REVISTA FÉNIX | Nro. 25/26


Sumario: Abril 2010 - Octubre 2010 



1| PALABRA EN EL TIEMPO
Autor
Título
Pablo Anadón
2| POESÍA
Autor
Título
Rodolfo Alonso
Fernando Aínsa
Esteban Nicotra
Mori Ponsowy
Ezequiel Zaidenwerg
3| ESCRITURAS
Autor
Título
Rafael Felipe Oteriño
Poesía y conocimiento
4| LA TRADUCCIÓN POÉTICA
Autor
Título
Marcela María Raggio
Un caso de traducción de Eliot: Los Ariel Poems traducidos por Basilio Uribe
T. S. Eliot
(versiones de Basilio Uribe)
| Viaje de los Magos | Un canto para Simeón | Animula | Marina |
5| PIEDRA DE TOQUE
Autor
Título
Cristina Piña
El esplendor reconocido (Amelia Biagioni)
Víctor Gustavo Zonana
El homenaje y la impostura (Olga Orozco)
José Di Marco / Roberto D. Malatesta
Dos notas sobre De una palabra a otra de Alejandro Nicotra (Alejandro Nicotra)
Graciela Maturo
La sabiduría poética de Máximo Simpson (Máximo Simpson)
María Rosa Lojo
Magia blanca de Cristina Piña: El jardín del patio y la armonía del Universo (Cristina Piña)
Diego Bentivegna / Walter Cassara
Enrique Solinas
Escritura del gesto de morir (Diego Muzzio)
1
PALABRA EN EL TIEMPO

Por Pablo Anadón
Diario del traductor
Venturas y desventuras de la traducción poética

I


Extraño destino el del traductor de poesía. En su tarea se conjuga, de manera admirable y penosa, mucho de cuanto tiene de "esplendor y miseria" —utilizo la expresiva fórmula de Ortega y Gasset— la creación literaria. Digo el traductor de poesía, en particular, porque en su oficio, si es que puede hablarse de un oficio en su caso, se encuentran centuplicados los problemas que plantea toda traducción literaria.     
       Comencemos por las penas y miserias de la traducción. Ya el título mismo de estas páginas nos llama a la realidad: para cualquier lector puede ser apasionante asomarse al diario de un escritor, asistir a los secretos vínculos o rupturas entre la vida diaria de un autor y sus obras; ahora bien, ¿a quién puede interesarle espiar en el diario de un traductor? Vería allí a un hombre que por la mañana elige un adjetivo y por la tarde lo tacha; que ensaya hacia la noche una traslación en verso libre y por la madrugada descubre que el poema funciona mucho mejor en heptasílabos y endecasílabos... Vale decir: un traductor casi no posee vida, sino por interpósita persona; su función no es transfigurar su existencia y su experiencia del mundo en palabras, o, para decirlo borgeanamente, "convertir el ultraje de los años / en una música, un rumor, un símbolo". Su cometido es mucho más modesto: consiste en tomar esa música, ese rumor, ese símbolo, que han sido plasmados por otro con tan milagrosa perfección en el idioma original, e intentar que su versión en la propia lengua no sea un ultraje al poema admirado. En este sentido, el diario de un traductor me hace pensar en las anotaciones que podría haber llevado uno de aquellos monjes medievales que pacientemente copiaban en un pergamino las obras que, sin su servicial intervención, se habrían perdido para siempre en el tiempo.
     Me he preguntado que a quién puede interesarle el diario de un traductor. Confieso que a pocos lectores —pero agrego que yo estaría incluido entre ellos. La razón es que, como fue observado por el mismo Borges en su ensayo "Las versiones homéricas", "ningún problema es tan consustancial con las letras como el que propone la traducción". Vale decir: todo poema logrado es un prodigio verbal, un misterio hecho de palabras, las mismas palabras de todos los días, pero transformadas en un objeto mágico, un talismán sonoro. El traductor es aquel que busca indagar en ese misterio, en la razón por la que ese conjunto de palabras ejerce su hechizo, y que intenta recrear tal embrujo en la propia lengua. Como una vez me dijo el poeta, ensayista y traductor Edoardo Sanguineti: "Cuando yo leo a Shakespeare entro verdaderamente en otro planeta, históricamente lejano de nosotros, y trato de adivinar cuál podía ser su significado. Tiene lugar una suerte de diálogo con los muertos. En fin, el traductor es un chamán: evoca imágenes de difuntos para sus contemporáneos, y de esa manera vuelve a los muertos contemporáneos y vivos".



II



La traducción de poesía es difícil. Algunos piensan, incluso, que es imposible. El poeta norteamericano Robert Frost, por ejemplo, definía la poesía como aquello que se pierde irremediablemente en una traducción. Vladimir Nabokov, quien tradujo nada menos que el Eugene Onegin de Pushkin al inglés, escribió dos sonetos tetrámetros, titulados justamente "Al traducir Eugene Onegin", donde se lee (traduzco de mala manera): "¿Qué es la traducción? Sobre un platillo / La pálida cabeza, escrutadora, de un poeta, / Un chillido de loro, el parlotear de un mono, / Y la profanación de los muertos."
       Entre el diálogo chamánico con los difuntos y la profanación de los muertos (como puede verse, nos hallamos entre el espiritismo y la necrofilia), hay posiciones intermedias. Pero ¿qué es lo que hace tan ardua a la traducción poética? Fundamentalmente, creo yo, la delicada y precisa conjunción, identificación, amalgama, del sentido y del sonido en todo poema que se precie de ser tal. Si el traductor se concentra en el sentido, y desatiende el sonido, tendremos esas traducciones literales, tan abundantes en el ámbito académico (y en los últimos tiempos, paradójicamente, también en el medio poético), que pueden ser útiles como suerte de diccionarios para acercarnos al texto original, pero que raramente producen un efecto estético por sí mismas. Si el traductor se concentra en el sonido, en la recreación de la métrica, la rima y en general la musicalidad del verso, se corre el riesgo de que la traducción fuerce demasiado el significado y vuelva irreconocible la materia semántica del poema. Otro aspecto que dificulta la traducción es que la poesía trabaja a menudo con la irisación connotativa de las palabras, ese halo de sugerencias que posee un término o una expresión idiomática, y que no siempre encuentra su correspondiente exacto en las palabras de la lengua a la que se traduce. 
       Por otro lado, está la distancia a la que aludía Sanguineti en la entrevista que mencioné precedentemente. Puede ser una distancia de diverso orden: distancia temporal, distancia cultural, distancia espacial... Por ejemplo, la resonancia que tenía en el siglo XVII, en un poema de amor de John Donne, la alusión al Nuevo Mundo (el poeta invita a la amada a una exploración más interesante que la de las nuevas tierras descubiertas), no es la misma que puede tener en nuestro siglo; las evocaciones que trae la palabra "Abril", en el célebre inicio de La Tierra Baldía ("April is the cruellest month..."), no es la misma que posee para los habitantes del hemisferio sur, donde este mes no se relaciona con el inicio de la primavera, por supuesto, sino con el otoño. De modo parecido, las sensaciones que puede generar la sola mención del ruiseñor, en la oda de John Keats, es diversa para quienes, como nosotros, no podemos escuchar su silbo nocturno sino es en el espacio encantado del poema (como se sabe, no hay ruiseñores en nuestras latitudes, salvo aquellos que cantan inolvidablemente en el soneto conclusivo de La Urna de Banchs, y en otros textos menos atentos a la ornitología circundante que a la literaria). 
       Hay otra distancia, incluso, que es igualmente problemática: la que surge de la evolución misma de la lengua y de las connotaciones literarias o culturales en general de las distintas épocas. Esta distancia es la que ha permitido que Pedro Salinas, por ejemplo, tradujera el Poema del Cid del castellano del siglo XII al castellano del siglo XX. Otro ejemplo ilustrativo es el de aquel soneto de La Vita Nuova de Dante que comienza: "Tanto gentile e tanto onesta pare / la donna mia quand'ella altrui saluta...". Lugones, en su convincente traducción del poema, vierte: "Es tan pura y gentil mi bien amada / que sólo al verla saludar cumplida / toda lengua enmudece estremecida / y no se atreve a alzarse la mirada." Pues bien, tanto en el italiano como en el castellano actual la palabra "gentile" / "gentil" tiene un sentido semejante. Sabemos que los sinónimos no existen, y menos aún en la poesía, pero una palabra próxima a tal sentido sería: "amable". Sin embargo, para los poetas toscanos del siglo XIII, aquellos que integraban esa suerte de escuela o secta poética que recibió el nombre dantesco de Dolce Stil Nuovo, la "gentilezza" era algo mucho más complejo y profundo que la mera amabilidad: era la condición íntima indispensable para vivir aquella experiencia decisiva para el perfeccionamiento y la elevación de la existencia que llamaban "amor". Quien no poseía tal innata gentileza (que determinaba una especie de nobleza del espíritu, por encima de la de sangre, medios económicos o posición social), no podía sentir esa "dolcezza" "ch'intender non la può chi non la prova". ¿Cómo salvar esa distancia en el significado, ese verdadero abismo de comprensión que media entre el sentido del término para un círculo de poetas del siglo XIII y los lectores del siglo XXI? Imposible. 
       Con respecto a las opciones del traductor para afrontar la lejanía de espacio o de tiempo entre el original y el contexto para el que traduce, pueden distinguirse dos alternativas extremas: o se mantiene la extrañeza del original, de modo que el lector de la traducción perciba cuánto diferencia el mundo del que se está hablando del mundo en el que él vive (que la Italia de Francesco Petrarca, digamos, es una galaxia muy diferente de la Argentina de Leónidas Lamborghini, desde una infinidad de puntos de vista), o se intenta allanar lo diverso, aclimatando esa planta exótica al terreno que diariamente pisa el lector contemporáneo de la lengua de destino. 
       Estas opciones se muestran particularmente significativas —y angustiosas— cuando la realidad representada en el texto original incluye objetos, vegetales, animales, usos, instrumentos o referencias culturales prácticamente desconocidas para el traductor o para el lector actual. El poeta Alejandro Bekes, eximio traductor de Horacio, Virgilio, Shakespeare, Nerval, Hugo y Baudelaire, entre otros, me contaba que cuando tuvo que traducir las Geórgicas para Losada, visitó un museo de instrumentos de labranza para familiarizarse con utensilios que eran nombrados y descriptos detalladamente en el gran poema virgiliano, y que aún así... El problema, por cierto, no reside tanto en el nombre que corresponde en la lengua a la que se traduce, sino en que ese nombre puede no tener resonancia alguna para los lectores presentes, como sí la tenía para los lectores del original.
       La segunda alternativa, pues, prefiere favorecer la identificación del lector con el mundo del poema, como si estuviera leyendo un texto escrito en su propio país y tiempo (una caricatura de esta opción la tenemos en las malas traducciones de películas, cuando un londinense, por ejemplo, refiriéndose a un extranjero, observa que éste no entiende lo que le está diciendo, porque no habla... ¡español!). Robert Lowell, en la introducción a sus Imitations, expone esta alternativa de manera paradigmática: "He intentado escribir en un inglés vivo y hacer lo que mis autores hubieran probablemente hecho si estuvieran escribiendo sus obras ahora y en Norteamérica". La primera, en cambio, elige preservar lo que hay de ajeno, de extraño, en el original, de manera que el lector perciba que dicho texto fue concebido en un lugar y/o una época muy distante de la suya (que Shakespeare —digamos por contrapartida del célebre libro de Jan Kott sobre el autor de Hamletno es nuestro contemporáneo, ni por cierto nuestro coterráneo).


