio / el mejor tratamiento / es el fornicio") o una ardua cuestión teológica planteada por Juan Gelman ("¿Y si Dios fuera una mujer?"), hasta los peores horrores de la historia, como el texto que comienza "Bonjour buon giorno guten morgen / despabílate amor y toma nota / sólo en el tercer mundo / mueren cuarenta mil niños por día...", o que en una ofrenda a Soledad Barrett, muerta en la lucha de guerrilla, le permite preguntarse "si estaría(s) / de minifalda o quizá de vaqueros / cuando la ráfaga de pernambuco" acabó con su vida. Jugar con los idiomas, "tomar nota" de lo atroz y ocuparse de la vestimenta de quien está enfrentando la muerte forman parte de esa modalidad poética que a la vez que muestra hacerse cargo del destino humano y nos transmite el detalle vivido de circunstancia (para lo cual este autor posee una especial destreza), nos deja también la sensación de estar asomándonos a una tragedia —o en otros casos a la felicidad— a través de una fotografía, una fotografía verbal.
    En efecto, caracterizan a estos textos la rápida captación del instante, de la anécdota, y una escritura plana en la que resaltan sobre todo el ingenio, realmente inagotable, y esa sentimentalidad entre tierna e irónica, con dejos tangueros, tan propia de cierta poesía rioplatense. Tales notas hacen que el libro se lea de una vez, y que no haga falta, por lo general, una segunda lectura: cada poema es, ni más ni menos, eso que llanamente dice.
    Lo que estos versos dicen puede resumirse en el siguiente "Credo" benedettiano: "A esta altura del partido / creo en los ojos y las manos del pueblo / en general / y en tus ojos y tus manos / en particular". Para definir el propio modo de amar se recurre a la contraposición entre un "ustedes" y un "nosotros": "Ustedes cuando aman / exigen bienestar / una cama de cedro / y un colchón especial / nosotros cuando amamos / es fácil de arreglar / con sábanas qué bueno / sin sábanas da igual / [...] ustedes cuando aman / al analista van / él es quien dictamina / si lo hacen bien o mal / nosotros cuando amamos / sin tanta cortedad / el subconsciente piola/ se pone a disfrutar".
    Disponer de un "subconsciente piola" sin duda favorece ese optimismo de fondo al que nos referíamos, al igual que acentúa la superficialidad efectista de esta poesía; se elude, así, la confrontación implacable tanto con la propia interioridad cuanto, al fin, con la entraña de la historia: "cómo voy a creer / dijo el fulano / que la utopía ya no existe / si vos / mengana dulce / osada / eterna / si vos / sos mi utopía" (por cierto, una manera consolatoria de demostrar la existencia de la utopía, que evidencia hasta qué punto ésta ha quedado reducida a una supervivencia de uso personal, privado).
    En un poema a su madre, Benedetti cuenta que después de años de ausencia la ha encontrado tal como la dejó: mirando una avenida desde su ventana; por esa avenida —reflexiona el poeta— han pasado desfiles, manifestaciones, fugas y gases lacrimógenos, pero ella "acaso no la mira / sólo repasa sus adentros...". El poema concluye con el lamento del autor por no poder comprender a su madre, viéndola vuelta aún hacia sus "páginas sepias de obsesiones" y "desperdiciando la avenida". Tal vez, nos decimos nosotros al cerrar este libro donde tan a menudo "los adentros" se asemejan a imágenes de la avenida vistas desde el ventanal, aquella viejecita que en el texto revivía a solas su íntimo pasado tuviera todavía cosas que enseñar a su hijo.

P.A.





 
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