III



Me gustaría considerar ahora una cuestión que es particularmente problemática, y que recientemente ha suscitado algunas polémicas en medios literarios de nuestro país. Me refiero a la traducción de la música verbal, la música de la poesía. Con respecto a las mencionadas polémicas, creo que podemos con venir en que cada cual traduce como puede y como mejor le parece, y cada lector elige leer o releer las traducciones que más le complacen. También el eventual crítico literario tendrá su derecho de examinar los logros y defectos de las traducciones de acuerdo con su personal concepción del hecho estético (esperemos sólo que tal concepción esté cimentada más en largas y atentas lecturas de la tradición poética, desde Homero a las posvanguardias, que en las últimas elucubraciones teóricas francesas, y que su "balancín del gusto" —de que hablaba Alfonso Reyes— tenga un fiel más confiable que el del verdulero de la esquina de mi casa.) Sentado, pues, que es difícil, si no imposible, sentar un juicio universalmente válido sobre una cuestión particularmente espinosa y resbaladiza, trataré aquí de aclararme cómo veo personalmente esta problemática tan ardua cuanto apasionante. 

       Se ha dicho (Ezra Pound, por ejemplo, lo ha dicho) que la música de la poesía es intraducible. En un sentido absoluto, es cierto. Dudo mucho de que en otra lengua pueda reproducirse exactamente la conjunción de acentos y aliteraciones de versos como: "En el silencio sólo se escuchaba / un susurro de abejas que sonaba..."; o: "el peludo cangrejo tiene espinas de rosa / y los moluscos reminiscencias de mujeres"; o bien: "Localiza el impávido silencio / Un zumbido concéntrico de mosca. / En la asoleada soledad vacila / El papelito de una mariposa." En tal sentido absoluto, los célebres versos de Ungaretti, "M'illumino / d'immenso", sólo podrían ser traducidos... en italiano, y con esas mismas palabras (la transcripción, fidelísima, a "Me ilumino / de inmensidad", como puede escucharse, convierte la magia extática de las consonantes dobles italianas y del dividido ritmo heptasilábico en una prosaica constatación, más bien opaca, tristona y prácticamente carente de gracia). 
       Ahora bien, está claro que, ateniéndonos a ese sentido absoluto, tautológico, la traducción en general es imposible. Afortunadamente, el traductor tiene algo de devoto de una secta órfica, en la medida en que siente la formulación verbal del texto original casi como palabra sagrada, y a la vez algo de hereje, de profanador: necesita transgredir esa medida auditiva áurea del poema en otro idioma, para encontrar en la propia lengua una medida lo más próxima posible a esa forma perdida: será, pues, una forma diversa, pero equivalente, una metáfora sonora del poema admirado.
     En tal sentido relativo, la traducción de la música verbal es posible. Para ello, al menos tres condiciones parecieran aconsejables. En primer lugar, que el traductor tenga oído y preste atención a las minucias esenciales de las que depende la gracia sonora del texto en la lengua extranjera. Luego, que posea suficiente creatividad y elocuencia en la propia lengua, para inventar —recordemos la etimología de esta palabra— una formulación verbal que suene tan bien —al menos casi tan bien— en el idioma de la traducción como sonaba la otra, la del poema original: vale decir, que logre que el lector olvide por un momento que está leyendo una mera traducción y pueda disfrutar del texto como un objeto estético autónomo, válido en sí mismo. Por último (last but not least), me parece que una condición importante, y quizá indispensable, que conviene que posea el traductor de poesía, es la destreza en la percepción y el manejo de las formas métricas. Por un lado, entiendo que es deseable que el traductor conozca y distinga la tradición rítmica en la que se inserta el texto original, ya se trate de un poema en verso totalmente libre, o en verso blanco, o en verso medido y rimado. Pero por otro lado, me parece aún más importante y aconsejable que el traductor conozca con suficiente profundidad la tradición métrica de la propia lengua y sea capaz de utilizar con solvencia sus recursos, incluso en el caso de que opte por una traducción en verso libre. No me refiero, por cierto, a un conocimiento meramente teórico de las cuestiones métricas, sino a una práctica de años de lectura con el oído atento a lo que hace que los versos suenen como suenan. No quiero decir con esto que el traductor, si es poeta, necesariamente tenga que haber escrito también poemas en versos métricos; quiero decir que, si el traductor es un poeta que escribe en versos libres, debe saber muy bien de qué se están liberando sus versos, cuáles son los modelos trabajados a lo largo de los siglos de los cuales sus versos puntualmente, por la razón que fuere, se desvían. Lo mismo vale para sus traducciones.


IV


Me he detenido en la cuestión métrica, porque es un aspecto dejado un tanto de lado últimamente en nuestras letras. Pero la problemática de la música de la poesía va mucho más allá, por cierto, de la métrica. Creo que se pueden distinguir varias dimensiones en esa problemática.
       Un primer nivel (el orden no es de importancia) consiste en lo que podríamos llamar la dimensión fónico-morfológica. Se trata de la precisa conjunción de vocales y consonantes de las palabras que componen un poema. Ya hemos visto un ejemplo de Ungaretti. Es el reino de la aliteración, entre otros recursos iterativos fundamentales para que cuaje el empaste de un verso. Quizá sea el aspecto más difícil de traducir sin pérdida. Cuando leemos en El cementerio marino de Valéry, por ejemplo: "Comme le fruit se fond en jouissance / Comme en délice il change son absence / Dans une bouche oú sa forme se meurt / Je hume ici ma future fumée...", comprendemos que ese goce gustativo en que la fruta se transforma ha hallado su metáfora en la fruición con que paladeamos tales sílabas, y parejamente comprendemos que esa milagrosa música verbal es prácticamente intraducible.
       Un segundo nivel es la dimensión que se podría designar como sintáctica, en cuanto que involucra la disposición de las palabras en la frase. Es un aspecto que se vincula sensorialmente, por un lado, con la musicalidad, y por el otro, con la configuración visual del texto en la página, al tiempo que guarda indisoluble relación con el orden del pensamiento. Es el ámbito propio de recursos tales como la anáfora, el hipérbaton, el paralelismo, el quiasmo, etc. Se trata, pues, de una dimensión de gran importancia para la poesía que privilegia el arabesco conceptual, las simetrías y los contrastes, como es el caso de la lírica trovadoresca, provenzal y estilnovística, del barroco y de aquellos autores del siglo XX que se sintieron herederos de esa tradición. Quien lee a los poetas metafísicos ingleses (por ejemplo la "Elegía: Antes de acostarse" de John Donne, preferentemente en la versión de Octavio Paz, o "A la púdica amada" de Andrew Marvell, de ser posible en la traducción de Silvina Ocampo), y a su discípulo moderno T. S. Eliot (por ejemplo, "Los Cuatro Cuartetos", en la magnífica versión de Juan Rodolfo Wilcock), percibe la función no sólo intelectual que poseen esos juegos de espejos, sino también rítmica y armónica. Más aún, estaría tentado de decir que en tales simetrías y retorcimientos sintácticos se manifiesta una emotividad que no halla cauce en el puro lirismo, que por alguna razón —personal o epocal— se encuentra obstruida y necesita recurrir a las oscilaciones y transposiciones de la dialéctica para no ahogarse en sí misma. Escuchemos, como claro ejemplo de la sonoridad que le imprimen al poema no sólo la métrica y la rima, no sólo la amalgama aliterativa, sino también los recursos de la dimensión sintáctica, esta estrofa de "Byzantium" de William Butler Yeats:

At midnight on the Emperor's pavement flit
Flames that no faggot feeds, nor steel has lit,
Nor storm disturbs, flames begotten of flame, 
Where blood-begotten spirits come 
And all complexities of fury leave, 
Dying into a dance,
An agony of trance, 
An agony of flame that cannot singe a sleeve.


     Para percibir claramente lo que se conserva y cuánto se pierde, incluso en una buena traducción, escuchemos ahora esta estrofa en la versión de Luis Cernuda:


Por el pavimento imperial van a medianoche
llamas que un leño no alimenta, ni un acero prende,
ni trastornan llamas; llamas engendradas en llama,
adonde acuden almas engendradas en sangre
que todas las complejidades de la furia dejan, 
muriendo en una danza,
una agonía de trance,
una agonía de llamas que a una manga no queman.



       Como se puede advertir, se ha perdido casi por completo el ritmo insistente de la métrica y la rima; algo se ha transpuesto de las aliteraciones, y lo que mejor se mantiene es la dimensión sintáctica. De hecho, hasta en las traducciones menos logradas, hasta en las traducciones realizadas con fines escolares o didácticos, es la música de la sintaxis la más fácil de conservar.
        Vamos ahora a la tercera y última dimensión, la bestia negra de las traducciones y las discusiones de poesía en la Argentina de las últimas décadas. Me refiero, claro está, a la métrica y la rima. Creo que, para despejar equívocos, es necesario que nos planteemos algunas cuestiones preliminares. 
       La primera podría ser formulada así: ¿Es un aspecto importante del sentido estético total del poema el sistema compositivo utilizado por el autor? Por ejemplo, ¿carece de significación, para el efecto en la lectura, el hecho de que textos emblemáticos de la poesía moderna como el Canto a mí mismo de Whitman, Galope muerto de Neruda o La Unión libre de Bréton estén escritos en verso libre? O bien, de igual manera, ¿es indiferente el hecho de que otras obras, también emblemáticas de la poesía moderna, como Navegando hacia Bizancio de Yeats, los Nuevos poemas de Rilke, el Canto de amor de J. Alfred Prufrock de Eliot, El cementerio marino de Valéry, En mi oficio o arte arisco de Thomas, Coloquio en Roca Negra de Lowell o La caída de Roma de Auden, estén compuestos en versos rigurosamente medidos y rimados? Si la respuesta a ambos interrogantes es que no posee mayor importancia que un poema esté escrito de una manera u otra, en verso libre o en verso medido, con rima o sin rima, entonces toda ulterior discusión pierde sentido. En cambio, si la respuesta es positiva, podemos pasar a la siguiente cuestión.
       La segunda pregunta podría ser formulada así: si el poema original está escrito en verso libre, ¿tiene alguna importancia el hecho de que su traductor decida trasladarlo a una estructura métrica? Por ejemplo, ¿cómo nos sonaría una eventual versión del Canto a mí mismo en forma de octavas reales? ¿De Residencia en la tierra en rosario de sonetos? ¿De cualquier poema de e. e. cummings en liras? Con el mismo criterio, si el poema original está escrito en versos medidos y/o rimados, ¿carece de significación el hecho de que su traductor decida trasladarlo a versos libres? Por ejemplo, sigamos conjeturando al azar: ¿cómo debería sonarnos una versión de La Urna de Banchs, o de Luz de provincia de Mastronardi, o del Poema de los dones de Borges, en versos libres? O bien, si hemos leído el original, escrito en sextetos de estricta y martillante métrica y rima, ¿cómo debería sonarnos el célebre poema de Robert Lowell, Coloquio en Roca Negra, en una versión en verso libre? 
       Vale decir, en síntesis: ¿sigue siendo el Canto a mí mismo el poema que es una vez que ha sido traducido a octavas rea les? E idénticamente: ¿siguen siendo El cementerio marino o Coloquio en Roca Negra o Navegando hacia Bizancio los poemas que son cuando han sido traducidos en versos libres? Sinceramente, creo que si respondemos negativamente a la primera pregunta, no hay razón para que no contestemos de la misma manera a la segunda.
       Podemos pasar, pues, a la tercera cuestión, que casi sólo tiene validez en las fronteras de la Argentina (lo cual nos constriñe a restringir la discusión teórica a los límites de un cierto provincialismo nacional), pero que, dado que estamos aquí, vale la pena debatir. Se ha instaurado progresiva y arrolladoramente en nuestro país una imagen de la poesía moderna identificada exclusivamente con el verso libre, identificación que ha ido acompañada, lógicamente, con la convicción complementaria de que la métrica y la rima y las formas cerradas necesariamente pertenecen a una concepción perimida, anacrónica, de la poesía, a un arte del pasado. Sobrarían ejemplos de este presupuesto teórico.
       Pues bien, sin menoscabar en un ápice la importancia del verso libre en la poesía moderna, entiendo que este criterio es seriamente restrictivo y ocasiona arduos problemas para la comprensión (y la valoración) de la historia de la poesía desde la segunda mitad del siglo XIX hasta el presente. Volvamos a plantearnos algunos interrogantes. ¿Debemos incluir en la noción de poesía moderna a la obra de quien fuera llamado el padre de esta poesía, Charles Baudelaire? Si la respuesta es negativa, no hay problema. Ahora, si es afirmativa: ¿debemos excluir de esta obra lo que el poeta escribió en formas cerradas, con métrica y con rima, es decir, todo su libro Las flores del mal? En tal caso, de ser también positiva la respuesta, tendríamos el extraño caso de que el padre de la poesía moderna prácticamente carecería de obra, al menos en verso.
       No importa, dejemos en paz al padre y sigamos con su larga prole. Preguntémonos de nuevo: ¿Debemos incluir en la noción de poesía moderna a la obra de poetas franceses tales como Paul Verlaine, Stéphane Mallarmé, Arthur Rimbaud, Jules Laforgue, Francis Jammes, Georges Rodenbach, Guillaume Apollinaire, Pierre-Jean Jouve, Paul Valéry, Paul Eluard, Louis Aragon, Jacques Prévert, etc.? Si la respuesta es afirmativa, como pienso, se me ocurre que no podemos dejar de considerar el hecho de que gran parte (en algunos casos, la totalidad) de la obra en versos de estos autores posee métrica y rima. De la misma manera, y para no volverme prolijo examinando literatura por literatura: ¿Debemos considerar poesía moderna la escritura en versos de Konstantino Kavafis, Rainer Maria Rilke, George Trakl, Bertolt Brecht, Hermann Hesse, Else Lasker-Schuler, Robert Frost, T. S. Eliot, Robert Lowell, W. B. Yeats, Edith Sitwell, W. H. Auden, Dylan Thomas, Umberto Saba, Giuseppe Ungaretti, Eugenio Montale, Salvatore Quasimodo, Sandro Penna, Alfonso Gatto, Pier Paolo Pasolini, José Martí, Rubén Darío, Antonio Machado, Leopoldo Lugones, Ramón López Velarde, Juan Ramón Jiménez, Baldomero Fernández Moreno, Enrique Banchs, Jorge Luis Borges, Carlos Mastronardi, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Boris Pasternak, Marina Cvetaeva, Anna Achmatova, Osip Mandelstam, Joseph Brodsky, etc. etc.? Pues bien, si la respuesta es afirmativa, como supongo, creo que no debemos descuidar la constatación de que la totalidad, o al menos buena parte, de la obra de estos autores (y a menudo, sus textos capitales), fue escrita en versos medidos y casi siempre rimados. Constatación que nos lleva al siguiente dilema: o nos aferramos a la identificación de verso moderno con verso libre, y consecuentemente excluimos de la poesía moderna a una notable cantidad de sus más valiosos y notorios maestros (la lista anterior es sólo indicativa), o incluimos entre las posibilidades de la poesía moderna la escritura con métrica y rima, y consecuentemente mandamos la precedente identificación al altillo de los prejuicios sin mayor fundamento histórico.
       Afrontadas estas cuestiones preliminares, regresemos a la traducción y a la problemática que nos planteamos antes en relación con la música de la poesía: ¿es traducible esta música? Ya aludimos a las posibilidades y dificultades de los niveles morfológico y sintáctico; podemos ir ahora a la dimensión estrictamente métrica de la escritura en versos. ¿Puede traducirse un poema con métrica (y/o rima) en versos con métrica (y/o rima)? Antes que nada, me parece evidente que, como frente a toda traducción, es imposible —y poco aconsejable— generalizar: no sólo cada poema plantea diferentes desafíos, sino que también cada traductor posee competencias y afinidades diversas, que pueden permitirle vencer o fracasar frente a distintos textos. Alfonso Berardinelli ha señalado esta condición de las traducciones literarias con su habitual perspicacia y sentido común: "Ningún traductor puede traducir a cualquier autor de las lenguas que mejor conoce, así como ningún escritor ni ningún crítico pueden escribir sobre cualquier tema o libro o cuestión literaria: si esto sucede, el resultado será una literatura y una crítica mediocre, una traducción mediocre." 1 
       Sentado esto, diría que en principio no hay razones de orden general que vuelvan imposible la traducción en versos medidos y rimados, como si la métrica fuera intransferible de una lengua a otra. Por el contrario, la fértil aclimatación de formas compositivas como el soneto, el terceto o la sextina en literaturas de distintos idiomas nos demuestra que tal transferencia es perfectamente posible. También una ojeada a la historia literaria nos demuestra que durante siglos la traducción en versos medidos y/o rimados fue la manera habitual de trasladar obras con métrica y rima. En nuestro país, hasta mediados del siglo XX podemos encontrar numerosas y a veces excelentes traducciones realizadas de este modo (todos tendrán presentes las versiones de poesía clásica y moderna de Leopoldo Lugones, Rafael Alberto Arrieta, Carlos y Pedro Miguel Obligado, Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Alfredo Martínez Howard, Manuel Mujica Láinez, Juan Rodolfo Wilcock, etc.). En la segunda mitad del siglo, y particularmente a partir de sus últimas décadas, se va imponiendo progresivamente la traducción en verso libre, aunque también haya notables excepciones (recuerdo ahora, entre otras, logradas versiones métricas de Raúl Gustavo Aguirre, Horacio Armani, Rodolfo Alonso, Juan José Hernández, Ricardo H. Herrera y Alejandro Bekes). Pero la norma omnipresente, casi obligada, hoy, en nuestro país, es la traducción en verso libre, incluso de poemas que en el original ostentan métrica y rima de resonante musicalidad.

V


       ¿A qué atribuir tal ecuménica ortodoxia versolibrista en las traducciones de poesía? Dejemos de lado —pero no olvidemos— la primera razón que quizá a muchos les vendrá a la mente, aquella de que pareciera más fácil, mucho más fácil, traducir en verso libre que en verso medido, aunque en no pocos casos sea la explicación adecuada para entender por qué tantos poemas traducidos suenan más a mala prosa —también la prosa tiene su ritmo— que a buenos versos. En realidad, traducir en versos libres es aún más difícil que hacerlo en formas métricas, si se quiere que el poema no recuerde a cada paso que 'sólo es una traducción', desde el momento que hay que encontrar sustitutos sustentables para la amalgama rítmica que las sílabas y los acentos proporcionan de por sí.
       Dejemos de lado también —pero no olvidemos tampoco— la razón histórico-literaria que hemos señalado precedentemente, vale decir, la identificación de verso libre y poesía moderna, que como hemos visto no es muy defendible si examinamos la obra concreta de los concretos poetas modernos de diversas lenguas. Creo que ya hemos demostrado suficientemente que el verso libre aparece, sí, con la poesía moderna, pero no la define ni sirve como criterio excluyente, a menos que justamente excluyamos de la modernidad lírica a gran parte de sus mayores maestros.
       Vayamos a una tercera razón: esto es, la elección del verso libre por una predilección previa del eventual poeta-traductor, por concordancia con su propia poética. Tal es el caso, localmente emblemático y de gran influencia, de las versiones de Alberto Girri. Pasando por alto las traducciones de poesía italiana del siglo XX, realizadas en colaboración con Carlos Viola Soto, que además de evidenciar problemas de conocimiento de la lengua, muestran una excesiva incongruencia entre el estilo de la traducción y el de los textos originales, vale la pena detenerse en sus traslaciones de la poesía norteamericana contemporánea. Su labor en este campo ha sido amplio e intenso, y merece todo respeto su presentación de autores de esa literatura que eran desconocidos o poco conocidos en nuestro medio. Similar reconocimiento se le debe a Enrique Luis Revol, profundo estudioso y excelente ensayista, quien acercó al lector argentino una muestra significativa de la poesía inglesa y de la poesía norteamericana del siglo XX en las célebres antologías de Ediciones Librerías Fausto, así como una selección de la obra poética de Robert Frost publicada por Corregidor. Puede decirse que, en gran medida, la imagen de la poesía moderna en lengua inglesa fue conformada en nuestro país, en las últimas décadas del siglo pasado, por las traducciones de Girri y de Revol. La diversa lección ofrecida por otros traductores de la lírica inglesa y norteamericana, tales como los antes mencionados Rafael Alberto Arrieta, Carlos Obligado, Silvina Ocampo y Juan Rodolfo Wilcock, casi no ha encontrado luego seguidores.
       Tanto Girri como Revol optaron decididamente por el verso libre y por la literalidad. En la "Introducción" a su importante antología Cosmopolitismo y disensión, Alberto Girri declara: "En cuanto a las versiones en español de los poemas, confiamos en haber evitado algunas de las tentaciones más corrientes en este tipo de labor. La de caer en la traducción «personal», especie de interpretación que suele transformar el texto original en una caricatura; la de la recreación o «imitación» poética, asiduamente practicada por los escritores del pasado, sobre todo con textos clásicos; y la de intentar seguir el consejo de Pound, irrealizable y absurdo, de traducir empleando el lenguaje que el autor original hubiera usado si su lengua hubiera sido la del traductor [...]. Sin exagerar lo literal, pero tampoco evitándolo sistemáticamente, hemos buscado la solución menos brillante aunque quizás la más honesta: dar una aproximación al pensamiento poético de cada autor, su tipo de lenguaje e imágenes, lo mismo que algunas modalidades en la estructura de los poemas, a pesar de que los resultados corran el riesgo de ser calificados de impersonales, y aun de sombras de las composiciones traducidas." 2 
       Desconozco la razón por la cual Girri juzga "irrealizable y absurdo" el consejo de Pound. Puede quizá no coincidirse con la sugerencia del autor de los Cantos a su traductor italiano Carlo Izzo, pero hay que convenir en que no es "irrealizable", desde el momento que no pocas traducciones lo han puesto en práctica, en no pocos casos con buenos resultados, y menos aún "absurdo". Por ejemplo, como recordábamos anteriormente, Robert Lowell, un poeta admirado y traducido por Girri, lo adoptó para sus versiones de poesía en otras lenguas, e incluso lo defendió casi con los mismos términos de Pound.
       En cuanto a las dos primeras categorías que Girri denomina "tentaciones" del traductor, confieso que no veo muy claro en qué consiste la diferencia entre una y otra: la traducción "personal" suele definirse justamente como "imitación". Tampoco se distingue con nitidez en qué categoría deberíamos incluir a las traducciones que, además de "dar una aproximación al pensamiento poético de cada autor", a "su tipo de lenguaje e imágenes", intentan ofrecer asimismo una aproximación a la dimensión musical de los poemas traducidos. Esta preocupación parece completamente ajena a Girri, quien no la toma en cuenta ni siquiera para decir que no ha podido o no ha querido tomarla en cuenta.
       Lo llamativo del caso es que, en un rápido repaso de los autores y los textos incluidos en Cosmopolitismo y disensión, comprobamos que más de la mitad de los poetas seleccionados sí han tenido muy en cuenta tal dimensión para escribir sus poemas, en los cuales la métrica y la rima tienen una evidente importancia. Y llama todavía más la atención el descuido de este aspecto —que, a juzgar por su recurrencia, no ha sido un factor menor o indiferente en la composición de sus obras— el hecho de que son algunos de los poetas con quienes el traductor muestra mayor simpatía en las notas que anteceden a sus versiones, tales como Theodore Roethke, Elizabeth Bishop, John Berryman, Robert Lowell, Howard Nemerov, Richard Wilbur, Robert Horan, John Logan, James Wright, etc. (Por el contrario, se advierte una marcada antipatía hacia un poeta experimental como Charles Olson, así como hacia los poetas informales de la beat generation, como puede comprobarse en la "Introducción" y en las notas a Allen Ginsberg o Lawrence Ferlinghetti). El hecho de que el traductor traslade los variados registros musicales de los textos (y conste que nos ceñimos a cotejar aquellos que Girri ha seleccionado) a un único diapasón versolibrista, confiere a la antología una uniformidad estética que no condice con la diversidad tonal que ostentan los poemas originales que se leen en la página del frente. 
       Algo similar ocurre con las antologías de Enrique Luis Revol, con el agravante de que nuestro admirado ensayista cordobés poseía una precisión verbal inferior a la de Girri. Las traducciones que Revol presenta en su selección de Robert Frost son un ejemplo flagrante de cuánto puede desfigurar el sentido poético total de una escritura —una escritura, justamente, como la de Frost, de una modernidad voluntariosamente clásica— la programática desconsideración hacia la musicalidad de esa obra.
       Esto nos lleva a volver a las palabras que citábamos de la "Introducción" de Girri, y preguntarnos si esa renuncia a representar en sus traducciones una dimensión estilística como la musical, presente en los originales, no lo conduce necesariamente a la siguiente paradoja: huyendo de la traducción "personal" y de la "imitación", cae sin embargo en ellas, cepillando las diferencias rítmicas de los distintos estilos en la llaneza de su verso libre. En vez de leer, pues, a Robert Lowell, leemos a Girri; en vez de leer a Theodore Roethke, leemos a Girri; en vez de leer a Richard Wilbur, seguimos leyendo a Girri... 
       Por cierto, habrá quienes prefieran leer a Girri antes que a Wilbur, Roethke, Lowell o Eliot 3: están en todo su derecho. También Girri estaba en todo su derecho, por así decir, de traducirlos a su propia manera, como quien realiza obra personal a partir de la escritura de otros autores. Basta que seamos conscientes de la diferencia.
       Para concluir. Está claro que todo traductor deja en la propia versión sus huellas, como cualquier otro criminal. La cuestión reside en el tipo de vestigios que abandona y en la mayor o menor perfección de su crimen (volvemos al punto de partida: la "profanación de los muertos" y el diálogo chamánico). Entiendo que, en cuanto a lo primero, la meta debería ser que las huellas del asesino lleguen a confundirse con las de la víctima: si el occiso amaba el verso libre, tratemos de traducirlo en un buen verso libre; si el desventurado sentía pasión por los pies y los acentos, las asonancias y las consonancias, intentemos que después de muerto, en nuestras devotas y profanadoras versiones, se conserve algo de esa su perversión. Y con respecto a lo segundo, se me ocurre que la perfección del crimen ha de ser que el difunto, para quienes lo lean, ¡les parezca vivo! Para eso, que es lo único que en definitiva cuenta, por supuesto, no es posible consultar ningún manual del perfecto asesino: cada cual tendrá que vérselas, sílaba a sílaba, aliento tras aliento, con sus propias fuerzas.

Alta Gracia – Córdoba, 10 de agosto de 2009


NOTAS




1 BERARDINELLI, Alfonso: "La traducibilidad de la poesía italiana", en Fénix Nº 23, Ediciones del Copista, Córdoba, Año XI, Octubre 2008, págs. 9-10. 2 GIRRI, Alberto: "Introducción", Cosmopolitismo y disensión. Antología de la poesía norteamericana actual, Monte Ávila Editores, Caracas, Venezuela, 1969, págs. 12-13. 3 Así lo afirma, por ejemplo, Jorge Aulicino, quien confesaba en su ponencia "Traducción y tradición en la poesía argentina del siglo Veinte": "No nos creíamos el Wallace Stevens o el Eliot de Alberto Girri porque no sabíamos inglés; lo creímos porque nos gustaba la versión, porque hallábamos poética esas versiones, porque preferíamos el Eliot en verso blanco de Girri al hipotético Eliot que escribía en rimas inglesas que para nosotros nada significaban, excepto la habitual habilidad de los poetas de todo el mundo para manejar la rima." (Texto leído en el Coloquio Internacional Escrituras de la Traducción Hispánica, Universidad Austral de Chile, Valdivia, Chile, 21 de agosto de 2008, e incluido en el blog "Otra iglesia es imposible" en la entrada del 28 de agosto de 2008). Como he observado precedentemente (cfr. "Nuevas aproximaciones a la traducción de poesía en la Argentina", en Fénix Nº 24, Abril de 2009), Girri en realidad no traduce a Eliot en verso blanco, sino en verso libre, y parece necesario acotar que el "hipotético Eliot que escribía en rimas inglesas" no es tan hipotético: es el original.



2
POESÍA

Por Rodolfo Alonso
Cerca del Mar del Norte
"Dans mon pays, on remercie."
                             René Char
Como un sol cotidiano
las sonrisas amables
entibian la luz gris
de la mejor Amberes


*

Amberes
veredes

*

Aunque Amberes lo abrace
¿no tendrá frío Simone
Martini en el museo?


*

Por una vez el sol
ha acabado triunfando
Y las hojas titilan
en la luz asombrada


*

Sin haber ido
de Mechelen se vuelve
antes de ir


*

Gante adora al Cordero
llueva o truene


Gante adora al Cordero
que la adora


*

Brujas a todo sol
drogada de calor

Memling casi sonríe
abriendo bien los ojos


*

Volver a ver

Volver a Amsterdam
¿Qué más pedir?


*

Bruselas verde oscura
en parques garuados


Piedra de luz que canta
a hombros de Magritte


Limpias las calles brilla
Bruselas como un barrio


La tumba de Lumumba
desagua en la Gran Plaza


*

De Bretaña a Galicia
hay tantos finisterres


Nada nada termina
entre las brumas celtas


*

Choveu choveu choveu
na fría lus na núa lus


O sol olla por cima

*

¿Por qué no? Aquí también,
cerca del Mar del Norte,
todas las hojas cantan
cuando hay sol, en el viento.


*

James Ensor: tú sí que
tienes razón, James Ensor.

*

Bajo ese inusitado
sol sin nubes Amberes
casi parece Italia.


Y es Amberes con sol.

*

Una abeja en Amberes:
¿aguja en el pajar?


*

El museo está enfrente
sombría sabiduría


Y yo boa feliz
hace una hora al sol


Aunque estaba previsto
ninguno de ambos cruza


*

Si una nube lo tapa
el frío anula al sol


Él insiste por suerte
y vuelve a cobijarnos

En la luz de estar vivo

*

Me decido por fin
y entro en el museo


Cranach después de todo
también es sol y entibia


*

Las nubes retroceden
de negro sobre gris
en la atroz bocanada
que provoca el infierno


Breendonk cielo de duelo

Breendonk de mudos cuervos


Breendonk Breendonk Breendonk

*

Rik Wouters: sol de noche.


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*

Más que todo

Quisiera haber escrito
más que nada la carta
que una mujer azul
de Vermeer lee lee



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*


Sauce en escena


Detrás de Notre Dame
sin ser de Serodino
el sauce de Saer sabe
sumirse sobre el Sena



Sin hacerlo a sabiendas
como quien no se fija
no llora sino cae
sobre aguas que fascinan



Fascinado también
me lo imagino viéndolo
Santa Fe en el Quartier
grandes aguas morenas


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*


Juan Grela


Salvo Ángel Costas,
por ejemplo
(y no es casual que sea mi tío carpintero),
o su mujer Rosa García
(la única hermana de mi madre aquí),
ambos de índole
natural, inocente,
casi animalmente generosa,
¿quién otro que Juan Grela
conocí
capaz de demostrarse
a la altura
de lo que vio diciéndose
Guillaume Apollinaire:
"Nous voulons explorer la bonté
contrée énorme où tout se tait"?



Este es entonces el glorioso
fracaso de un poema,
puesto que
¿cómo encarar
un poema sobre alguien
que ya era un poema, cómo
intentar un poema
con su ausencia?


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*


So much depends


Una mañana, aún.
Y el mediodía
luminoso y dispuesto.
La vida es un convite
que se deja a disgusto.



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*


Ritratto d’ autore
de Pavese


Por la dulce ventana
el recuerdo de un sol
que también era amargo
en la ausencia de entonces.
Y el recuerdo de un pino
nacido en otra infancia
que ya no es ni recuerdo
en la amarga dulzura
de la encendida ausencia.


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*


Fernand Verhesen
(1913-2009)



¿En qué palabra aún,
con qué palabras
inaugurar la ausencia,
imaginar tu ausencia?



¿No fue en ninguna parte
donde siempre estuviste,
y ahora sigues estando
donde estuviste siempre?



¿Acaso fue preciso
vernos para sabernos,
juntarnos para estar
tan juntos como siempre?



Si vuelves no es que vuelves.
Donde siempre estuvimos
seguiremos estando.
¿Con qué palabra, aún?


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2
POESÍA

Por Fernando Aínsa
Presentimiento


Tus pasos, cuando te alejas,
van entrando en el invierno
         algo cansados.

Te miro desde la ventana
Caminas (te vas) sobre la superficie helada
La acera brilla
En el titubeo buscas la olvidada seguridad de antaño
         No estoy cerca para tomarte del brazo e intentar ayudarte.

Anuncias
                    (sin querer)
         lo que será el triste futuro que nos espera,
         cuando ya no esté a tu lado.


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*


El viejo poeta


El viejo poeta está resignado.
No le brilla en la frente
el resplandor de una quinta edición,
menos aún de sus obras completas
       con prólogo recomendado.



Se sienta en el sofá
       cuando llega la penumbra
con la mirada clavada en el pasado.


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*


Decires por venir


"Tenía que decirte algo y no puedo recordarlo",
me dices a veces y te quedas pensativa.
Otras, por el contrario, me dices
                          —en efecto—
       algo
       y no te escucho bien
                 (duro va siendo el oído)
       y si pregunto "¿qué me dices?"
       respondes "no importa",
       modos de espaciar una conversación plagada de
       interferencias.



Así —me digo a mi vez— se labra el diálogo del tiempo por venir.


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*


El desgaste


Cantos rodados del río
       eliminan aristas.
Hacen de la curva imperio de su forma
referida al tiempo que encierra
en el lecho donde el agua asegura su desgaste.



Los nuestros del rodar estos años,
       por el contrario,
han hecho ángulos de lo que fuera redonda ilusión y esfera
de tantas imaginarias piedras preciosas
desgranadas en el pasado.



¿Quedará algo depositado en la arena
       donde,
                   finalmente,
       se desmenuza todo?


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*


Roce


Del roce inesperado
                        (¿esperado?)
de tu pie
bajo la sábana que nos separa
surge ese recuerdo que la memoria escamotea,
   como disimula tantas otras cosas.



En las madrugadas de aquel tiempo solía insinuar otros
   entre sueño y vigilia:
   era sugestión, tal vez estímulo
   para despertar vaya de qué manera.



Hoy es seudópodo retráctil que se escabulle
   como si pidiera perdón por avivar rescoldos
que deben apagarse solos,
                sin falsas esperanzas.


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*


Tiempo restante


Mi vida va siendo escasa


Me da igual
Tengo el tiempo restante preparado en el estante de mi biblioteca.


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*


Empezaron las rebajas


Las parejas de gente mayor
       (como nosotros)
suelen salir a pasear los atardeceres.



Van del brazo
       (las vengo observando, año a año)
disfrazan el cansancio de sus piernas
en el paso que intenta ser solemne
con que se detienen
       (apenas disimulando la indiferencia)
ante los escaparates.



No necesitan hablarse
Se lo han dicho todo en la vida
Una vida que
       (tal vez)
no tuvo muchos sobresaltos
       y sí,
                    ya están olvidados.



Te invito a hacer como ellos
a bajar por la avenida,
       rumbo a la Gran Vía
porque hoy empiezan las rebajas
       de este fin de temporada.


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2
POESÍA

Por Esteban Nicotra


En cada día que pasa


I
(En la vereda del bar)


La tarde se disuelve
en un celeste acuarela
de feriado.
Y cada rostro que pasa
va soñando su vida,
única y perfecta,
como las burbujas
de este vaso.
Pero igual que esos árboles
la hora nos sobrepasa,
nos atraviesa, en el destello
de los últimos rayos de sol.


II


Tensa el aire de mayo
como una espera de nieve.
Refulge el sol en las veredas
bajo un cielo como nunca limpio.
Más allá de la mitad de tu vida,
sólo te queda en claro esta mañana
la fugacidad de la belleza,
el tiempo que se esfuma,
no con mucha más piedad
con la que cae y se posa
esa hoja ya ocre del árbol.



III


Vagan por el aire de septiembre
"le manine" del film de Fellini,
en esta plaza de barrio,
donde las madres adiestran
y cuidan a sus niños
en sus primeros pasos de cachorros
o algún viejo de la edad de los árboles
acaricia distraído a su perro.
Y yo que he recalado aquí
desde otro tiempo,
como una rama que trajo
la corriente del tráfico a esta isla,
me dejo acunar por el sol,
mirando el pasto ardido y el cielo
celeste eterno de la tarde.


IV


Cuando entraste con tus pies descalzos,
como ranita de otro pozo,
a la pecera vidriada del bar
yo miraba distraído encenderse las luces
de los ángeles navideños y del fast-food
prometiendo la felicidad.
Tu cara sucia,
donde las lágrimas brotaban
de dos manantiales de fondo oscuro,
me suplicó una limosna.
No mentían tus lágrimas el dolor
aunque exageraban por costumbre el gesto.
Tú misma, tal vez, no sabías
la fuente de tu angustia gimiente.
Y te fuiste, ángel verdadero,
como entraste,
renovándome la llaga
de la indefensión perpetua.


V


Con un fondo gris nublado
de asfalto húmedo, te preguntas:
¿qué has hecho en estos años
para que lo que haces
subvierta tus días?
Por el cielo gris vuelan
pájaros, seres extraños,
lejanos, como su vuelo.
¿Dónde está el santuario
de tus dioses oscuros?
¿Abandonados quizás en la oscuridad
de un día totalmente neutro?


VI
(Pasolini)


Horas de mi vida
detrás de estos cristales
descifrando tu pensamiento
en las palabras, tus palabras,
escritas con esa naturalidad
que parece inspirada.
Hoy ya estamos en medio
del mundo que prefiguraste,
que anunciabas mientras lo veías crecer
a tu lado y sólo tú
advertías sus calladas consecuencias.
Hoy me arrimo boqueando
a los vidrios de esta pecera
multicolor y burbujeante
y sueño el sueño dentro del sueño
de una Historia distinta,
anterior y futura...
Cuando saltemos al otro lado
como delfines, ardiendo en el aire
del arrojo.


VII


Ya no quiero dormir,
o perderme en los velos de la noche.
Quiero ser el desvelado
que cuente las estrellas
y esa marea
de tu respiración,
el ansia que te tiene viva...
Sólo a estas horas
se escucha el latido
de las venas del mundo.
Sólo a estas horas
somos en las sábanas
(como al principio
y hasta el alba)
dos flautas de hueso
en las que sopla el tiempo.


VIII


Ya es tarde, muy tarde,
demasiado tarde.
Se escurre el agua del tiempo
de tus manos
y allá queda el sueño de tu vida,
bajo un manto de nubes grises
con sus flores rojas titilando
en la noche de los edificios.
Hoy se cuela la luz
tibia de la madrugada
tiñendo con la urgencia del presente
el ansioso dibujo del espejo
de la noche.
El mediodía llegará
y habrás hecho
lo que puedas.


IX


Si hoy fuera el último día
de mis días, yo diría
que el sentido de esta luz,
estos árboles y el cielo
me sobrepasa.
Que el fluir incluso inmóvil
de los seres, es su gracia.
Y que pierdo
gustosamente estos minutos
en nombrarlos.
Guardo de vos el brillo de tus ojos
y tu paso decidido,
en cada uno de tus actos.


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2
POESÍA

Por Mori Ponsowy
Mi madre y yo

Había que hablar del tiempo.
Al fin y al cabo no era tan difícil:
del aguacero inesperado
y de cómo barrió las últimas chicharras,
del picaflor que hizo un nido
en el jardín y venía a la cocina a saludar,
de la flor del apamate,
el perfume de los bucares,
o la dirección del viento.



Había que hablar del tiempo.
Pero qué podía importarme el tiempo,
si me importaban las teorías y los libros,
si me importaba el sexo y, sobre todo,
el acontecer único y descomunal
de mi propio corazón. Al lado suyo,
nada eran las nubes y su dirección
impredecible, los pronósticos
del Observatorio Cajigal
para el día siguiente.



Como ostras en el fondo del mar
cultivamos una perla de silencio entre las dos.
Alguna vez ella intentó acercarse,
abrir apenas su cápsula bivalva,
estirar su seudópodo hasta acariciarme.
Pero era pegajoso y húmedo,
empezaba a tener los signos de la vejez:
mi piel se erizaba con su tacto. Yo cerraba
mi propia nave. Y hacía crecer la perla.



No se me ocurrió que mi seudópodo era
tan baboso como el suyo, que la carne
de mis brazos pronto también sería pellejos.
Me enorgullecía de esa perla. Era mi grito
de batalla. Me hacía distinta del mundo.
Distinta de ella, que sólo sabía
hablar del tiempo.



Hasta que un sábado no habló más.
Se levantó de la cama
y cayó con un estruendo. Desde el piso,
sus ojos asustados me miraban.
No había gritado. Apenas el brazo
que se movía solo,
golpeando el rostro
una y otra vez. Un coágulo,



dijeron los médicos. Después
se fue calmando el brazo y, muy despacio,
ella volvió a caminar. Pero nunca más habló.
Ni siquiera del tiempo.
El mundo era la perla. Mi madre
me miraba, sus ojos tristes llenos de preguntas
que yo no podía adivinar.

Entonces empecé a hablarle del tiempo.
Y fueron ráfagas, fueron soles,
fueron cúmulos y vientos planetarios.
Acaricié sus brazos de piel delgada
una y otra vez. Pasé mis dedos por su pelo.
Estábamos juntas.



Al final de su vida,
mi madre empezó a hablar
en mí.


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*


Le gustaría creer


Los gestos del amor no son el amor.
Son gestos. Ella lo sabe bien. Aun así,
le gustaría creer en ellos. Creer
que esas manos que toman su rostro,
que esos ojos que la miran de tan cerca
por la noche, tienen algo que ver
con el amor. Le gustaría creer
que en el temblor de ese cuerpo
junto al suyo hay algo más, algo distinto,
del impulso que lleva a un perro
a acoplarse con la perra del vecino.
¿Será así, habrá un poco de amor,
tal vez? Quizá esos ojos que la miran
no podrían mirar así a cualquiera. Quizá
esas manos, para acariciar tan dulcemente,
precisen un rostro en cierto modo
parecido al suyo. ¿Y ella? ¿Qué hay
de sus propios gestos?
                                                       Los gestos
del amor no son el amor. Son gestos.
Lo sabe bien. Cuánto le gustaría
creer en ellos.


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*


Nada es probable


Nada es probable
dado el infinito azar: la vida
sobre este planeta,
los secretos del nautilus, la posibilidad
de esta vez sí curarte el sueño,
de esta vez sí volver de tu exilio,
de que esta vez el amor
sea de los buenos.
Nada es probable y sin embargo
estamos aquí. Cuántos pasos
ha debido dar tu estirpe
para que llegaras a mi puerta.
Cuántas veces te busqué
para negarte. Nada es probable y
gira la tierra en torno al sol.
Todo cálculo es absurdo,
nada es probable y sin embargo
aquí estamos tú y yo:
nos basta una mirada
para surcar los siglos
y sin embargo.


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*


No se repite la luna


No se repite dos veces la luna ni el río,
dos veces no se repite tu mirada,
ni los panes se repiten aunque exclames
mil conjuros, levantes altares,
pongas piedra sobre piedra,
afines la garganta
o arranques de raíz tu último muerto.
Podrás ir de rodillas desde el lugar
donde primero viste el día,
de rodillas sobre guijarros
bajo el sol o sobre arena
hasta el preciso punto
del primer y único milagro.
Pero no verás dos veces el mismo amanecer.
Nada vuelve. Tampoco tú eres el mismo.
Tan sólo tu canto se repite,
hablando para siempre en mis oídos,
recordándome dos veces
que ese lugar a donde una única vez te fuiste
es uno del que ni una sola
volverás.


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*


Corolario


Dios estaba con nosotros esa noche tras la puerta.
Después de todos estos años,
no tengo la menor duda.
No era un estar metafórico.
Era estar ahí, como mi mano ahora,
o el dolor que nunca cesa.
No fue un sueño,
ni producto de la imaginación alucinada:
estuvo ahí.
Seis años he demorado en saberlo.
Seis en aprender
que cuanto más intensa su presencia
tanto mayor su fugacidad.


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2
POESÍA

Por Ezequiel Zaidenwerg
La lírica está muerta:


                                                    se quedó
varada en un remanso hipnótico del sueño,
mientras que allende el coágulo final de la conciencia,
en torno al lecho con dosel de plata,
junto a la cama pobre de madera y espina,
se reunían los deudos,
                                                  aguardando el instante de iniciar
la sucesión.

                  Con todos los sentidos humanos agotados,
la cápsula de viento que tenía su espíritu
se alzó rumbo a las auras, desleída en una racha
centrífuga de luz, igual que Elías en la tempestad, arrebatado
sobre un carro de fuego.
                                            Y aunque murió la vida,
no dejó harto consuelo su memoria: nadie partió las aguas,
ni surgió un Eliseo como sucesor.
                                                              Ajenos al prodigio,
en contubernio, se llevaron el cadáver
y vino un impostor para dictar un testamento espurio,
que se arropó con sus cobijas, tibias
todavía.
               La lírica
está muerta. "De muerte natural",
según manifestaron a través de un portavoz,
"tras batallar durante largos años
contra una cruel enfermedad".
                                                 (Fin del comunicado).
                                                                                  "Con profundo
pesar, sus hijos y sus hijas,
sus nietos y sus nietas y su abnegado esposo
participan de su fallecimiento
y ruegan una oración en su memoria".
                                                                     Está muerta,
la lírica. Hace ya siglo y medio,
y aunque sus herederos todavía parecen ser los mismos
—aún no peinan canas y caminan erectos, sin ayuda de nadie—,
recién ahora el expediente
(LÍRICA S/SUCESIÓN AB INTESTATO),
tras mil y una ofensivas judiciales,
tiene sentencia firme, y es posible dar curso
a la liquidación definitiva del acervo hereditario:



PROPIEDADES OFRECIDAS:
Gran oportunidad. Se vende torre. Únicamente en block.
Importantes detalles en marfil sobre fachada.
Destino: comercial o dependencias estatales.
A reciclar. Sin baños ni aberturas.
Gran profusión de espejos.


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*


El matadero


La lírica está muerta. Vinieron a buscarla
después que se cargaron a judíos, católicos,
comunistas, etcétera; una vez que borraron
a todos, en resumen, los que seguían creyendo
en algo todavía. Yo no me preocupé
cuando se la llevaron. (Supongo que a esta altura
se imaginan el resto). Es mentira que todos
seamos necesarios, y además el poema,
muchachos, no es de Brecht.
                                                   (¿Que qué pasó? Perdonen que me vaya
por las ramas). Fue por semana santa,
a plena luz del día. Casualmente,
yo estaba por ahí, y pude verlo todo:
ella andaba en su auto (muy caro, hay que decirlo,
para ir por esos barrios); de repente se cruza
un camión frigorífico. Frenan los dos de golpe.
Un tipo desdentado, de melena grasienta,
con anteojos de culo de botella,
se baja del camión y se pone a increparla. (En realidad,
todo estaba orquestado
de antemano). Se baja ella del auto. "Por favor",
le pide, "tranquilícese". "Yo no
me tranquilizo nada", dice el tipo de los dientes y de pronto saca un arma
que tenía escondida entre la ropa,
y espejeaba ahora al sol.

                                                   A partir de ese punto,
en el recuerdo, se acelera todo.
                                                  El tipo le gritó que fuera para adentro,
a la parte de atrás, a hacerles compañía
a las reses. Pero ella se negó. Y ante la negativa,
el tipo la golpeó con la culata del arma,
y la tiró sobre el capot del auto,
de espaldas, boca abajo. Forcejearon un rato.
El tipo de los dientes se le pegó de atrás,
y le subió el vestido. Ella gritó
algo que no recuerdo, y un torrente de sangre
le brotó por la boca, a borbollones. (Explotó de repente,
igual que una morcilla que se deja
demasiado en el fuego. Y yo pensé
—de eso sí me acuerdo— en la justicia
poética).
               La última
imagen que me queda en la memoria
es la de un taco de ella, partido, en el asfalto,
y la luna, joyesca, que rielaba
sobre el charco de sangre.



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*


Muerte de Orfeo


                La lírica está muerta. Eso es un hecho
incontestable. Pero, en rigor de verdad,
y si sirviere de consuelo a alguien,
en su final estaba su principio.
                Mientras que con su canto
arrastraba los bosques tras de sí, guiaba en procesión los animales,
y hacía que las rocas la siguieran, ocurrió que unos hombres,
ebrios por el licor vertido y el deseo no libado, la divisan desde
el borde
de un promontorio, al tiempo que tañía la lira,
acompañando sus canciones. Y uno,
desarreglados los cabellos por la suave brisa, "Ahí,
ahí está", exclama, "la que nos desairó",
y apuntando a la boca abierta en pleno canto, le dispara una rama
que por estar cubierta de follaje
deja una marca sin herida. El arma
de otro es una piedra, que lanzada en el aire es derrotada
por el concierto de la voz y de la lira,
para caer al fin ante sus pies, como si le pidiera
perdón por semejante atrevimiento.
               Es entonces que toda moderación se pierde
y estalla, temeraria, la violencia,
porque sus proyectiles, amansados por el canto
se habrían detenido, inofensivos, en mitad del aire,



si el estruendo de palmas, cornetas y tambores
y su ulular frenético no hubiesen sofocado el sonido de la cítara:
las piedras, al no oírla ya (dichosas ellas porque ahora
no sentían) se sonrojaron con su sangre.
                Pero en primer lugar, la privan del sinfín
de aves encantadas por su voz, de las serpientes
y el tropel de animales, galardón de su triunfo.
Finalmente, se vuelven contra ella, con las manos
rezumantes de sangre, y la persiguen
arrojándole tirsos verdecidos de guirnaldas,
hechos para otro fin. Unos lanzan terrones,
otros le avientan ramas arrancadas a algún árbol,
otros le tiran rocas; y no faltan
armas a su furor, porque unos bueyes
sometían los campos al arado,
y no lejos de allí había unos labriegos que cavaban la tierra
para ganar, con el sudor, su fruto,
que al ver la multitud enardecida
huyen, dejando atrás sus herramientas de trabajo:
yacen desperdigadas por los campos vacíos
palas, largos rastrillos y pesados azadones.
                 Munidos de esas armas, se entretienen
primero con los bueyes, haciéndolos pedazos,
y luego se apresuran al plato principal:
sacrílegos, despojan de la luz a quien tendía
las manos, suplicante, y por primera vez
pronunciaba palabras sin efecto,
sin poder conmoverlos con su voz.
                 Por esa misma boca, que escucharon las piedras
y hasta los animales supieron comprender,
al expirar, el alma se encamina de regreso hacia los vientos.
                 ¡Y cómo te lloraron las aves sin consuelo,
la turba de las fieras, y hasta las duras rocas y los bosques,
que tan frecuentemente se plegaran
a tu canto! Los árboles, apenas sensitivos,
te lloraron, dejando caer su cabellera tonsurada
como señal de duelo. Incluso dicen
que a causa de las lágrimas
los ríos aumentaron su caudal. Sus miembros
yacen diseminados en diversos sitios;
la cabeza y la lira, casualmente
juntas, vienen a dar a un río de la zona;
ése es el escenario del prodigio:
mientras corriente abajo se deslizan
por el medio del río, rumbo al mar,
exánime, la lengua todavía murmura, lacrimosa;
responden, lacrimosas, las orillas,
y la lira, sin mano que la pulse,
se queda balbuciendo un no se qué.


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5
PIEDRA DE TOQUE

Por  Diego Bentivegna / Walter Cassara

Dos notas sobre Por la puerta entornada

de Ricardo H. Herrera



Ricardo H. Herrera, Por la puerta entornada
Alción, Córdoba, 2009


1
Un canto llano


la respira [a la luz] la piedra, centelleante
y en eterno reposo, la respira la
planta, meditativa, sorbiendo la vida 
de la tierra, y el salvaje y ardiente
animal multiforme —pero, más que
todos ellos, la respira el egregio
 extranjero, de ojos pensativos
 y andar flotante, de labios
 dulcemente cerrados y llenos
 de música.

Novalis
Primer Himno a la noche


La piedra desgastada, los guijarros en la vera de un río escueto de montaña que se pierde lentamente, el crepúsculo que se mira desde la sierra o desde las orillas de Buenos Aires, el follaje, caduco o persistente, de algunos árboles y plantas (el pacará): esa percepción de objetos trabajados por el tiempo es la experiencia sobre la que se escriben los poemas reunidos en Por la puerta entornada. Como en la producción anterior de Ricardo Herrera, las percepciones que desencadenan la poesía son percepciones de la sequedad, de lo concreto: en última instancia, son cristalizaciones de un paisaje del que se observa, se fija, detalles específicos. Fugaces.

         La poesía de Herrera es, en este sentido, un intento de preservar en algún lugar esa formas naturales fijas, pero al mismo tiempo sometidas al desgaste de los elementos (el paso del agua, el golpe del viento, el crepitar del fuego). Por un lado, su poesía tiende hacia el suelo, hacia la piedra, que es la piedra de Traslasierra o la piedra de alguna playa atlántica pero es también la piedra seca, cosí prosciugata, de L'Allegria de Ungaretti o los huesos resecos de la jibia de Montale, dos de los poetas que Herrera ha traducido y retraducido en un trabajo minucioso de aproximación a la voz del otro y de construcción de una dicción propia. La poesía de Herrera se obsesiona además por el enigma que habita el interior de los objetos, lo entrañable de la palabra: el interior de la piedra de la que puede brotar, tal vez, agua, o, tal vez, una música de palabras que remedan la rítmica latina; el interior del hueso en el que resuena el eco del "vacío que suscita el poema", que lo acerca al lugar en el que la voz falla, en el que la voz caduca en el silencio: "Y mi voz / hablando calla ante ese puro límite / de la necesidad; la flor, los árboles, / los pájaros, el ritmo tan solícito / de tu cuerpo que viene hacia mi cuerpo".
            Esas experiencias de la dureza y del desgaste, del llenado y de la oquedad, se manifiestan en la poesía de Herrera en una labor sobre la escritura: "mi escritura / desposa ese tranquilo encantamiento,/ mitiga tu abandono en el silencio" (19). En su taller de escritura, Herrera trabaja la concentración y la búsqueda. En principio, el trabajo del poeta consiste en un trabajo sobre el ritmo, en un trabajo sobre las medidas, los acentos y los pliegues. Su poesía se articula con una tradición que, lejos de ser desechada, Herrera estudia en sus textos críticos, reunidos ya en varios volúmenes: una serie de lecturas que evidencian elecciones que, justamente por su preferencia por lo clásico y por lo mesurado, resultan inquietantes y cuestionadoras de un cierto estado de la poesía, desajustadas para el panorama poético argentino de los últimos años.
         Esa crítica entrelaza así una escritura atrozmente contemporánea y las poéticas que en algún momento se pensaron como constitutivas de la poesía argentina (como las de Enrique Banchs o Ricardo Molinari). Desde un punto de vista formal, la poesía de Herrera plantea esa relación a partir del trabajo sobre un metro específico, el endecasílabo, del que se explora a lo largo de todo el poemario intensidades, posibilidades, lugares de estabilidad y de apertura. Es el endecasílabo el metro que está en la base de los dos movimientos compositivos que, entiendo, atraviesan todo este poemario de Herrera: la exploración de formas métricas tradicionales, como el soneto, y la búsqueda de algo del orden de lo elegíaco. No se trata, como en muchas de las exploraciones actuales de la poesía argentina de un uso en cierto punto distanciado y paródico de esas formas, sino de una escritura que confía en la construcción y exploración de las once sílabas como ejercicio de filiación con un pasado que se respeta y ama. Como el pacará de uno de los poemas del libro, el endecasílabo herreriano se aferra a una singularidad obcecada desde el punto de vista temporal. "Llegar tarde, ser viejo en primavera". El endecasílabo es el tapiz en el que se elabora la "nostalgia de la cultura universal" de la que hablaba Mandelstam y que Herrera trata en uno de sus más bellos ensayos ("La energía de la civilización", en Lo entrañable y otros ensayos de poesía, Córdoba, Ediciones del Copista, 2007).
            Ambos tipos compositivos, soneto y elegía, no funcionan de la misma manera en el momento de pensar los criterios constructivos de este poemario. Mientras que el soneto es la base de una estructura rítmica fija, la elegía se adecua a metros variados, aunque prefiere sí el endecasílabo, alternado con el verso de siete sílabas, combinación que Herrera explora en su escritura hasta El descenso, poemario de 2002, pero que ya había dejado de lado, a favor del endecasílabo, en Imágenes del silencio cotidiano, de 1999. El soneto es forma concentrada. La elegía, por el contrario, es una forma expansiva, o mejor, una posición enunciativa: un ethos, un tono que busca, sí, el verso de largo aliento, y que encuentra en el endecasílabo un verso hospitalario, pero que apela al mismo tiempo a la exploración de un mundo poético en expansión. Más que una forma, la elegía es pues un posicionamiento, un modo de manifestación del sujeto que se liga con un modo de entender el paso del tiempo, el quiebre del presente como un tiempo signado, atraído por el pasado: la exploración, en fin, de las diferentes formas de lo imaginario. 
             "Elijo no olvidar", leemos en el último verso de uno de los poemas de Por la puerta entornada que se apartan de la forma soneto y que funcionan como lugar de pasaje entre las diferentes secciones del libro. El mundo de la elegía es el mundo del pasado, del amor perdido o destruido, de la vida en las sierras al abrigo de un mundo familiar que sólo en sueños puede recuperarse, y que una vez necesita romper la serie métrica, hacerse prosa. La elegía es, también, el mundo de la melancolía, entendida, en Herrera, heredero en este sentido de una considerable tradición poética, pictórica, incluso musical (el Viaje de invierno, la serie de Lieder de Schubert sobre poemas de Müller, da nombre a toda una sección) como una situación de extrañamiento del yo, de desdoblamiento temporal, de cierto aquietamiento de la pasiones, que no necesariamente se identifica con la tristeza. En efecto, si la tristeza, como enseña Spinoza en su Ética, es un estado particularmente desagradable del ser, en la medida en que disminuye su potencia, la melancolía es, en cambio, la conciencia del paso del tiempo, de la pérdida del pasado, de un objeto fantasmagórico que tan sólo puede cristalizarse en un orden imaginario. 1
            "Canto llano", el título de uno de los textos del poemario, es una expresión que, entiendo, condensa toda la poética de Herrera. En el trabajo sobre una forma de expresión llana, clásica, herreriana tanto en el sentido de nuestro autor como en el del mayor exponente de la segunda generación clásica de la poesía española del Siglo de Oro, posiblemente uno de los casos más evidentes de la sobriedad, del sosiego que Ramón Menéndez Pidal da en Los españoles en la historia como uno de los rasgos invariables del carácter hispánico, Fernando de Herrera, también él un explorador del soneto y de los tonos elegíacos, un poeta estudioso que conoce la tradición poética castellana (es el editor de las obras de Garcilaso) y que escribe de manera manifiesta a partir de ella.
           En la escritura de Ricardo Herrera se percibe, además del movimiento compositivo, un segundo movimiento: un movimiento de purificación o, mejor, de temple del verso y de la palabra. "Y así salvar la vida del oscuro designio / del exceso". En este aspecto, la escritura de estos textos es la escritura de una ascesis. Si los poemas de Herrera trabajan bajo el amparo de formas rítmicas tradicionales, esas formas métricas constituyen algo así como un refugio, como una zona que preserva del desarreglo de los tiempos, que preserva de las distintas formas de desarraigo que a lo largo del poemario se plantean. Una experiencia de la dureza se liga, así, con una experiencia del desamparo, del desarraigo, en suma, del extrañamiento. En Novalis, el poeta es cifra de lo humano en tanto extranjero. En Por la puerta entornada, el poeta es alguien que se mueve en un mundo hostil, que se refugia en un elemento mínimo, en un objeto cotidiano entendido, montalianamente, como un gesto desesperado de salvación.
            Sin embargo, Por la puerta entornada no es sólo una poesía del trabajo concentrado, de la precisión métrica y léxica y de la sobriedad. Es, también, una escritura atenta a lo inminente. En este sentido, hay algo en esta poesía que remite al acontecimiento: algo del orden de lo inesperado. La puerta entornada por la que, como en el epígrafe de Malcolm Lowry que Herrera sitúa al comienzo de su texto, puede llegar lo terrible o lo inaudito, como en el pasaje de la primera carta de Pablo a los cristianos de Tesalónica en el que el regreso de Cristo se compara al ingreso inesperado de un ladrón por la noche. "La palabra me aísla / en la inminencia de un milagro". Posiblemente sea esa situación de inminencia, esa situación de espera, lo que hace de la poesía de Herrera no sólo una exploración arriesgada por las formas que ama, sino también la aproximación a una zona de vaciamiento, de oquedad (como dijimos al comienzo), de desajuste de la experiencia. De apertura.


Diego Bentivegna

2

La puerta-esfinge de la poesía


La rústica transparencia de un lenguaje puro y cristalino como el canto de los pájaros; la métrica involuntaria que se desgajaría de un alfarero haciendo girar un torno a pedal; el murmullo discreto de guijarros acunados por el cauce tranquilo de un arroyo; el perfume grave de un vino madurado en cubas de roble; el cobijo único y entrañable de un jardín floreciendo en medio de la ciudad... Y también, por supuesto, palabras, palabras o más bien —como escribe Ricardo H. Herrera— "astillas de naturaleza reunidas por un instinto providencial", astillas o sílabas porosas a las que proveemos de una voluble consistencia de sentido, sílabas o simples pigmentos, prismas, espectros entrando y saliendo por una rendija de luz, una grieta imperceptible, abierta por azar en la lisura compacta de la noche. Porque, acaso, la puerta que nos entreabre Ricardo H. Herrera no deja pasar nada más y nada menos que eso: la hebra de un instante áulico encontrado por equivocación, el hilo sibilino de una felicidad imposible con la que el poeta intenta apaciguar —dicho esto por boca de Emily Dickinson— "Ese blanco sustento / La Desesperación." 
            Este filamento, esta brizna u "hoja de hierba" que se ha colado, subrepticiamente, por debajo de la puerta, como una nota vislumbrada en sueños, tiene que cargar, sin embargo, un enorme peso sobre sí: defender al poeta contra las inclemencias del tiempo, "preservar —como diría Joseph Brodsky— ciertas cosas de uno, de la civilización de uno, de la propia continuidad no semántica de uno." Para ello, para atravesar esa cruda intemperie del lenguaje, para llegar al hueso de la espontaneidad, el poeta tiene que llevar a cabo un constante trabajo de refinación, someterse a pruebas y cálculos que muchas veces rayan con la locura, con la santidad o ambas cosas. Y luego, al final de ese arduo y delirante proceso, muchas veces puede ocurrir que estiremos la mano y la hoja desaparezca, de pronto, soplada por un viento caprichoso, la puerta se cierre otra vez y haya que empezar a soñarlo todo de nuevo.
             Una de las piezas más encomiables que integran esta colección, titulada Canto llano, resume lo que intentaba decir hace un momento: "Días y días, años de paciencia / e íntima purgación; furor y males / para alumbrar un alba, un resplandor / que reintegrando el bien a la presencia / fuese indicio de gracia en los cristales / del verbo fragmentado por amor. / Y así salvar la vida del oscuro / designio del exceso". Lo que más llama la atención en este soneto, aparte de que sea un soneto, es que nada disuena, ningún sonido arremete contra el oído; la acendrada distribución de las pausas, de los encabalgamientos casi pitagóricos, de los sonidos suaves que apenas se distinguen de los duros, despiertan en la memoria un sentimiento armonioso que uno suponía perdido para siempre en la poesía moderna.
          Creo sin exagerar que habría que remontarse muy lejos en el tiempo, hasta la obra poética y las traducciones de fray Luis de León por lo menos, para encontrar una voz tan eufónica, tan intachable, tan perfectamente cumplida entre la naturalidad y el artificio, como la que se enuncia al comienzo de este texto. Como el cultor del "aire sereno", como Valéry, Mastronardi o Enrique Banchs, autores a los que ha leído intensamente, Herrera es un artesano del encabalgamiento, un orfebre de las sonoridades canónicas de la lengua. Entiende que la poesía surge ante todo del estudio de la forma, y que la forma es la consecuencia no tanto de una voluntad expresiva como de la exploración diligente de ese sustrato musical que los griegos llamaban "alma". 
            En una época como la que nos ha tocado transitar, una época donde lo más eufónico que tenemos es (para dar el primer ejemplo que se me cruza por la cabeza) el grito primal de Johnny Weismuller tintineando en la selva, la búsqueda de la perfección estética, el orgánico e íntimo acuerdo entre forma y contenido que promueve la poesía de Herrera, es poco menos que una tentativa condenada al fracaso. No obstante, como pensaba Eliot, la incertidumbre es la única magnitud con la que contamos; sólo nos queda el intentar, lo demás, la lengua, la sintaxis, los metros e inclusive el poema mismo, no es asunto nuestro.
             A semejanza de aquella puerta doble de la Eneida, por la cual el héroe debe abandonar el reino de los muertos, aquella puerta que Virgilio imaginó como un engañoso artilugio labrado en marfil y en cuerno, la puerta-esfinge de Herrera es una bruñida página en blanco cuyo anverso y reverso se confunden con facilidad. Lo que se cuela por esta puerta de humo de la mente, decía antes, es apenas una hebra de sentido que tiene, sin embargo, un arduo trabajo que realizar. En todo caso, se trata de una magnitud, una potencia que señala algo que podríamos llamar, aunque suene, quizás, demasiado categórico, un atisbo de lo absoluto, en los términos de una revelación (Erlebnis) romántica, pero también, lo repito una vez más, algo que pasa de manera furtiva, como una nota que se desliza por el umbral y que dice: "Yo soy el sueño de alguien", y luego, al estirar la mano, la nota desaparece y queda la voz, en su lugar, balbuceando ese profundo temblor de anonimato. ¿Quién soy yo en el sueño de alguien? Releyendo este libro de Ricardo Herrera, uno podría responder que somos magnitudes incorpóreas; vamos saltando por una escala imaginaria entre lo real y las apariencias, de lo maravilloso a lo terrible y al revés, sin solución de continuidad.


Walter Cassara

NOTAS


1 La melancolía es, también, conciencia del fin, de la proximidad de la muerte, como lo ha explorado Paul Ricoeur en sus últimos apuntes (Vivo hasta la muerte, Bs. As., Paidós, 2008).



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